Jacques Roumain, intelectual haitiano, poeta y novelista. Autor, entre otras obras de : Los gobernantes del rocío |
En 1942 (septiembre) estaba yo en Haití. Había ido a entregar al presidente Lescot, entonces en una posición progresista que no presagiaba la que anunció después, una bandera nuestra enviada por el Frente Antifacista de Cuba al gobernante haitiano, en prenda de simpatía y amistad. Dos años antes, tal vez un poco más, pasó por La Habana Jacques Roumain. El gran poeta y hombre de ciencia, muerto casi repentinamente muy joven todavía, en 1944, dejó aquí una viva estela de buena voluntad y cariño hacia su patria, Haití, de la que muchos no conocíamos más que dos o tres figuras, las de mayor bulto en la historia de la isla: el precursos Toussaint, claro, pero más Cristóbal, el rey; Rigaud tal vez, pero sin duda Dessalines, el emperador. Roumain nos enseñó de viva voz, en reuniones con intelectuales y en charlas entre amigos, la entraña sangrante de su tierra natal, su heroísmo y fatalidad, desde la noche sagrada de Bois de Caiman, a lo largo de más de un siglo de convulsa y problemática independencia. El paso de Roumain por Cuba mucho tuvo que ver con mi viaje.
Lescot me recibió muy bien, en un acto en palacio, con la guardia nacional en formación y la fanfarria del ejército y buen golpe de personalidades oficiales, todas muy "comunistas" entonces, y todas, o casi todas, represivas y reaccionarias a más no poder cuando la Embajada yanqui mudó el decorado -lo hizo mudar- con un par de gritos a Lescot y sus adláteres. Por su parte Roumain me puso en contacto con algo que era mucho más interesante que el mundo oficial; la juventud progresista haitiana, el pueblo negro de aldeas y ciudades, las familias burquesas, mulatas, en las que el autor de Gouverneurs de la Rosée tenía gran influjo y ascendencia.
Naturalmente tal recibimiento hizo que el visitante cubano gozara pronto de más de una franquicia popular y que se le viera con simpatía y curiosidad. Lo grave fue que la resonancia de mi mansión en Haití (la cual abarcó cerca de dos meses) llegó hasta la vecina República de Santo Domingo, entonces bajo el férreo dominio de Trujillo. Una mañana, pues, madame Rouzier, la propietaria de la muy simpática casa de huéspedes en que fui alojado por Roumain -una casa fresca, familiar, frente al Champ de Mars- me transmitió, ni sin inquietud, la noticia de que tenía visita: nada menos que la del embajador dominicano en Port-au-Prince. Éste me acogió con vivas demostraciones de júbilo cuando me vio aparecer en la sala de la pensión. ¡Pero si yo estaba igual que en México, en el 37! ¡Pero qué suerte, estando tan cerca! Me dijo su nombre, Ramón Rodríguez, me parece, que no me trajo ningún recuerdo de México ni de ninguna parte. Aquel entusiasmo y alegría eran parte sin duda del show diplomático del embajador trujillista para plantearme, como me planteó la "necesidad de que yo me diera un salto a la vecina república. Los estudiantes me llamaban; las fuerzas más avanzadas del país, ocultas y todo, recibirían una inyección de esperanza en cuanto me oyeran recitar el "Negro bembón"; el pueblo, en fin, iba a encontrar en cada verso de mis poemas una razón clara y definida para iniciar la rebeldía masiva contra el déspota... ¡Qué misión tan hermosa para un poeta" Sobre todo, ¡qué responsabilidad ante la historia si yo no aceptaba!
Como el emisario no viera en mí ningún entusiasmo por aquel viaje, al que me negué en redondo, me habló de esta manera:
-Mire, yo sé lo que a usted le pasa. Usted teme sin duda que el gobierno dominicano lo haga víctima de alguna represalia. Se sabe, por supuesto, que usted ha atacado al Benefactor. Pero éste lo perdonó a usted hace rato. Viera usted el clima de paz, de democracia, de justicia que reina en el país. Mire, yo traigo instrucciones muy concretas para ofrecerle toda clase de garantías. Termina usted su estancia acá, y al regreso, como el avión pasa por la capital, se queda usted en ella. ¡Verá usted qué recibimiento! Esto de Haití será un bautizo de aldea en comparación con lo que a usted le espera allá.
Yo lo miraba sonriente, aguardando que aquella catarata cesara.
Al fin le pregunté:
-¿Está usted seguro de que nada desagradable debo temer en su patria?
-Segurísimo. Ya le he dicho que hay órdenes expresas de respetarlo.
-Muy bien, querido amigo. ¿Y qué hago si Trujillo me condecora? Porque no sé dónde iba yo a meter la cara después que su presidente me pusiera en el pecho la cruz de Juan Pablo Duarte, por ejemplo, y me diera un abrazo y me soltara como perro con lata a corretear por el mundo...
El diplomático comprendió. Lejos de ofenderse lanzó una carcajada. Era un cínico. Yo me puse en pie, con lo que le di a entender que la visita había terminado. Ramón Rodríguez... ¿Qué se habrá hecho? Debe estar con Balaguer.
Nicolás Guillén / Prosa de prisa. Granma, 8-VIII-1966.
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