El cuento en México 1934-1984 por Carlos Monsiváis



EL CUENTO EN MÉXICO 1934-1984

Por Carlos Monsiváis

Como alternativa cultural y social, el cuento en México surge relativamente tarde y casi se diría a petición del público. En la segunda mitad del siglo XIX —entre las conmociones que definen los rasgos de la nación nueva— se difunde el interés por los temas, los escenarios, los personajes y el habla de la sociedad que hace su confuso debut. Añádase a esto la vitalidad del Sector Instruido en vías de emanciparse de la cultura clerical, y se entenderá por qué, de pronto, hay quienes ya no le confían todas las posibilidades expresivas a la poesía y no esperan pacientes la aparición de una novelística que, para su adecuado desarrollo, necesitará casas editoras y en los escritores, más tiempo disponible y más destreza técnica. Por lo pronto, hay que satisfacer la demanda de "espejos en el camino", y mientras llegan las grandes novelas, conviene prodigar crónicas, cuentos, textos sin clasificación posible. Se reiteran el color local, la recolección de personajes inolvidables, el gusto por el paisaje, el encomio de los buenos sentimientos. Aflige todavía el culto omnívoro por la poesía, que centuplica los lirismos por página, y le otorga "carta de naturalización" al ritmo ensoñador y divagador en donde naufraga cualquier intención (excepciones notables: Machado de Assis en Brasil, el Payno de los bandidos de Río Frío en México).
Los románticos son los primeros en ver en el cuento un vehículo idóneo para sus vidas y pasiones. En su período de auge (1840-1870, aproximadamente) reafirman una convicción a la vez psicológica y cultural: la vida humana no se explica sólo a través del deber, sino —más profusamente— del amor, de la entrega sin condiciones, de esa fiebre que estruja los sentidos y que no es sino la imposibilidad de ser (o de adueñarse en definitiva de) otra persona. Culturalmente, el amor-pasión es fenómeno nuevo en una sociedad ferozmente represiva desde el lenguaje, reacia a comprender las urgencias físicas y los sacudimientos espirituales que la vehemencia romántica interpreta. Por la exageración habla la necesidad de liberar un tanto el comportamiento: en los cuentos y en las novelas románticas las jovencitas pálidas y hermosísimas se marchitan como flores, son páginas del alma en donde sólo se consignan epitafios o son criaturas cuya existencia se apaga suavemente en medio del sollozo de un enamorado de rostro convulso. La calidad de estos textos es por lo menos dudosa, pero el impulso moral (negar una realidad a como dé lugar, al precio incluso de ver en el sacrificio extremo el gran escape) le consigue a esta literatura una doble adhesión: las mujeres, gracias a las heroínas, viven lo que no admite su condición reprimida y la monotonía de un hogar-prisión; algunos hombres, observando el desafuero, aprenden a creer en los poderes de la exaltación.
Según Ignacio Manuel Altamirano, las novelas se escriben entonces fundamentalmente para el bello sexo. Nos corresponde complementar la afirmación: la famosa "suspensión de la incredulidad" se inicia en el ocio de las mujeres de clase media y burguesía; disponen de más tiempo y en ellas la fantasía es su mejor cómplice, lo que les compensa de no ejercer ciudadanía alguna. El amor-sin-límites es un sentimiento proclamado que legitima fuera de los ámbitos eclesiásticos la subjetividad. Patriotas y amantes, los románticos le entregan la autonomía de los individuos a la glorificación de quienes por el impulso amatorio rompen el fatalismo de una conducta marcada de la cuna a la tumba. Si la persona amada es como un dios o como una virgen, se fomenta la confusión entre lo sagrado y lo profano, principio inevitable de la secularización.
A los románticos y a los realistas les interesa normalizar el relato breve, convertirlo en prontuario de lo que vendrá: sentimientos, sensaciones, experiencias vitales. El criterio es nominalista: si las describimos con suficiente ardor y cuidado, las emociones creadoras florecerán invictamente. Como los modernistas (la tendencia que, sin desplazarlos jamás del todo, los sucede), los románticos ven en la prosa-que-es-poesía un "certificado de licitud" (un estilo llano y seco no se considera literatura). A la expresión de las metáforas y de los adjetivos estremecedores, se presta con holgura el relato "sobrenatural", apto para un público todavía inmerso en la cultural oral que es, en buena medida, una cadena infinita de historias de espectros, del tráfico concupiscente entre el más acá y el más allá.
Nobles emparedados vivos por sus amores ilícitos con virreinas, mujeres que vagan en la eternidad llorando a sus hijos, sacerdotes que confiesan a seres muertos hace un siglo, transfiguraciones del crimen o de la plena beatitud. El repertorio del "gótico" mexicano es propio del tránsito de una creencia homogénea en la superficie a supersticiones diversificadas que ya implican un principio de libertad de creencias, y le es indispensable a un nuevo género. Con los relatos de vírgenes que penan por haber dejado de serlo y vírgenes que prefirieron morir para no perder tal status, románticos y modernistas (como después los "colonialistas") se amparan tras una "perturbación" admitida: las leyendas, literatura infantil, conversación de adultos, continuación de la enseñanza religiosa por otros medios.

"Diréte, niña, cosas tan bellas!/lánguidas trovas de mi pasión"

A modo de disidencia moral, los modernistas introducen actitudes insólitas con frases y palabras destellantes. Amé hasta la locura... y en la resistencia al moralismo imperante se filtra la modernidad. Tómese un cuento de fin de siglo, "Fragatita", de Alberto Leduc. El tema es simple: una prostituta llamada Fragatita porque sólo gusta de la gente de mar, asesina al gañán que humilló a su hombre y arroja el cadáver al mar. En el brevísimo relato no hay recriminación, no hay moraleja y el criminal no expía su culpa. La ambigüedad es aquí modernidad que compensa de los centenares de cuentos que en verdad no lo son, "reflexiones poéticas" en loor de la naturaleza, de la belleza y bondad de las costumbres, de la poda de cualquier malicia, de la abnegación que la muerte sólo interrumpe levemente.
El requisito del cuento fantástico es que nunca lo sea en extremo. Una muestra típica —"Un viaje celeste" de Pedro Castera— lleva aclaración adjunta: se trata de una desviación onírica, el quebrantamiento de la verdad a través del sueño. Para estos escritores, la temperatura ideal de la narrativa es la tragedia, y en todo caso, la vida cotidiana no es sino la sucesión de dramas punzantes o de escenas pastoriles. O los acontecimientos son inicuos o son idílicos, y entre ambos extremos nada más queda —a veces— la crónica amable y sentimental. (A lo largo del siglo XIX y todavía a principios del siglo XX, hay cierta indistinción entre cuento y crónica, por lo precario del material imaginativo, la pobreza de los recursos humorísticos no basados en la observación directa y el aprecio por los valores testimoniales).
Algo tienen en común cronistas de costumbres, poetas modernistas, realistas campiranos, realistas urbanos, naturalistas: el interés por persuadir al lector del horror que lo circunda. Eso implica una certeza que es estadística a favor de las clases en la cúpula: nada más leen quienes tienen tiempo a su disposición, quienes están convencidos de que si hay injusticias esto es asunto del orden natural. Ante la indiferencia o la ceguera social, conviene presentar con sobresalto los sucesos comunes o "vulgares", que el lector se pasme con el procesamiento adjetival de la miseria, que se dé el salto positivo y se transfiera la injusticia del reino de la naturaleza al de la sociedad.
En gran medida, a la literatura se le debe un entendimiento distinto de lo real que precipita el derrumbe de las convenciones feudales, y, lo más importante, vivifica una cultura reprimida. Con estrépito o con discreción, la literatura subvierte muchos puntos de vista imperantes, aunque esto no se registre en su momento. Así, por ejemplo, el encasillamiento despreciativo de algunos escritores de fin de siglo. A Manuel Gutiérrez Nájera se le aloja en el desván del "afrancesamiento" y a Ángel de Campo Micros en el catálogo de las costumbres desvanecidas. Nada menos cierto. Gutiérrez Nájera, en sus colecciones de cuentos y crónicas, es un crítico angustiado por la brutal inarmonía de la sociedad, y Micros es un manejador admirable del rencor social.
Con los criterios de hoy, el cuento mexicano del siglo XIX resulta ingenuo. Lo es, si por ingenuidad se entiende reclamar como territorio propio de la literatura el aderezo de los buenos sentimientos y el entrenamiento de la mirada poética (verbigracia: la saturación espiritual, la calma inefable que suscita la contemplación del paisaje); si es ingenuo sobrevaluar la distinción entre el bien y el mal, convirtiéndola en la zona donde la ética se vuelve estética. Lo que fue virtud moral es hoy cadena perpetua: como ahora el lector ya sabe, la mayoría de estos relatos sólo encuentra acomodo en la historia de la literatura.

"Jálenle, muchachos; si no, nos alcanzan..."

Al realismo anterior a la década del diez le falta un punto de fusión: la correspondencia entre la virulencia de la crítica y la actitud de los lectores. El hábito de registrar en lo que se lee sólo aquello que no incomoda (hábito universal y permanente) vaporiza logros literarios, denuncias políticas y económicas. La creencia en la literatura como "armonía" es tan potente que la explosión revolucionaria remueve las estructuras nacionales pero no trae consigo de inmediato el reconocimiento a la novedad artística. Así, pasan inadvertidas Andrés Pérez maderista (1 911), Los de abajo (1 91 5) y otras novelas de Mariano Azuela. No en baldeen 1914 ó 191 5 los poetas predilectos de la élite son Amado Nervo y Enrique González Martínez con su incitación a la serenidad y al lento discurrir del alma. No en balde cunde en esos años la literatura de los "colonialistas" que, con Artemio de Valle-Arizpe como emblema, reinventan y dulcifican el virreinato, no sólo para distanciarse del presente, sino para urdir una Edad de Oro donde el idioma "churrigueresco" sea inocencia perdida y objeto de lujo.
Lentamente, entre textos "preciosistas" y mitificaciones de la Descansada Vida de Provincia, se introduce el relato de la Revolución Mexicana que, al ajustar un intenso y extenso acontecimiento histórico al tamaño de anécdotas tremendistas y de personajes que son hojas-en-la-tormenta, consigue credibilidad. La novedad cultural de la violencia que se describe es su condición bilateral. Ya no son peones golpeados como perros o perros golpeados como peones, sino seres cuya complejidad se nutre de la compulsión de venganza. Por desdén conservador o con el recelo de los recién instalados en la cumbre, muchos desdeñan la obra de Azuela: "pintoresquista", "reaccionaria". En sus (frecuentes) grandes momentos, no lo es en absoluto; con él arraiga una visión literaria y de él muchos desprenderán un acervo de imágenes (mentales y físicas) que cuajarán en la versión más favorecida de la revolución: un tropel de campesinos sacudidos por el odio y ajenos a cualquier comprensión ideológica de su causa que matan por desquite ciego y mueren porque sí.
La conclusión anterior no está en la obra de Azuela y es propia de la óptica que reduce un estallido social a las proporciones del gran-guiñol: frases brutales, escenas crudas, plétora de escaramuzas y fusilamientos, rostros vacíos en espera de los rasgos del Archivo Casasola. Pero este conjunto tiene poder hipnótico sobre la imaginación cultural e incluso sobre la memoria individual. Al revelar drásticamente y sin mistificaciones el México subterráneo que de pronto se agolpa en la superficie, Azuela requiere de una forma que no niega al tema, de un estilo nervioso y directo, de trazos enérgicos con la menor cantidad posible de digresiones. Consigue su propósito cabalmente en los libros escritos entre 1911 y 1917. Más que Martín Luis Guzmán, aislado en su deslumbrante prosa clásica, Azuela es la gran presencia en la narrativa: de él se toman en primera instancia el dibujo inesperado de los personajes, el ritmo de las escenas de violencia, el diálogo que sustituye a la introspección psicológica, la presentación finalmente equilibrada de esa furia popular que el cine rebajará y disfrazará.
Un medio a quien el porfirismo familiariza con la idea de "la literatura, cultivo de la forma", tarda en captar las convulsiones y reelaboraciones históricas. Se requieren la distancia en el tiempo y la convicción de que a los temas los legitima la diferencia entre imaginación literaria y mero testimonio. Eso explica por qué, entre 1 91 5 y 1 929, sólo se publican dos libros de relatos con atmósfera revolucionaria: ¡Arriba, arriba! (1927) de Gerardo Murilloel Doctor Atl, y El feroz cabecilla (1928) de Rafael F. Muñoz. (Carne de cañón de 1 91 5 de Marcelino Dávalos, contiene cuentos escritos entre 1 902 y 1 908, impublicables bajo la dictadura por la fogosidad con que denuncia los campamentos de trabajo forzado). Por lo demás, impera la ambición de la Página Perfecta, de la frase cincelada, del adjetivo "burilado", ya sea en evocaciones pueblerinas o en la especificación de ámbitos "extraños", poblados de eruditos cuya calma esconde una tragedia, de anticuarios o de seres calladamente demoníacos. Algunos títulos de libros de cuentos avisan del menosprecio ante lo circundante: El desencanto de Dulcinea (1916) de Efrén Rebolledo, Arquilla de marfil (1916) de Mariano Silva y Aceves, Vitrales de capilla (1 91 7)'de Manuel Horta, Novelas triviales (1918) de Genaro Fernández Mac Gregor, El libro de las rosas virreinales (1 923) de Jorge de Godoy, Junto a la hoguera crepitante (1 923) de Miguel López de Heredia, El honor del ridículo (1 924) de Carlos No-riega Hope, Prosas para la bienamada (1 929) de Luis Mora Tovar. Más que escapismo, imposiciones de una formación moral y literaria.
El mejor libro de relatos del periodo, sean cuentos o crónicas, es El águila y la serpiente (1 928) de Martín Luis Guzmán, estampas de los años de la revolución armada, donde la exactitud verbal equilibra la voluntad irrefrenable de los personajes, su relativización de la existencia, su dignidad acrecentada ante la muerte. Si algo, el libro es un cantar de gesta invertido, y en algunos capítulos —"La fiesta de las balas" y "La muerte de David Berlanga", los más notorios-la elaboración de personajes definitivos aporta una síntesis del momento y un logro literario autónomo.
Pero El águila y la serpiente no es la norma. Lo común son los relatos que dan la impresión de búsquedas tentativas, de ejercicios de vanguardia (los estridentistas), de "nacionalización del freudismo" (algunos escritores del grupo de Contemporáneos), de añoranza de un pasado bucólico y casi siempre inexistente (costumbristas, recopiladores de leyendas). El número de narradores que parecen ignorar el tiempo no es sólo atribuible a enconos o a repugnancias clasistas, sino a una cultura que reserva para el cuento el atildamiento prosístico, la finura, la exquisitez, el patriotismo a escala. Dentro de esta corriente, la gran lección de Julio Torri, la perfección que es juego de inteligencia y afilamiento crítico, permanece como hecho aislado.

"Volveremos, hijo, con un par de ojos de plata"

En 1 934, el ascenso del general Lázaro Cárdenas a la Presidencia de la República, fortalece a la "cultura proletaria", al "arte revolucionario", al "realismo socialista", al movimiento de generosidad corroída por el sectarismo y que, engendrado al alimón por el impulso nacionalista de la Revolución Mexicana y el entusiasmo ante los bolcheviques, vierte propaganda y afán politizador en cuentos, poemas, novelas y obras de teatro. Los militantes quieren allegarle a la literatura —¡por fin!— alguna utilidad, aprovechándola como vehículo de mensajes "incandescentes". Seguidores de Máximo Gorki, de Makarenko, de realistas norteamericanos como Mike Gold, estos vanguardistas políticos combinan su adhesión al progreso con su indiferencia ante la modernidad. En un país tan determinado por las intrincadas y siempre cambiantes relaciones entre tradición y modernidad, los progresistas continúan la línea del relato romántico del siglo XIX, mientras los mejores de entre sus adversarios usan su "desarraigo" para adentrarse en la literatura contemporánea.
No hay muchas oportunidades para la originalidad entre estas dos líneas de fuego de la dependencia literaria. Los relatos evocativos y los intentos (fallidos) de apresar la psicología de las "clases cultas" no consiguen público, y el "compromiso con el pueblo" suele demorarse en el sermón. Pero si hay, durante unos años, estímulos para libros como La línea de fuego. Narraciones revolucionarias (1 930) de Celestino Herrera Frimont, Marcha roja (1 931) de José María Benítez, Cartucho, Relatos de la lucha en el Norte (1931) de Nellie Campobello, Grito, Cuentos de protesta (1 932) de Francisco Sarquís, Los fusilados (1 934) Cipriano Campos Alatorre, Hoz, Seis cuentos mexicanos de la revolución de Alfredo Fabila, El compadre Mendoza (1 934) de Mauricio Magdaleno, Si me han de matar mañana (1 934 de Rafael F. Muñoz. De ellos, seguramente los mejores cuentos son los de éste último, por su carga de ironía, humor, desmitificación, y por la adecuada asimilación de la influencia del cine y de la short story norteamericana. En la literatura de Muñoz, el juego entre la épica y la picaresca, entre la hazaña y el crimen, es prueba inequívoca de modernidad.
La falta de profesionalismo literario es una de las causas no reconocidas del debate inútil (y ficticio) entre "nacionalistas" y "artepuristas". Otra es el deseo de imposición, desde el Estado, de una forma narrativa que sea instrumento de afiliación partidaria ("No hay más ruta que la nuestra"). Pero no hay el equivalente literario de la Escuela Mexicana de Pintura, y se da el caso de que, con casi idéntico lenguaje, se expresen puntos de vista opuestos que se consideran corrientes formales antagónicas. Un movimiento paradigmático de la época, a la vez democrático y paternalista, es la narrativa "indigenista" que decide, desde una óptica mestiza, representar a los indios. En lugar de eso, se producen relatos "poéticos" donde la mirada de siglos de los protagonistas nunca delata júbilo. Los indios son tristes... y estos relatos también. El exponente más destacado, Francisco Rojas González, pese a sus hallazgos y a su buena fe, no evita el miserabilismo y la visión "folclórica" que acude a adjetivos piadosos, tramas de finales sorpresivos (donde el consuelo de un niño ciego es que ya nadie le dirá tuerto), y "zonas de misterio" que son turismo interno. En cambio, las recreaciones de los cuentos indígenas (Los hombres que dispersó la danza, de Andrés Henestrosa, un ejemplo magnífico). Son muestras de una tendencia que sólo se recupera en años recientes, y que restaura visiones primordiales.

"No tenemos a quién darle nuestra lástima"

Gracias a la Segunda Guerra Mundial el crecimiento industrial de México se intensifica. Hay que contribuir a la causa de los Aliados con materias primas y productos, hay que olvidarse del primitivismo y enviar el chovinismo a donde no desentone: a la comedia ranchera. Sigue siendo predominante la idea nacional (es decir, el sentimiento de pertenencia a una entidad llamada México), pero la idea cosmopolita (es decir, el sentimiento de pertenencia a la actualidad que encarna el american way of life) gana adeptos y crece el amparo del equívoco cultural: ¿qué es ser mexicanos? Si ser mexicano es conformarse con lo que aquí hay, a la élite no le atañe la oferta, éste es el momento de atender a lo que se escribe y se pinta y se piensa en todas partes. Sin demasiado estruendo, va siendo desplazado el nacionalismo cultural (nunca demasiado fuerte, de cualquier modo). Las vanguardias ya no quieren darse el lujo de la resignación jactanciosa.
Las instituciones despliegan sus rituales, se prodigan las campañas de alfabetización, se disipan las tensiones de una lucha de clases promovida desde el gobierno y hay tiempo para contemplar las muy estrictas reglas de juego de la movilidad social, y el crecimiento de una literatura. En la década de los cuarentas, publican sus obras iniciales tres escritores fundamentales: José Revueltas, Juan José Arreóla y Juan Rulfo. Su fama vendrá después, pero ya entonces es notable su originalidad (y su calidad). Hay excelentes cuentistas que responden a esquemas conocidos: Efrén Hernández, o enormemente eficaz, Juan de la Cabada, en el justo medio de lo tradicional y lo moderno, pero Dios en la tierra, (1 944) el libro de Revueltas y los primeros cuentos de Rulfo y Arreóla anuncian y ejemplifican una literatura distinta, ajena a las reacciones sentimentales, al compromiso inmediato, a la declamación interna. En los cuarentas se precisará la importancia de Rulfo (El llano en llamas y Pedro Páramo) y de Arreóla (Confabularlo y Varia Invención) y a partir de 1 968 Revueltas multiplicará sus lectores pero ya antes establecen sus diversas (y unificables) ideas del cuento: un espacio narrativo autónomo, que crea su propio público, que solicita el complemento de una interpretación (inteligente, que no funda su destreza en trucos, finales efectistas, chantajes, complicidades.
Si la modernidad es la meta suprema, también el ánimo inaugural, debe aplicarse al cuento. Se prodigan las divulgaciones de Marx y de Freud, culmina un ciclo del proceso secularizados disminuye gradualmente el peso de la sociedad cerrada, ya la literatura ya no se le solicita una función profética sino una más real función formativa. Los partidarios de Hemingway (In Our Time), de Sherwood Ander-son (Winesburg, Ohio) o de Jack London, para citar a cuentistas magistrales, reconocen el nivel extraordinario de algunos mexicanos. Será imposible escribir de una vida rural ensoñadora después de Juan Rulfo; se deberá replantear el sentido de la prosa perfecta después de Juan José Arreóla; será forzoso incluir el peso de la política y de la pesadilla urbana después de Revueltas.
AI cuento lo cercan dos incomprensiones. Primero, el auge de la novela fomenta entre algunos escritores y bastantes lectores la idea del relato breve como actividad secundaria. Segundo, la ausencia de publicaciones especializadas (El cuento, dirigida por Edmundo Valadés será excepción admirable) y el gusto por el relato de magazine a la 0. Henry cuyo sentido radica en la sorpresa de las líneas finales, aplaza el gusto por relatos matizados, que requieran esfuerzo de lectura. Esto se compensa desde mediados de los sesentas, con la difusión de cuentistas cuya obra adquiere nuevo relieve con la frecuentación masiva: Poe, Hawthorne, Horacio Quiroga, Scott Fitzgerald, Henry James, Chéjov. Dos autores en especial pasan de "incomprensibles" a "indispensables": Franz Kafka y Jorge Luis Borges.
La Revolución Cubana rompe un mito: la dependencia fatalista de los países latinoamericanos con Estados Unidos, lo que obliga a reflexiones de toda índole y conduce al reencuentro con lo latinoamericano. Culturalmente, esto se traduce en primera instancia en lecturas sorprendentes. Además de operación comercial, el boom de la literatura latinaomericana es descubrimiento conjunto del esplendor de la literatura en lengua española. En todos los países, los jóvenes leen a Lezama Lima, Paz, Vallejo y Neruda, y en el terreno específico del cuento, se sorprenden con Onetti, García Márquez, Cortázar, Fuentes, Bioy Casares, Rulfo. Durante unos años, el peso del descubrimiento es excesivo. Los cuentistas jóvenes describen angustias y desesperanzas a la manera de Onetti; fabulaciones que son cacerías de adjetivos inusitados en seguimiento de Borges; incursiones en la alfombra realista-mágica a la usanza de Carpentier y García Márquez; recapitulaciones de una sociedad y un país en el estilo de Vargas Llosa; fantasías invisibles o previsibles a semejanza de Bioy Casares.
Los modelos no se desgastan, pero el público prefiere a los modelos y con las debidas acepciones, la mayoría de los narradores de una generación, se quedan varados en las imitaciones.

"Todos hablando de hombres ilustres y de Elvis Presley nadie habla jamás"

¿Por qué se debilita la intimidación de la alta cultura? A la general del crecimiento desorbitado del país, se añade otra respuesta tentativa: la estructura que la hace históricamente posible en un medio colonizado, como aquella expresión del conocimiento y del arte que fuera de las élites no tiene sentido, no sobrevive a la sociedad de masas y a la industria cultural. Si cualquiera puede comprar los clásicos en un supermercado, se rebaja el papel de las élites como depositarías únicas de la sabiduría. En estas condiciones la democratización forzada del trabajo intelectual obliga a un replanteamiento general. En 1930, el millón de habitantes del Distrito se reduce hasta los diez mil informados de la existencia de la revista Contemporáneos, y a los mil que entrecruzan su disfrute de Ravel y Stravinsky, de Virgilio y Marcel Proust, de Eugene O'Neill y André Gide. En un medio de barbarie y primitivismo, ser culto es ser otro. Quien ha leído a Valéry y a Conrad arregla su exilio interno ante la zafiedad que le rodea.
Por lo demás, la fe en la excepcionalidad de la literatura corresponde a una creencia común en la educación (la Salvación por el Espíritu), salida providencial de los problemas latinoamericanos. Educar es poblar; leer es aminorar el aislamiento de los ilustrados.
Desde los sesentas, ya no funcionan los métodos de convencimiento y coerción de la "alta cultura". Verbigracia, el terrorismo lingüístico. Todavía a principios de los cincuentas, una minoría se declara propietaria exclusiva de los secretos del idioma, y una mayoría —sepa o no siquiera de la existencia de las reglas académicas— se siente en falta frente a su propio idioma, se considera en desventaja perenne: "Usted ha de perdonar que yo no sepa hablar"/ "Ya sé que no me sé expresar, pero usted me entiende". Las fórmulas de disculpas se evaporan al irrumpir en escena masas desentendidas de cualquier resonancia psicológica que traiga consigo hablar bien o mal o medianamente el español. La tiranía académica se queda hablando sola y con ella su obsesión clasista del habla castiza, que se intenta resucitar periódicamente a nombre de "la pureza de la lengua".
En correspondencia con los veloces cambios de mentalidad, ocurren transformaciones culturales sustentadas en una acumulación el crecimiento de la educación media y superior; las ofertas industriales en materia de libros, discos, películas y reproducciones artísticas; el poderío incontestable de los medios electrónicos. Por otra parte, la ampliación de la vida social (una sociedad urbana ya no puede, aunque quiera, ser "fiel a su espejo diario"), la expansión de las clases medias (con facilidades turísticas añadidas: recuérdese que en el porfiriato no eran más de cien familias las que viajaban regularmente a Europa), y, especialmente, el estallido demográfico que rehace a diario el porvenir de la nación, vuelven anacrónico el imperio legendario de la "alta cultura" y mitifican, para su explotación comercial, a la "cultura popular". La formación humanista y clasicista pasa de paradigma estatal a especialización erudita, y a principios de los setentas la presencia ubicua es el colonialismo cultural.
Siempre lo ha habido, y poderosamente, pero su alcance era restringido. Ahora abarca, por el método de trasvasamiento, a vastos sectores populares. Imágenes significativas: el funcionario y su familia retratados en Disneyland; la excursión de los burócratas de tercera categoría a Las Vegas; la desaparición del prestigio inmanente del abogado; un indígena en la sierra con su radio de transistores (ver la extraordinaria foto de Graciela Iturbide). En el camino, la tradición nacional queda visiblemente en manos de una industria cuyos augures son los superalmacenes y los puestos de periódicos; allí alternan, junto al comic, las reproducciones de Picasso y las interpretaciones de Proust. Se impone un ámbito —entre las clases dominantes— de vulgarización de lo consagrado, la simplificación como técnica, la interpretación predigerida, el vistazo (a través de recetas) a las corrientes artísticas e intelectuales, la actitud de quien lamenta los estragos de la modernidad y el peso muerto de la tradición para mejor abandonarse a la moda. Todo esto consolida lo ya previsto en el régimen de Miguel Alemán: el auge de una "mentalidad capitalista", celosa del triunfo individual, más adoradora del éxito mientras más cercana al fracaso, antiintelectual y devota de las superficies culturales, despolitizada e indiferente ante la posibilidad de vida democrática. Sin confrontación abierta la "mentalidad capitalista" (nunca genuinamente internacional) desplaza al nacionalismo.

"Tenemos que ir vestidos de murales mexicanos. Más vale asimilar eso de una vez".

Si Octavio Paz representa, desde Águila o sol y El laberinto de la soledad, la renovación —continua y discontinua— de la literatura mexicana, Carlos Fuentes, desde La región más transparente (1958), encarna la modernidad narrativa, la utilización libre de recursos, técnicas, enfoques. El poder verbal de Fuentes todo lo incorpora y rehace y, desde ¿os días enmascarados (1 954) se convierte en un nuevo registro, en modelo crítico y práctico de las concepciones narrativas. Sin convertirlo en "año milagroso", sí le adjudico al 68 la condición de ruptura histórica, social y cultural. Según los criterios del poder, el fracaso del movimiento estudiantil es inequívoco: tantos muertos, tantos presos, tantas frustraciones y ni una sola demanda resuelta. Pero el ensañamiento exhibe la profunda vulnerabilidad del autoritarismo. Se resquebraja la ensoñación burguesa del "desarrollo estabilizador", la argumentación democrática se filtra en todo el país y, no sólo en el sector intelectual, al país deja de explicarlo la teoría de la Unidad Nacional (según la cual, lo mexicano es una ideología inmanente y un logro político del Estado). En lugar de la conciliación eterna de clases, emerge la visión de un Estado y de una sociedad despreocupados ante la injusticia social y justificados para siempre por la estabilidad.
Hasta 1 968, la modernidad cultural se ha concentrado en la defensa de la crítica como elemento de corrección interna, en la oposición — mundana, antisolemne, informada, irónica— al México tradicional, y en un nacionalismo exasperado al margen de los símbolos y la declamación patriótica. Pero si es justa la demolición de las supervivencias tribales, también lo es el enfrentamiento a las cargas totémicas, a saber: el acaparamiento de la nación por el Estado, el sojuzga-miento del tiempo libre y de los estilos imaginativos a cargo de los medios electrónicos, los abismos de la desigualdad, la cuantía del anafalbetismo absoluto y del funcional y la penuria de la infrastructura cultural, la inexistencia de una prensa que alcance en el país algo más que a una minoría selecta... A esto se añade una necesidad categórica: la ampliación de territorios, la representación literaria de esa mayoría a la que se ha marginado, ocultado, nombrado sólo a través del ridículo, despreciado. La narrativa de la Revolución Mexicana es el antecedente más directo de esta representación de lo habitualmente invisible, inaudible, innombrable, pero es, en relación a lo que ya se pretende insuficiente. Sin propagandas adyacentes, en pocos años es muy distinto el panorama de personajes, hablas y referencias en la prosa mexicana. En el examen de nuevas formas de vida urbana, se agregan actores: las mujeres que ya no son símbolos ni víctimas ni devoradoras, los marginados, los jóvenes despojados de cualquier porvenir, los homosexuales, los nacos que desafían e interiorizan sin quererlo el racismo en su contra.
En este gran salto social y cultural, los narradores que desean corresponder debidamente a la nueva temática, asumen los requerimientos formales. Desde los sesentas, hay que exponer con nitidez el distanciamiento frente al tema, la intención evidente la "producción del texto". Si "la novela realista presentaba los acontecimientos con la intención de que pareciesen naturales" (Juan Franco), la narrativa contemporánea declara abolidas la fidelidad monógama a las tendencias, la lealtad a sentimientos de "desarraigo" (cosmopolitismo) y sentimientos de "culpa"  (realismo social). Se declara anacrónico el oficio de "amanuense de la realidad".
Cito tres de los muchos cambios perceptibles:
Se elimina la distancia entre el narrador y los objetos de su atención. "Martín Luis Guzmán —señala Juan Franco— presenta a los personajes como perteneciendo a su mundo del que el intelectual queda separado (por ser, en última instancia, superior). A su vez, en Rulfo nunca hay un narrador civilizado que observa a un pueblo bárbaro. Al contrario, como se ve claramente en Pedro Páramo, cura y pueblo, hombres y mujeres, terrateniente y peón, están en la misma situación porque el desajuste entre palabra y acción resulta, no de una decisión personal o de una coyuntura existencial, sino de la ruptura de un orden".
La problematización psicológica es con frecuencia el espacio de la acción y la acción misma. Si en la novela realista latinoamericana la tensión argumental ocurre entre la realidad (lo natural) y las intenciones de los protagonistas (lo cultural), en la nueva narrativa, freudiana o postfreudiana por gusto y por contagio, los personajes, producto de una sociedad estable, sitúan en primer término a su interioridad. Aparentemente nada sucede. En el texto, los personajes extreman y afirman sus contradicciones, descubren en su yo una cultura y una sociedad concentradas y en evolución, sacian en sus conflictos amorosos su nostalgia de hazañas. Esta "vida interior" magnificada no es tanto distorsión de lo real como revaluación — heroica y antiheroica— de lo cotidiano, y acatamiento de la gran conquista del cine contemporáneo: la indicación del riesgo y la aventura sofocados tras las calmadas fachadas del orden y el respeto.
La eliminación del mito de las Escuelas Narrativas (con sus exigencias de respeto al género) coincide con el desvanecimiento en gran medida de la censura social del arte (defendido por el Estado). Esto libera la expresión en cine, teatro y literatura. Desaparece el tabú de las "malas palabras", irrumpen sin eufemismos o circunloquios las descripciones sexuales. Todo se vale, siempre y cuando consiga editores y lectores. El fenómeno tiene diversas consecuencias: por un lado, la recreación inmediata del habla popular ahuyenta el pintoresquismo; por otro, surge una retórica disimulada que tiende
a comprimir, por reiteración y falsa atrocidad verbal, las libertades expresivas. Pero en conjunto, el resultado es muy estimulante: desgastada la sensación jubilosa de triunfar sobre la censura, queda la certidumbre de una poesía y una narrativa cada vez menos limitadas por las convenciones sociales. Terminan los homenajes hipócritas a la virtud, y concluyen los puntos suspensivos. Ya ningún revolucionario gritará: "¡Viva Villa, hijos de la...!"

Híjole, y entonces le dije, qué pasó, y ya luego no dijo nada, nomás palabras

Imposible sintetizar la variedad actual del panorama narrativo y la creciente autonomía del cuento en relación a las expectativas del lector de novelas. En apenas quince años, han desaparecido casi todas las prohibiciones recordables. Si esto es más un asunto sociológico o de historia de la literatura que literario, permite no obstante actitudes y desenfados no minimizables. Las modas tienden a sustituir la opresión de reglas, y el espacio de la literatura es mucho mayor, social y técnicamente hablando. La recreación de lo testimonial, fundada en el "registro científico" de Osear Lewis, culmina en la aparición de la voz doblemente marginada de las mujeres: Hasta no verte Jesús mío de Elena Poniatowska. Abunda la literatura de compromiso y denuncia. Se insiste con regularidad en la expansión del ánimo sensual como invasión territorial. Se consolida una literatura de mujeres, feminista por exigencia moral y política, pero no proselitista. (Dos puntos de partida en la tradición mexicana: la obra de Sor Juana y, en lo reciente, la poesía final de Rosario Castellanos).
Un espacio aparte: la narrativa del ánimo juvenil ligado al avance voraz de una industria, al estallido educativo, al relativo y al no tan relativo auge de las clases medias, al cambio acelerado de las mentalidades urbanas, a la conversión de la "obscenidad" en sinceridad. En la literatura reduccionistamente llamada de la Onda (representantes emblemáticos: José Agustín y Parménides García Saldaña) se muestran los elementos de la "psicología del chavo" y las verdades complementarias de las buenas y malas vibras: la represión moral y policiaca, el culto del rock como música que moderniza al oyente y de la mariguana como reintegración de las percepciones, la "democratización" del sexo con la pérdida consiguiente de sus prestigios subterráneos y, quizá lo central, la presentación en sociedad literaria de un habla urbana, vertiginosa por definición, alivianada, "gruesa", que depende para su comprensión cabal del acento y del ademán, y para su ubicación del fin del terrorismo de las academias de la lengua.
A fines de los sesentas se inicia la materialización cultural de la existencia de los marginados: parias urbanos, subempleados y desempleados, homosexuales, prostitutas, barrios y colonias populares. Ya se filtraban en alguna medida pero marcados por la prédica moralista o por el gozoso folclor del cine. Esta vez no solicitan filantropías espirituales, y prodigan atmósferas brutales —a veces, tristemente realistas— donde se recrea la violencia que es la matriz urbana (Ejemplo drástico: Pu de Armando Ramírez) o donde se narran los seres y las situaciones antes sólo descritas por el linchamiento moral o el perdón postumo (Novela de la voz de los gay: El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata y Las púberes caneforas de José Joaquín Blanco).
En este panorama, el cuento, arrinconado largo tiempo por las convenciones sociales y el éxito de la novela, establece su sitio y reclama su público. Ha ganado dos batallas fundamentales: la libre expresión y la diversidad estilística, y mantiene una última e irreductible regla de juego. A la pregunta clásica: "¿Qué es la moral?", muchos responden como Gide: "Una dependencia de la estética", y otros añadirán: "y una función de la voluntad democrática". Lo que no es contradictorio sino complementario.

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