A sugerencia de Almánzar Botello. No soy muy dada a los anglosajones, pero quiero conocer todo lo que pueda mientras viva
Uno se pregunta sin remedio qué sería entre nosotros de un poeta como John Ashbery (Rochester, Nueva York, 1927) si no viniera avalado por el poder cultural estadounidense y todas las secuelas de valoraciones institucionales que ese poder acarrea: crítica influyente, canonización universitaria, premios de postín, etcétera. Y también uno se pregunta sin remedio por qué razones unos poetas alcanzan esa notoriedad y ese relieve y otros no. ¿Por qué Ashbery va a tener más caché que poetas de su misma época como Mark Strand o Charles Wright -ambos publicados en España por Pre-Textos- si estos últimos son infinitamente más atractivos e interesantes? Algunos se hacen con un puesto y viven de esa renta para siempre. Es el caso de Ashbery aunque también es verdad que se trata de una figura controvertida, venerado por unos y claramente vilipendiado por otros. Esa trinchera se da también entre nosotros: unos se ponen a su vera para escribir posmodernidades más o menos pretenciosas e insulsas y otros nos situamos a una distancia kilométrica que apenas consigue disimular desdén cuando no simple indiferencia.
Pero, al menos para quien esto escribe, hay un problema. Ashbery escribió, cuando se acercaba a la cincuentena, un largo poema -Autorretrato en espejo convexo- que fue y es sin duda un extraordinario poema. No podemos imaginarnos de qué fábrica salió semejante pieza porque -que sepamos- su autor no ha incurrido ni de lejos en nada semejante en los muchos libros que ha publicado desde entonces (1975). En el mismo libro de título homónimo que ahora se traduce ya se da esa contradicción interna. Por un lado, los típicos poemas de Ashbery basados en la dislocación del sentido, en las anécdotas fracturadas, en la ausencia de cualquier clase de desarrollo más o menos unitario. Sí, de vez en cuando, un ramalazo descriptivo muy atractivo, una impresión sujetada casi a regañadientes, un pálpito de unidad abandonada enseguida e, incluso, un atisbo de reflexión intrigante y llamativa que denota una buena cabeza pensante. Pero, en total, predomina la sensación de caos controlado y el ejercicio posmoderno de asimilar con cautela y distancia e ironía algunas de las claves de las roturas vanguardistas o, para ser más exactos, modernistas, tal como usan este término los angloamericanos (en un sentido más amplio que el que denota en castellano vanguardismo).
De hecho, a Ashbery se le ve
el plumero a distancia de las influencias de Eliot y Stevens y de cierta clase de irracionalismo puesto al día. De Eliot toma la idea de la fractura temática entreverada de anécdotas realistas y de reflexiones punzantes, además del regodeo en las citas disueltas en el discurso como si tal cosa (eruditos, a cazar esas liebres
...). De Stevens, la abstracción pensante pero sin la sensualidad arrobada que define su más grande poesía -¡ay, Wordsworth y Keats y hasta Shelley, qué le vamos a hacer!-, y del surrealismo, la idea de la incoherencia sistemática, apuntalada por ocasionales irracionalismos absolutos, propios de la viejísima idea de la escritura automática. Y lo más curioso del caso es que este sistema poético se mantiene intacto tanto en aquel libro del año 1975 como en este Secretos chinos, del cercano 2002. Prácticamente ninguna distancia entre los dos o quizá más maestría en el manejo de los mismos mecanismos expresivos en Secretos chinos, además de la pérdida casi absoluta de las bellas captaciones descriptivas de las estaciones del año que le han debido parecer a Ashbery con el tiempo banales concesiones al espíritu figurativo, siempre conservador (parece decir). Y al mismo tiempo la misma desazón lectora, la misma irritación, la misma sensación constante de coitus interruptus: cuando parece que viene lo mejor -ese pensamiento que asoma y anuncia dianas certeras sobre lo que somos o dejamos de ser-, zas, a otra cosa, mariposa, vuelta a la normalidad insustancial, a la fractura narrativa, al anecdotario sin pies ni cabeza, a cierta sensación irreprimible de pedantería hiperculta que mira de reojo a los collages más sofisticados y esnobs (¡oh, oh, oh...!).
Pero, volviendo al comienzo
de este comentario, sí que hay una diferencia entre los dos libros, además de la que marcan los respectivos editores en sus prólogos -Dámaso López, comedido y certero; Heffernan, posmoderno y volatinero-; y esa diferencia la marca la existencia del citado gran poema Autorretrato en espejo convexo, cima de la poesía de herencia posromántica, alianza perfecta de la celebración contenida y la reflexión austera, una invitación a acercarse tanto al misterio del arte como al de la vida, los dos entrelazados inextricablemente, con soberbios márgenes de roce e interacción entre los dos ámbitos, el del cuadro que no deja de ejercer fascinación sobre quien habla en el poema y el de la vida diaria que se inmiscuye maravillosamente bien en ese ámbito de artificialidades perfectas que, sin embargo, no pueden ser una residencia definitiva para nadie (nada, ni siquiera el arte, es definitivo). "Éste pudo haber sido nuestro paraíso: un refugio / exótico en un mundo agotado...
". Así, más o menos, hemos vivido muchos la realidad del arte en un mundo que nos podía parecer agotado, exhausto o, sencillamente, inhóspito y hostil. La conformidad lectora produce la felicidad artística. He aquí un poema logrado. Pero el resto de la poesía de Ashbery
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http://cyber.law.harvard.edu/blogs/gems/ion/20040417elpbab23.pdf
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