La historia interminable, de novela iniciática a superproducción cinematográfica
Michael Ende, de 55 años, barba
cana y ojos de niño, hijo del pintor superrealista Edgar Ende, vive rodeado por
los olivos de los montes Albanos, en las cercanías de Roma, en una gran mansión
(Casa Licorna) llena de libros viejos, de objetos raros y de cuadros
superrealistas. Su novela La historia
interminable, traducida a 27 idiomas hasta la fecha, que ha sido
considerada como uno de los libros iniciáticos de nuestra época, ha sido
llevada al cine como superproducción y estrenada ya en Estados Unidos y en la
República Federal de Alemania, lo que ha provocado las protestas de Ende, que
sigue en su camino de "encontrar la realidad a través de la
fantasía".
Michael Andreas Helmut Ende(Garmisch-Partenkirchen, Baviera, Alemania, 12 de noviembre de 1929 -Filderstadt-Bonlanden, Baden-Württemberg, Alemania, 28 de agosto de 1995. Fue un escritor alemán.
Nunca una
novela hizo correr tantos ríos de tinta al otro lado del Rin desde El tambor de hojalata, de Günter Grass,
en 1959. La historia interminable es,
ante todo, una especie de marea: más de un millón de ejemplares vendidos en
Alemania Occidental desde su aparición, en 1979, y continúa ocupando los
primeros puestos en las listas de los más vendidos. Es un fenómeno sociológico,
y así, en las grandes Concentraciones del pasado otoño había manifestantes que
blandían la novela como si fuese su programa. Constituye asimismo la prueba
evidente de la capacidad que tiene nuestro sistema para transformar en dinero
lo que ha sido concebido precisamente para criticarlo. A pesar de las protestas
del autor, que se considera traicionado y engañado, acaba de estrenarse en
Estados Unidos una película -con un presupuesto de 60 millones de marcos (más
de 3.000 millones de pesetas)- que, aunque inspirada en la novela de Michael
Ende, está concebida a lo ET, El Extraterrestre.
Con todo, La historia interminable es también un
acontecimiento literario. Nos encontramos, sin duda, ante una de las novelas más
sorprendentes aparecidas en Alemania Occidental -e incluso en Europa- desde la
segunda guerra mundial.
Estamos
en 1984. El país fantástico que describe usted, ¿no está lejos de nuestra
realidad?
Mis libros no son westerns. No
hay que matar a los malos al final para que todo vuelva a estar en orden. No
ataco a individuos, sino a un sistema (llámele, si quiere, capitalista) que. Está
a punto (nos daremos cuenta dentro de 10 o 15 años) de hacernos caer en el
abismo. Entre los' monstruos. a los que debe enfrentarse el héroe de La
historia interminable hay uno al que toma por una araña gigante hasta que se da
cuenta de que está realmente compuesto de abejorros color azul metálico que
zumban como un enjambre encolerizado. Yo he llamado a esta criatura Ygramul.
Sin embargo, podría haberle dado el nombre de Belcebú, el Señor de las Moscas o
de la Multitud, pues con esa palabra se designa a ambas cosas en hebreo.
Soy consciente, en efecto, de
que el principio demoniaco de nuestra época reside en la dominación que ejerce
la multitud sobre el individuo. Todo comienza con la superpoblación, que hace
que la persona se encuentre devaluada frente a la masa, y llega hasta la
multiplicación infernal de todos los objetos, que caracteriza a nuestra
sociedad industrial. Como usted sabe, en la cábala, el número 1 es el más
grande de todos, porque designa la totalidad. Ahí está el origen del
monoteísmo. Nos hemos olvidado de eso... Dentro de un sistema como el nuestro,
que sólo valora lo que puede contarse, pesarse o medirse, no puede hallarse más
que un aburrimiento mortal. Es esa especie de enfermedad de postración que
abruma a los personajes de Momo.
P.
La imaginación, al poder.
R. Una buena fórmula, aunque
debería haberse precisado cuál era ese poder. Hay que conocer no sólo lo que se
rechaza, sino aquello por lo que se pretende sustituirlo. Y esta vez no es
cuestión de sustituir una ideología por otra. Mire: desde hace 2.000 años estamos
haciendo eso y sabemos adónde nos conduce. En mi opinión, no puede hacerse
ninguna crítica de la sociedad si no va acompañada de una representación
utópica del mundo.
No oculto que al escribir La
historia interminable intenté enlazar con ciertas ideas del romanticismo
alemán. No fue por dar marcha atrás, sino porque en dicho movimiento abortado
hay semillas que necesitan germinar. Desde Newton nos hallamos cruelmente
divididos en dos mundos: el de los objetos, llamado real, y el supuestamente
ilusorio del yo. Para no seguir siendo un extraño, el hombre debe aprender de
nuevo, como Goethe, a llamar de tú a la Luna.
Empezamos a darnos cuenta de
que con la física, las ciencias naturales, la tecnología o la sociología es
imposible resolver los problemas haciendo como si se desarrollasen
independientemente de nuestra conciencia. Nos inquietamos también por la
destrucción de ese mundo exterior que constituye nuestro marco vital. Sin
embargo, hay otra forma de destrucción de la que no se habla y que es
igualmente trágica: la de nuestro mundo interior. Cuando todo se subordina al
beneficio, se empieza por explotar a los obreros y después se ataca a las
colonias, al medio ambiente. Por último, le toca el turno a nuestro mundo
interior.
P.
¿Qué vía propone usted para recuperar la armonía?
R. Cuando nos fijamos un
objetivo, el mejor medio para alcanzarlo es tomar siempre el camino opuesto. No
soy yo quien ha inventado dicho método. Para llegar al paraíso, Dante, en su
Divina comedia, comienza pasando por el infierno. Para descubrir las Indias,
Cristóbal Colón levó anclas en dirección a América. Para encontrar la realidad
hay que hacer lo mismo: darle la espalda y pasar por lo fantástico. Ése es el
recorrido que lleva a cabo el héroe de La historia interminable. Para
descubrirse, a sí mismo, Bastián debe primero abandonar el mundo real (donde
nada tiene sentido) y penetrar en el país de lo fantástico, en el que, por el
contrario, todo está cargado de significado. Sin embargo, hay siempre. Un
riesgo cuando se realiza tal periplo; entre la realidad y lo fantástico existe,
en efecto, un sutil equilibrio que no debe perturbarse: separado de lo real, lo
fantástico pierde también su contenido. Eso lo aprende Bastián a su paso por la
ciudad de los emperadores destronados. Al haber perdido hasta el recuerdo del
mundo real, los habitantes de dicha ciudad del absurdo se ven obligados a
desparramar al azar las letras del alfabeto durante todo el año, esperando que,
en el transcurso de la eternidad, acaben por aparecer todos los libros del
mundo, entre los que se encuentra, claro está, La historia interminable.
P.
¿No hay en eso una alusión a la Biblioteca de Babel, de Borges?
R. La historia interminable
está repleta de alusiones culturales. Y no por falta de imaginación, ya que lo
he hecho deliberadamente. En este sentido, el peligro reside no en el universo
mental de Bastián, sino en el patrimonio cultural de toda la humanidad. Me he
basado en la Odisea, en Rabelais, en Las mil y una noches, en Lewis Carrol y
también, aunque en menor medida, en Tolkien, con el que me han comparado los
críticos alemanes (ciertamente, los dos debemos mucho a las leyendas célticas
de la Tabla Redonda). Me he inspirado en pintores (El Bosco, Goya, Dalí.), en
el antroposofismo y en el budismo zen. La cábala, que da un sentido metafísico
a los diferentes sonidos, me sirvió de guía a la hora de elegir los nombres de
los personajes. Atreju es Atreo, héroe de la mitología griega, cuyo nuevo
nombre tiene una sonoridad evocadora de las lenguas indias de América.
Pjörnrachzarck, el comedor de piedras, recuerda a Edda, ya que es un gnomo, y
al pronunciar su nombre puede oírse el ruido que hace al masticar las piedras.
Incluso Fuchur, el dragón de la fortuna, tiene un modelo: Fohi, el dragón de la
mitología china.
P.
Si he entendido bien, en La historia interminable nada es gratuito. ¿Cómo
elaboró el plan del libro?
R. Eso es precisamente lo que
intento evitar al precio que sea: hacer un plan. Cuando escribo, pretendo
descubrirme a mí mismo. Elaborar un plan significaría introducir en el libro lo
que ya sé. Mi método consiste en dejarme guiar sólo por imágenes. Si no hago
trampas, acabo por darme cuenta de que cada historia tiene una lógica interior
y que no puede desarrollarse de otro modo. Es cierto que eso exige una gran
concentración que me conduce, a veces al borde de la locura. No supe hasta el
penúltimo capítulo de La historia interminable dónde estaba la salida del país
fantástico. Me telefoneaba mi editor: "¿Por dónde vas? Hay que llevar el
libro a composición". Yo sólo podía responderle: "No sé cómo terminar
la historia". Después de semanas y semanas encontré de repente la
solución: para salir del país fantástico no había que ir hacia las fronteras,
sino hacia el centro. Había que tomar el camino del interior. Y, créame, sólo
al final me acerqué a Novalis.
P.
La heroína de Momo es una niña. Bastián es un niño de 10 años. ¿Por qué esa
predilección por los héroes infantiles?
R. Hoy día todo el mundo
encuentra normal que los escritores penetren en el mundo de las cárceles, en
los manicomios o en las minas de carbón. ¿Acaso hay que considerar aparte a los
que escriben para el público infantil? Creo que los supuestos adultos no son
tan maduros como para percibir que un cuento para niños es también para ellos.
Las culturas nacionales han dejado de tener sentido. Hay que encontrar otros
vínculos que unan a los hombres, y el mundo de los niños constituye
precisamente una nueva comunidad. Si juntamos a tres niños (uno negro, otro
asiático y otro europeo), no tendrán ningún problema para comprenderse. Lo
mismo ocurre con los cuentos, ya sean africanos, gitanos, rusos o chinos: todos
ellos se parecen, y puede encontrarse, con algunas variantes, el mismo cuento
de Cenicienta en todos los rincones del mundo. Vea el mérito que tienen los
escritores profundos.
P.
¿No es un poco paradójico que un escritor alemán como usted haya decidido
exiliarse a Italia?
R. En la crisis de identidad
que hoy atravesamos tranquiliza pensar que tenemos a nuestras espaldas 2.000
años de cultura occidental. En Italia se da una continuidad histórica,
inconcebible para un alemán, perceptible incluso en el ámbito del idioma: hasta
un extranjero como yo puede leer a Boccaccio en su lengua original. Intente
usted hacer lo mismo con un autor alemán del barroco y verá lo difícil que le
resulta. Al principio envidiaba a los italianos: su lengua me parecía como una
alfombra mágica que me transportaba donde yo quería. Hoy he comprendido que es
una suerte que los escritores alemanes tengan que partir siempre desde cero,
recreando su propia lengua.
P.
En alemán, su apellido significa fin; su libro es La historia interminable, o
sea, la historia sin fin. ¿Es un juego de palabras?
R. Me di cuenta de ello después
de escribir el libro.
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