«La Semana», «Memorias de un anfibio» y «La Libélula», son, en
orden de aparición cronológica, las novelas de René Peguero Rodríguez bajo el
sello de Editorial Santuario. No las leí en ese orden, por suerte. Primero me
dejé seducir por el vértigo inquietante de «La Libélula», luego me atrapó el
suspenso misterioso de «La Semana». Después, llegó el divertimento, decanté la
tensión y alcancé el relax con las desenfadadas, jocosas y bizarras historias
de «Memorias de un anfibio».
Para que tengan una idea de lo que tratan (los que se han
perdido hasta ahora el placer de su lectura) diré que:
«La Semana» es la crónica del intenso romance relámpago
protagonizado por Matilde, una educada y sensible joven “dominicanyork” (que,
tras 27 años de ausencia, viene a Santo Domingo a visitar a su abuela), y
Gagarin, un arquitecto culto y bohemio, que bien podría ser el partido ideal,
si no fuera por el pequeño detalle de que está al borde de la muerte. Esta
historia, plasmada en el transcurrir de siete días, que en algo hace evocar la
leyenda urbana de la reina de belleza Alicia Quírico y el escritor Freddy
Miller Otero, es envolvente. Coreografiada al compás de las exquisitas piezas
musicales insertas en el texto, con la lluvia impenitente que arropa la ciudad
moderna y colonial como principal decorado, se proyecta desde el claroscuro de
un trasfondo de misterio, tejido como un velo de espíritu barroco. El suspenso
que tensa al lector, más que sobrecoger, cautiva. Los personajes son apacibles
(hasta los muertos son amables) y simbólicos de la idiosincrasia particular que
representan: la abuela, el primo bodeguero, la doméstica. En la figura de la
abuela, aflora desde el pasado la doña banileja, devota de la Virgen de Regla,
que camina por la tarde hacia la iglesia, ataviada con falda negra y blusa
blanca o medio luto, tras haber pasado la jornada batiendo pailas de dulce que
le perfuman el alma de vainilla y flores de cajuil.
«Memorias de un anfibio» es la historia de un sobreviviente.
Recrea, en las peripecias y sinsabores de El Peje (más bien, como anfibio,
peje-maco o maco-peje) la vida del estudiante universitario que pasa las mil y
una, viviendo en pensiones, mal alimentándose en el comedor universitario,
reuniendo entre los compañeros lo del pasaje, mientras precariamente va
construyendo un desajustado proyecto de vida. El Peje, es un mutante, un tipo
con suerte que, en el ambiente extrauniversitario, a expensas de los recursos
de amigos, ayudado por los símbolos de status que le proporcionan parientes
remesadores y por la generosa dotación fálica con que lo ha provisto la
naturaleza logra vivir la vida como un auténtico tíguere bimbín. En la
descripción de sus aventuras con mujeres de diferentes tipos, edades y
condiciones, dicho personaje exuda la perversión misógina del macho criollo que
disfruta el sexo salvaje y desenfrenado al tiempo que lo proscribe, desde la
óptica de su doble moral, como ejercicio de cueros y putas. El Peje, aplica la
filosofía de Kalimán a todas las situaciones existenciales, mientras las
reminiscencias de la Lucha Libre de Jack Veneno —El campeón de la bolita del
mundo— acentúan la explicación de su cotidianidad. Estas dos series marcadoras
(cuyos héroes-protagonistas encarnan valores y asumen la eterna lucha del bien
contra el mal, entronizando en sus seguidores un imaginario contrapuesto a la
degradada realidad sociopolítica de la época en la que se hicieron populares)
gravitan permanentemente en la conciencia de El Peje con la misma grandeza
nostálgica con la que permanecen en el recuerdo de varias generaciones. La
novela «Memorias de un anfibio», de 194 páginas y siete capítulos tiene la
virtud de que cada uno de estos es un relato completo por sí mismo.
«La Libélula» es el monólogo en que María de los Milagros
Ramírez, alias Yuleidis Elizabeth Rojas Rivera, alias La Libélula, cuenta los
sórdidos azares a que sometió su vida el accidentado proceso de emigración de
su familia hacia Nueva York —la ciudad monstruo que engulle los sueños y las
ilusiones— entrelazando con su historia las de otros personajes de igual signo
trágico. Es la más intensa de las tres novelas y la de factura más
dramática. En 59 páginas se condensa el
dolor de una vida opacada por la pérdida de la esperanza, donde la redención es
una meta inalcanzable, una consciencia perdida. Pero no es una historia
lacrimógena, sino una fina daga que apuñala al lector en cada página, mientras
lo lleva a la piedra de sacrificio que es la comprensión del drama humano de la
migración.
Los tres libros son de lectura fácil, amena, entretenida y muy
vivencial. Dejarse atrapar por los relatos de René Peguero es toda una
experiencia lectora, porque construir sus historias, recomponerlas desde la
aparente simpleza de la realidad cotidiana y más inmediata, requiere destrezas
escriturales que René Peguero domina con artes de prestidigitador, para
conseguir del lector la fascinación del hechizado. Su escritura transita entre
la crónica y el homenaje a los símbolos de su generación, a sus raíces, a los
múltiples cordones umbilicales plantados en las patrias (chicas y grande) que
reconstruye y rememora. Aunque son historias personales, en sus relatos
subyace, a través de referencias directas, la situación político-social y
económica en que se enmarcan, porque su fantasía tiene el arraigo mítico de la
realidad tercermundista y caribeña que nos apabulla.
Hay varios elementos
permanentes en los universos de René Peguero:
•Sus provincias ancestrales: Santiago y Peravia. Los pueblos de Arenoso/ «La Arenisca» y Baní emergen como columnas dóricas que sostienen el entramado de su seductora narrativa. (Santiago aparece más reducido, mucho más amplio el espectro de Baní).
•La música, es otro eje que
atraviesa su ejercicio escritural, dando cuenta de la dilatada cultura del
autor que, al mismo tiempo, puede ejercer una influencia pedagógica en el
lector. Siempre de la mano con referencias literarias, hay un inusitado y enriquecedor
despliegue de alusiones a piezas musicales de diversos géneros y épocas, tanto
clásicas como populares. El merengue de los 80 es particularmente enfatizado en
«Memorias de un anfibio», igual que la música disco. Incluso algún capítulo
parece inspirado en aquella pieza famosa que ofendió a Oscar de la Renta,
llamada «Los diseñadores» interpretada por la orquesta «Dioni Fernández y El
Equipo». En el último capítulo de esa misma novela, titulado "La Vieja",
es imposible no recordar a Silvio Rodríguez interpretando “Cierta historia de
amor”. El bolero, el son, el tango, la nueva trova, el carabiné, la música
clásica, especialmente la ópera, se intercalan elegantemente en La Semana.
Mientras que el pop, el rock, el jazz y sus cultores aparecen repetidamente, en
«La Libélula». Sus escritos son boccato di cardinale para melómanos.
•El aspecto metafísico, de
personajes y situaciones, aparece consistentemente. Los protagonistas y algunos
caracteres secundarios tienen poderes sobrenaturales, dominan las artes de
adivinación o son presa de presentimientos y premoniciones. Este elemento
funciona como herramienta que permite exponer el acentuado matiz mágico
religioso que, fruto del sincretismo, signa la vida del dominicano.
•La arquitectura. En sus
textos, definitivamente, el autor hace homenaje a su carrera. El coprotagonista
de «La Semana» es arquitecto y el personaje principal de Memorias de un Anfibio
es un estudiante de la disciplina. En «La Libélula», un arquitecto es la figura
central de uno de los dramas secundarios.
•El lenguaje. Es común a las
tres novelas el uso del lenguaje coloquial, que en ocasiones bordea lo soez,
pero que recoge fielmente los giros epocales y situacionales e incorpora
expresiones del inglés o del Spanglish de la diáspora. La particular dinámica
del uso de este lenguaje en «Memorias de un Anfibio», remite (aunque es de
menor intensidad) al manejo léxico de Rita Indiana Hernández en «La Estrategia
de Chochueca». En los tres textos se rescata pues el hablar del dominicano o el
español dominicano, para la literatura.
•La migración (en particular a
EUA). Por encima de todo, el discurso narrativo de René Peguero es la puesta en
escena de los matices más desgarradores del drama de la migración. El dibujo
del impacto personal, familiar y social de ese proceso desmembrador, de
amputación de los elementos conformantes del Ser: parientes, amigos, bienes,
paisajes, valores, cultura, recuerdos. Es el delineamiento de esa marca
rompedora, vertigante del dolor. La descripción del desprendimiento que empuja
a “dejar de ser” buscando “ser”, que obliga a “dejar de tener” buscando
“tener”, del “estoy aquí pero no soy yo”. La recreación del duelo permanente,
de la negación del fracaso, de la muerte física y la del espíritu, del alma
estrujada por las ausencias irreparables, del “viernes de dolores que es toda
la semana”, del viacrucis de los años “haciendo los papeles”. Del fardo con su
“ñapa” de todas las penurias; aunque “se triunfe”, aunque a uno “le salgan los
papeles” y “le vaya bien” porque de una manera o de otra… en ese negocio siempre
se pierde.
Aunque su iconografía literaria abarca desde los 70 a los 90,
leer a René Peguero Rodríguez es aspirar a grandes bocanadas la atmósfera de
los 80, envolverse en su nostalgia y rescatar, al menos algunos de sus
componentes, del estigma de década perdida. Es hacer un recorrido delirante por
los lugares de diversión más icónicos de la capital, Santiago y otros pueblos
del interior, es recrear el weekend veraniego típico de aquella jevitada
híbrida, de locales y vacacionistas, que transitaba desde el espíritu de la
postrevolución a la modernidad, a expensas del consumismo y la
transculturación. Sin embargo, habitada todavía, una buena parte de ella, por
el más puro idealismo.
Es rememorar la UASD y aquella pléyade de “combativos y
revolucionarios compañeros” a los que el ejercicio del poder o el simple
aburguesamiento, les torcieron principios e ideales. Es pasar un aguacero en el
Drake’s pub original, bajo el ácido olor de los joints encendidos al resguardo
de los muros traseros. Es pedir el descorche de una botella en el mostrador de
Omar Khayyam o temblar escuchando un aria. Es alcanzar el sueño con el murmullo
modulado de la voz de Luis Ramón de los Santos, llenando la noche de canciones
y recuerdos o despertar de una resaca de sábado con la estridencia de aquél “Le
sacó chispa” del legendario Silvio Paulino. Es una degustación intensa de
sabores criollos y foráneos, es sentir una amalgama caleidoscópica de ritmos en
la piel y el corazón.
Pero leerlo es también, y sobre todo, recorrer un domingo la
carretera desde Salinas a Baní, saturada de jeepetas de última generación, de
carros deportivos que quitan el aliento, de motocicletas de alto cilindraje,
sobre las que lucen sus caderas de potrancas jóvenes las hermosas banilejas de
melenas al viento y outfits de pasarela. Es ser testigo del flow “bostoniano”
de jevitos y viejevos en El Potro, El León Rojo, La Fama, Tequila Drink o El
Pájaro Herido y saber… Saber, dolorosamente, el verdadero significado de toda
esa engañosa parafernalia.
Grisel Lerebours
julio de 2016.
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