Conocí a Sonia Silvestre en el momento preciso, en el único
lugar previsible en ese entonces, Casa de Teatro. Yo apenas transitaba mi
primera quincena de turbulentos años y vivía en ese mundo mágico de duendes
espectaculares que hacían de mi media isla un lugar habitable: Freddy Ginebra,
Luis Terror Díaz, Rómulo Rivas y Mercedes Díaz junto a mis compañeros del
Teatro Estudiantil (mas tarde Gayumba) Puchi Ginebra, Oleka, Teófilo Guerrero,
Miguelito Burarelly, Máximo Periche, las hermanas Ducoudray. Era el espacio
de“Kalima, Carona Vidriosa” que creamos para que lo habitara “El hombre de la
Rata,” para que el “Extraño Viaje de
Simón el Malo” fuese posible. Eran tiempos de confluencia visual, sonora, corporal
y existencial. Todo yacía fuera de
sitio, como debía ser en el mundo anarquista que sucedió a la revolución de
abril, la cual me salté apenas pisándole los talones, por ser todavía muy
joven; buscando “tesoros” en el patio de mi casa en el ensanche Ozama, junto al
Dique; entre casquillos de balas y soldados gringos requisando las casas. Pero
tú, Sonia ya estabas en el escenario.
Muchos años después, Siete Días con el Pueblo armonizaba ese mundo que
queríamos tragarnos como los caballos desbocados de Mishima.
El antiamericanismo del que nos alimentábamos, memorizando
las canciones de la Nueva Trova, solo daba espacio para una Joan Báez y un joven Bob Dylan; aunque
confieso haber dejado escabullir a los Zeppelín, Quins y a Grand Funk Railroad
por debajo de la puerta contigua al cuarto de mi hermano. También acepte la
convivencia entre Abba, The Papas and the Mamas y a su némesis, Alice
Couper, haciendo el amor con su
serpiente de un lado de mi cama, mientras Cat Stevens, Jethro Tull, Gun N’ Roses, Gato Barbieri y
Frank Zappa tenían su altar del otro lado del lecho, básicamente por protección
de cualquiera de los demonios que llegaran a mi cuarto lleno de pájaros
disecados y orquídeas silvestres, maroteados en las tardes que olían a carbón y
a Juana la Hedionda, entre los matorrales de Alma Rosa y el Cachón de la Rubia.
En esos días, Sonia abría su Café en la zona colonial y allí
acudíamos asiduamente como quien va a misa a cumplir una penitencia, convencida
de que sus pecados serán perdonados.
Apenas al doblar, en la calle El Conde Kin Sánchez (para mí siempre
kin-kon), me esperaba en La Cafetera, para continuar nuestra conversación sobre
Nietzsche, entre episodios de “Mortadelo y Filemón” (después que Kin me
introdujo a Mortadelo, los dos pasamos a ser coleccionistas competidores),
y los comentarios sobre la columna de
Pedro Peix. De la mano de Kin Sánchez
aprendí donde reposaban los restos del puente Ulises Heureaux, las rarezas
escondidas en el panteón con sus adornos de esvásticas; las figuras paganas del
zodíaco en el domo del Convento de los Dominicos. De vez en cuando Kin y yo
íbamos a la “cueva de las Golondrinas,” una entrada al mar con una semi cúpula
que anidaba una bandada estrepitosa de golondrinas viajeras. Allí, a la altura
de la pista del go-kart, en Las Américas, estaba el lugar sacrosanto donde nos
desnudábamos de malicia para que las olas se llevasen los malos pensamientos.
Ese era el escenario donde de vez en cuando topaba contigo
Sonia, en los corredores de nostalgia de esa vieja ciudad empedrada que
sobrevivió a Trujillo y a San Zenon. Mis retornos cuasi diarios al Conde tenían
también su trayectoria preconcebida, entre el Bar Canadá, La Cafetera, y el
Capitolio estrené mis primeros besos, trepidantes, de aquellos cuyos con rostros
se me escapan por el momento. De las clases de Inglés en Ives System Institute,
en el edificio Copello, un giro me
llevaba hacia el desorden organizado que era la librería de Herrera. Ese era el
ritual obligado, antes de ir a parar al bar-restaurant Rossi, a comer camarones
mariposas y matar luego el antojo en “los Imperiales”.
La vida oficial transcurría estrepitosamente en la Zona
Colonial, lejos de la Cruz de Mendoza, donde estaba mi otro mundo inerte. Entre
las visitas asiduas al cine Santomé y al Rialto, donde me esperaban el avispón
verde y Batman, a sabiendas de que actuaban gratis para la retahíla de
muchachos que entrabamos por la puerta trasera, aprovechando que papi era quien
proyectaba las películas. Entre visitas a la sala de proyección nuestra vida se
escapaba de la censura, en los recesos involuntarios, mientras esperábamos
expectantes y especuladores a que llegara el próximo rollo de la película.
Esa era la ruta del crecimiento, allí acudía siempre a matar
fantasmas que concurrían cada tarde.
Sus auras seguían ocupando las mesas de la pizzería Sorrento, aun cuando
sus cuerpos se despedían hasta el día siguiente. Al otro lado del gazebo y la glorieta del parque
Independencia, Toni Capellán comenzaba a trazar su pictografía… Era el comienzo
del mundo, y yo exploraba el ámbito poético de Norberto James, y Wilfredo
Lozano con la Esperanza y el Yunque, solamente obnubilado por Yelidá, “negra un día
sí, y un día no” que abriría en mi una herida profunda que nunca se ha cerrado.
De nuevo en Casa de Teatro, Luis “Aguja,” Miguelito Mañaná
y José Rodríguez convidaban al Delirio
de Convite, mientras, entre ratos, yo acudía a las tertulias trotskistas de la
Cuarta Internacional con Enriquito de León, Malagón y otros.
Eran años triunfales. René del Risco, ya casado con mi prima
Vicky, expandió mi círculo de monstruosidades etéreas y necesidades
existenciales de las que solo el mundo rulfiano de Pedro Paramo y la agonía de
William Faulkner podrían paradójicamente salvarme del hambre que tenía entonces
de tragarme el mundo!
La partida extemporánea de René me hizo consciente de la
mortalidad inminente. Por primera vez supe que los sueños si se quiebran, como
un golpe agrio del hierro que te rompe el rostro. Para entonces tenía la
certeza de la inmortalidad y también de que éramos únicos, pero fue entonces
cuando entendí que la muerte nos hace iguales.
Recién cumplidos mis 17 años, mi alma vieja anhelaba reposo.
Conocí a Moisés Blanco Genao, también tu amigo, entre las paredes de la
catedral y los discursos políticos. Un nuevo capítulo se abría. El teatro quedó
atrás, trocado por mi más perenne pasión, la sociología. Entre las reuniones
del Núcleo Comunista, las visitas a Fafa y Magali, se fue quedando el mundo
mágico que daba paso al realismo político.
Las campanas de solidaridad con Nicaragua y luego con el Salvador, la
representación del grupo de jóvenes del Núcleo Comunista en la conferencia en
Cuba “Por la moratoria a la deuda internacional, compañeros y compañeras.” Allí
detrás del comandante Castro, se morían mis ganas de intercambiar la cordura
por la desenfrenada melancolía que crecía como un cáncer silencioso.
Aquello era otro mundo hermana, con algunos resquicios que
sin dudas dispensaba entre las Canciones de la Nueva Trova, tu más reciente
grabación con Vitico, La Montaña Mágica de Thomas Mann, Los Dublinenses y el
Ulises de James Joyce, Herman-Hesse y los dos Guillen. Stendhal, entrelazado
con los tres Karls (Popper, Marx y Kautsky), Ernesto Laclau, Antonio Negri,
Michel Foucault, H. Lefebvre, Levi Strauss,
Althuser. Aquello era serio, ya sentía el desconcierto que se siente
cuando das un giro inesperado en un territorio desconocido.
Sería ahí cuando te perdí de vista Sonia? Entre mis años
apresurados y la certeza de que la vida se acabaría algún día? Ni los martes
gratis del Capitolio, revisitando a Ken Russel y Lina Wertmuller; a Buñuel y
Kinsky, o releyendo a Stanislaw Lem y Arguedas podrían curar la perdida de
inocencia. Mientras la otra vida llegaba a borbotones, apaciguando nostalgias e
imágenes fantasmagóricas de aquellas tardes que morían melancólicamente entre
el desamor, Willy y el deseo.
En este epílogo de vidas entrecruzadas, aquí, aquí en Boston
reverbera el eco. Recodando como Incháustegui a la patria en la amplia bandeja
del recuerdo, me entero de tu partida, tan icónica como tu vida. Aún siento tu
ronca voz de “camino cansado” en el bar de Teresa, donde te reencontré, a pura
chepa, como solías decir, el año pasado, gracias a Juan Bolívar y Adita. Yo
estaba allí, frente a ti, entre esa brecha de lo que quedó atrás y lo que llegó
a ser el presente. Te pedí que cantaras para mi “La muerte nos hace iguales”
para saldar un pasado demasiado pesado para llevarlo sola. Dijiste que no lo tenías en tu repertorio, y
que además, “esa es una canción muy especial, que no suelo cantar en estos
lugares”. Es cierto, otra vez me doy cuenta cuan especial era ese momento, y te
perdí de nuevo.
Sonia, si hoy la tarde está llorando, es por ti; y es
también por mi y por los que nos resistimos a vivir una sola vida, aferrándonos
a esa marejada Prustiana de buscar un tiempo perdido en algún rincón del
recuerdo.
LILIAN BOBEA
Excelente. Sinceramente muchas gracias por compartir tus memorias relacionadas con nuestra querida Sonia; para mi ha sido de gran valor encontrar estas notas tuyas que las he hecho mías.
ResponderEliminarQue Dios te bendiga.
Odalis C.
Como pasa el tiempo!Hoy se conmemora el primer años de la partida de nuestra inolvidable Sonia Silvestre.Sus hermosa canciones la mantienen siempre Presente!
ResponderEliminarConvencida de que la vida es un suspiro, permanecen nuestros actos y vivimos en la memoria de los que nos aman y recuerdan. ¡Sonia es eterna!
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