Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe* Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, la fantasía es "una facultad que tiene el ánimo de reproducir por medio de imágenes". Es difícil concebir una definición más pobre y confusa que esa primera acepción. En su segunda acepción dice que es una "ficción, cuento o novela, o pensamiento elevado o ingenioso", lo cual no hace sino infundir mayor desconcierto en el ya creado por la definición inicial. De la palabra imaginación, el mismo diccionario dice que es "aprensión falsa de una cosa que no hay en la realidad o no tiene fundamento". Por su parte, don Joan Corominas, ese gran detective de las palabras castellanas -cuya lengua materna no era por cierto el castellano sino el catalán- estableció que la fantasía e imaginación tienen el mismo origen, y que en última instancia puede decirse sin mucho esfuerzo que son la misma cosa. Uno de mis mayores defectos intelectuales es que nunca he logrado entender lo que quieren decir los diccionarios y menos que cualquier otro el terrible esperpento represivo de la Academia de la Lengua. Por una vez que he tenido curiosidad de volver a él, para establecer las diferencias entre fantasía e imaginación, me encuentro con la desgracia de que sus definiciones no sólo son muy poco comprensibles, sino que además están al revés. Quiero decir que, según yo entiendo, la fantasía es la que no tiene nada que ver con la realidad del mundo en que vivimos: es una pura invención fantástica, un infundio, y por cierto, de un gusto poco recomendable en las bellas artes, como muy bien lo entendió el que puso el nombre al chaleco de fantasía. Por muy fantástica que sea la concepción de que un hombre amanezca convertido en un gigantesco insecto, a nadie se le ocurriría decir que la fantasía sea la virtud creativa de Franz Kafka, y en cambio no cabe duda de que fue el recurso primordial de Walt Disney. Por el contrario, y al revés de lo que dice el diccionario, pienso que la imaginación es una facultad especial que tienen los artistas para crear una realidad nueva a partir de la realidad en que viven. Que, por lo demás, es la única creación artística que me parece válida. Hablemos, pues, de la imaginación en la creación artística en América Latina, y dejemos la fantasía para uso exclusivo de los malos gobiernos.
I. Es difícil el problema de que nos crean
En América Latina y el Caribe, los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez su problema ha sido el contrario: hacer creíble su realidad. Siempre fue así desde nuestros orígenes históricos, hasta el punto de que no hay en nuestra literatura escritores menos creíbles y al mismo tiempo más apegados a la realidad que nuestros cronistas de Indias. También ellos -para decirlo con un lugar común irremplazable- se encontraron con que la realidad iba más lejos que la imaginación. El diario de Cristóbal Colón es la pieza más antigua de esa literatura. Empezando porque no se sabe a ciencia cierta si el texto existió en la realidad, puesto que la versión que conocemos fue transcrita por el padre Las Casas de unos originales que dijo haber conocido. En todo caso, esa versión es apenas un reflejo infiel de los asombrosos recursos de imaginación a que tuvo que apelar Cristóbal Colón para que los reyes católicos le creyeran la grandeza de sus descubrimientos. Colón dice que las gentes que salieron a recibirlo el 12 de octubre de 1492 "estaban como sus madres los parieron". Otros cronistas coinciden con él en que los caribes, como era natural en un trópico todavía a salvo de la moral cristiana, andaban desnudos. Sin embargo, los ejemplares escogidos que llevó Colón al palacio real de Barcelona estaban ataviados con hojas de palmeras pintadas y plumas y collares de dientes y garras de animales raros. La explicación parece simple: el primer viaje de Colón, al revés de sus sueños, fue un desastre económico. Apenas si encontró el oro prometido, perdió la mayor parte de sus naves, y no pudo llevar de regreso ninguna prueba tangible del valor enorme de sus descubrimientos, ni nada que justificara los gastos de su aventura y la conveniencia de continuarla. Vestir a sus cautivos como lo hizo fue un truco convincente de publicidad. El simple testimonio oral no hubiera bastado, un siglo después de que Marco Polo había regresado de China con realidades tan novedosas e inequívocas como los espaguetis y los gusanos de seda, y como lo habían sido la pólvora y la brújula. Toda nuestra historia, desde el descubrimiento, se ha distinguido por la dificultad de hacerla creer. Uno de mis libros favoritos de siempre ha sido El primer viaje en torno del globo del italiano Antonio Pigafetta, que acompañó a Magallanes en su expedición alrededor del mundo. Pigafetta dice que vio en el Brasil unos pájaros que no tenían colas, otros que no hacían nidos porque no tenían patas, pero cuyas hembras ponían y empollaban sus huevos en la espalda del macho y en medio del mar, y otros que sólo se alimentaban de los excrementos de sus semejantes. Dice que vio cerdos con el ombligo en la espalda y unos pájaros grandes cuyos picos parecían una cuchara, pero carecían de lengua. También habló de un animal que tenía cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y cola y relincho de caballo. Fue Pigafetta quien contó la historia de cómo encontraron al primer gigante de la Patagonia, y de cómo éste se desmayó cuando vio su propia cara reflejada en un espejo que le pusieron enfrente
II. Las aventuras de los que creyeron
La leyenda del Dorado es sin duda la más bella, la más extraña y decisiva de nuestra historia. Buscando ese territorio fantástico, Gonzalo Jiménez de Quesada conquistó casi la mitad del territorio de lo que hoy es Colombia, y Francisco de Orellana descubrió el río Amazonas. Pero lo más fantástico es que lo descubrió al derecho -es decir, navegando de las cabeceras hasta la desembocadura-, que es el sentido contrario en que se descubren los ríos. El Dorado, como el tesoro de Cuauhtémoc, siguió siendo un enigma para siempre. Como lo siguieron siendo las once mil llamas cargadas cada una con cien libras de oro, que fueron despachadas desde el Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa, y que nunca llegaron a su destino. La realidad fue otra vez más lejos hace menos de un siglo, cuando una misión alemana encargada de elaborar el proyecto de construcción de un ferrocarril trans-oceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable, pero con una condición: que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal muy difícil de conseguir en la región, sino que se hicieran de oro. Tanta credulidad de los conquistadores sólo era comprensible después de la fiebre metafísica de la Edad Media, y del delirio literario de las novelas de caballería. Sólo así se explica la desmesurada aventura de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que necesitó ocho años para llegar desde España a México a través de todo lo que hoy es el sur de los Estados Unidos, en una expedición cuyos miembros se comieron unos a otros, hasta que sólo quedaron cinco de los 600 originales. El incentivo de Cabeza de Vaca, al parecer, no era la búsqueda del Dorado, sino algo más noble y poético: la fuente de la eterna juventud. Acostumbrado a unas novelas donde había ungüentos para pegarles las cabezas cortadas a los caballos, Gonzalo Pizarro no podía dudar cuando le contaron en Quito, en el siglo XVI, que muy cerca de allí había un reino con tres mil artesanos dedicados a fabricar muebles de oro, y en cuyo palacio real había una escalera de oro macizo, y estaba custodiado por leones con cadenas de oro. ¡Leones en los Andes! A Balboa le contaron un cuento semejante en Santa María del Darién, y descubrió el Océano Pacífico. Gonzalo Pizarro no descubrió nada especial, pero el tamaño de su credulidad puede medirse por la expedición que armó para buscar el reino inverosímil: 300 españoles, 4000 indios, 150 caballos y más de mil perros amaestrados en la caza de seres humanos.
III. Una realidad que no cabe en el idioma
Un problema muy serio que nuestra realidad desmesurada plantea a la literatura, es el de la insuficiencia de palabras. Cuando nosotros hablamos de un río, lo más lejos que puede llegar un lector europeo es a imaginarse algo tan grande como el Danubio, que tiene 2,790 km. Es difícil que se imagine si no se le describe, la realidad del Amazonas, que tiene 5,500 km. de longitud. Frente a Belén del Pará no se alcanza a ver la otra orilla, y es más ancho que el mar Báltico. Cuando nosotros escribimos la palabra tempestad, los europeos piensan en relámpagos y truenos, pero no es fácil que estén concibiendo el mismo fenómeno que nosotros queremos representar. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la palabra lluvia. En la cordillera de los Andes, según la descripción que hizo para los franceses otro francés llamado Javier Marimier, hay tempestades que pueden durar hasta cinco meses. "Quienes no hayan visto esas tormentas -dice- no podrán formarse una idea de la violencia con que se desarrollan. Durante horas enteras los relámpagos se suceden rápidamente a manera de cascadas de sangre y la atmósfera tiembla bajo la sacudida continua de los truenos, cuyos estampidos repercuten en la inmensidad de la montaña". La descripción está muy lejos de ser una obra maestra, pero bastaría para estremecer de horror al europeo menos crédulo. De modo que sería necesario crear todo un sistema de palabras nuevas para el tamaño de nuestra realidad. Los ejemplos de esa necesidad son interminables. F.W. Up de Graff, un explorador holandés que recorrió el alto Amazonas a principios de siglo, dice que encontró un arroyo de agua hirviendo donde se hacían huevos duros en cinco minutos, y que había pasado por una región donde no se podía hablar en voz alta porque se desataban aguaceros torrenciales. En algún lugar de la costa de Colombia yo vi a un hombre rezar una oración secreta frente a una vaca que tenía gusanos en la oreja, y vi caer los gusanos muertos mientras transcurría la oración. Aquel hombre aseguraba que podía hacer la misma cura a distancia, siempre que le hicieran la descripción del animal y le indicaran el lugar en que se encontraba. El 8 de mayo de 1902, el volcán Mont Pelé, en la isla Martinica, destruyó en pocos minutos el puerto Saint Pierre y mató y sepultó en lava a la totalidad de sus 30.000 habitantes. Salvo uno: Ludger Sylvaris, el único preso de la población, que fue protegido por la estructura invulnerable de la celda individual que le habían construido para que no pudiera escapar. Sólo en México habría que escribir muchos volúmenes para expresar su realidad increíble. Después de casi 20 años de estar aquí, yo podría pasar todavía horas enteras, como lo he hecho tantas veces, contemplando una vasija de frijoles saltarines. Racionalistas benévolos me han explicado que su movilidad se debe a una larva viva que tienen dentro, pero la explicación me parece pobre: lo maravilloso no es que los frijoles se muevan porque tengan larva dentro, sino que tengan una larva dentro para que puedan moverse. Otra de las extrañas experiencias de mi vida fue mi primer encuentro con el ajolote (axólotl). Julio Cortázar cuenta, en uno de sus relatos, que conoció el ajolote en el Jardín des Plantes de París, un día en que quiso ver los leones. Al pasar frente a los acuarios -cuenta Cortázar- "soslayé los peces vulgares hasta dar de pronto con el axólotl". Y concluye: "Me quedé mirándoles por una hora, y salí, incapaz de otra cosa". A mí me sucedió lo mismo, en Pátzcuaro, sólo que no lo contemplé por una hora sino por una tarde entera, y volví varias veces. Pero había allí algo que me impresionó más que el animal mismo, y era el letrero clavado en la puerta de la casa: "Se vende jarabe de Ajolote".
IV. El Caribe: centro de gravedad de lo increíble
Esa realidad increíble alcanza su densidad máxima en el Caribe, que, en rigor, se extiende (por el norte) hasta el sur de los Estados Unidos, y por el sur hasta el Brasil. No se piense que es un delirio expansionista. No: es que el Caribe no es sólo un área geográfica, como por supuesto lo creen los geógrafos, sino un área cultural muy homogénea. En el Caribe, a los elementos originales de las creencias primarias y concepciones mágicas anteriores al descubrimiento se sumó la profusa variedad de culturas que confluyeron en los años siguientes en un sincretismo mágico cuyo interés artístico y cuya propia fecundidad artística son inagotables. La contribución africana fue forzosa e indignante, pero afortunada. En esa encrucijada del mundo, se forjó un sentido de libertad sin término, una realidad sin Dios ni ley, donde cada quien sintió que le era posible hacer lo que quería sin límites de ninguna clase: y los bandoleros amanecían convertidos en reyes, los prófugos en almirantes, las prostitutas en gobernadoras. Y también lo contrario. Yo nací y crecí en el Caribe. Lo conozco país por país, isla por isla, y tal vez de allí provenga mi frustración de que nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad. Lo más lejos que he podido llegar es a trasponerla con recursos poéticos, pero no hay una sola línea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real. Una de esas trasposiciones es el estigma de la cola de cerdo que tanto inquietaba a la estirpe de los Buendía en Cien años de soledad. Yo hubiera podido recurrir a otra imagen cualquiera, pero pensé que el temor al nacimiento de un hijo con cola de cerdo era la que menos probabilidades tenía de coincidir con la realidad. Sin embargo, tan pronto como la novela empezó a ser conocida, surgieron en distintos lugares de las Américas las confesiones de hombres y mujeres que tenían algo semejante a una cola de cerdo. En Barranquilla, un joven se mostró en los periódicos: había nacido y crecido con aquella cola, pero nunca lo había revelado, hasta que leyó Cien años de soledad. Su explicación era más asombrosa que su cola: "Nunca quise decir que la tenía porque me daba vergüenza", dijo. "Pero ahora, leyendo la novela y oyendo a la gente que la ha leído, me he dado cuenta de que es una cosa natural." Poco después, un lector me mandó el recorte de la foto de una niña de Seúl, capital de Corea del Sur, que nació con una cola de cerdo. Al contrario de lo que yo pensaba cuando escribí la novela, a la niña de Seúl le cortaron la cola y sobrevivió. Acompaño esa foto a esta ponencia, como homenaje a los racionalistas incrédulos que forman parte de la concurrencia. Sin embargo, mi experiencia de escritor más difícil fue la preparación de El otoño del patriarca. Durante casi 10 años leí todo lo que me fue posible sobre los dictadores de América Latina, y en especial del Caribe, con el propósito de que el libro que pensaba escribir se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país porque uno de sus enemigos, tratando de escapar del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, cerró a la república del Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Nuestro Antonio López de Santana enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasio Somoza García, padre del último dictador nicaragüense, tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimientos: en uno estaban encerradas las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban sus enemigos políticos. Maximiliano Hernández Martínez, de El Salvador, hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer para averiguar si no estaban envenenados. La estatua de Morazán que aún existe en Tegucigalpa es en realidad del mariscal Ney: la comisión oficial que viajó a Londres a buscarla, resolvió que era más barato comprar esa estatua olvidada en un depósito, que mandar a hacer una auténtica de Morazán. En síntesis, los escritores de América Latina y el Caribe tenemos que reconocer, con la mano en el corazón, que la realidad es mejor escritor que nosotros. Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea posible.
I. Es difícil el problema de que nos crean
En América Latina y el Caribe, los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez su problema ha sido el contrario: hacer creíble su realidad. Siempre fue así desde nuestros orígenes históricos, hasta el punto de que no hay en nuestra literatura escritores menos creíbles y al mismo tiempo más apegados a la realidad que nuestros cronistas de Indias. También ellos -para decirlo con un lugar común irremplazable- se encontraron con que la realidad iba más lejos que la imaginación. El diario de Cristóbal Colón es la pieza más antigua de esa literatura. Empezando porque no se sabe a ciencia cierta si el texto existió en la realidad, puesto que la versión que conocemos fue transcrita por el padre Las Casas de unos originales que dijo haber conocido. En todo caso, esa versión es apenas un reflejo infiel de los asombrosos recursos de imaginación a que tuvo que apelar Cristóbal Colón para que los reyes católicos le creyeran la grandeza de sus descubrimientos. Colón dice que las gentes que salieron a recibirlo el 12 de octubre de 1492 "estaban como sus madres los parieron". Otros cronistas coinciden con él en que los caribes, como era natural en un trópico todavía a salvo de la moral cristiana, andaban desnudos. Sin embargo, los ejemplares escogidos que llevó Colón al palacio real de Barcelona estaban ataviados con hojas de palmeras pintadas y plumas y collares de dientes y garras de animales raros. La explicación parece simple: el primer viaje de Colón, al revés de sus sueños, fue un desastre económico. Apenas si encontró el oro prometido, perdió la mayor parte de sus naves, y no pudo llevar de regreso ninguna prueba tangible del valor enorme de sus descubrimientos, ni nada que justificara los gastos de su aventura y la conveniencia de continuarla. Vestir a sus cautivos como lo hizo fue un truco convincente de publicidad. El simple testimonio oral no hubiera bastado, un siglo después de que Marco Polo había regresado de China con realidades tan novedosas e inequívocas como los espaguetis y los gusanos de seda, y como lo habían sido la pólvora y la brújula. Toda nuestra historia, desde el descubrimiento, se ha distinguido por la dificultad de hacerla creer. Uno de mis libros favoritos de siempre ha sido El primer viaje en torno del globo del italiano Antonio Pigafetta, que acompañó a Magallanes en su expedición alrededor del mundo. Pigafetta dice que vio en el Brasil unos pájaros que no tenían colas, otros que no hacían nidos porque no tenían patas, pero cuyas hembras ponían y empollaban sus huevos en la espalda del macho y en medio del mar, y otros que sólo se alimentaban de los excrementos de sus semejantes. Dice que vio cerdos con el ombligo en la espalda y unos pájaros grandes cuyos picos parecían una cuchara, pero carecían de lengua. También habló de un animal que tenía cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y cola y relincho de caballo. Fue Pigafetta quien contó la historia de cómo encontraron al primer gigante de la Patagonia, y de cómo éste se desmayó cuando vio su propia cara reflejada en un espejo que le pusieron enfrente
II. Las aventuras de los que creyeron
La leyenda del Dorado es sin duda la más bella, la más extraña y decisiva de nuestra historia. Buscando ese territorio fantástico, Gonzalo Jiménez de Quesada conquistó casi la mitad del territorio de lo que hoy es Colombia, y Francisco de Orellana descubrió el río Amazonas. Pero lo más fantástico es que lo descubrió al derecho -es decir, navegando de las cabeceras hasta la desembocadura-, que es el sentido contrario en que se descubren los ríos. El Dorado, como el tesoro de Cuauhtémoc, siguió siendo un enigma para siempre. Como lo siguieron siendo las once mil llamas cargadas cada una con cien libras de oro, que fueron despachadas desde el Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa, y que nunca llegaron a su destino. La realidad fue otra vez más lejos hace menos de un siglo, cuando una misión alemana encargada de elaborar el proyecto de construcción de un ferrocarril trans-oceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable, pero con una condición: que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal muy difícil de conseguir en la región, sino que se hicieran de oro. Tanta credulidad de los conquistadores sólo era comprensible después de la fiebre metafísica de la Edad Media, y del delirio literario de las novelas de caballería. Sólo así se explica la desmesurada aventura de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que necesitó ocho años para llegar desde España a México a través de todo lo que hoy es el sur de los Estados Unidos, en una expedición cuyos miembros se comieron unos a otros, hasta que sólo quedaron cinco de los 600 originales. El incentivo de Cabeza de Vaca, al parecer, no era la búsqueda del Dorado, sino algo más noble y poético: la fuente de la eterna juventud. Acostumbrado a unas novelas donde había ungüentos para pegarles las cabezas cortadas a los caballos, Gonzalo Pizarro no podía dudar cuando le contaron en Quito, en el siglo XVI, que muy cerca de allí había un reino con tres mil artesanos dedicados a fabricar muebles de oro, y en cuyo palacio real había una escalera de oro macizo, y estaba custodiado por leones con cadenas de oro. ¡Leones en los Andes! A Balboa le contaron un cuento semejante en Santa María del Darién, y descubrió el Océano Pacífico. Gonzalo Pizarro no descubrió nada especial, pero el tamaño de su credulidad puede medirse por la expedición que armó para buscar el reino inverosímil: 300 españoles, 4000 indios, 150 caballos y más de mil perros amaestrados en la caza de seres humanos.
III. Una realidad que no cabe en el idioma
Un problema muy serio que nuestra realidad desmesurada plantea a la literatura, es el de la insuficiencia de palabras. Cuando nosotros hablamos de un río, lo más lejos que puede llegar un lector europeo es a imaginarse algo tan grande como el Danubio, que tiene 2,790 km. Es difícil que se imagine si no se le describe, la realidad del Amazonas, que tiene 5,500 km. de longitud. Frente a Belén del Pará no se alcanza a ver la otra orilla, y es más ancho que el mar Báltico. Cuando nosotros escribimos la palabra tempestad, los europeos piensan en relámpagos y truenos, pero no es fácil que estén concibiendo el mismo fenómeno que nosotros queremos representar. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la palabra lluvia. En la cordillera de los Andes, según la descripción que hizo para los franceses otro francés llamado Javier Marimier, hay tempestades que pueden durar hasta cinco meses. "Quienes no hayan visto esas tormentas -dice- no podrán formarse una idea de la violencia con que se desarrollan. Durante horas enteras los relámpagos se suceden rápidamente a manera de cascadas de sangre y la atmósfera tiembla bajo la sacudida continua de los truenos, cuyos estampidos repercuten en la inmensidad de la montaña". La descripción está muy lejos de ser una obra maestra, pero bastaría para estremecer de horror al europeo menos crédulo. De modo que sería necesario crear todo un sistema de palabras nuevas para el tamaño de nuestra realidad. Los ejemplos de esa necesidad son interminables. F.W. Up de Graff, un explorador holandés que recorrió el alto Amazonas a principios de siglo, dice que encontró un arroyo de agua hirviendo donde se hacían huevos duros en cinco minutos, y que había pasado por una región donde no se podía hablar en voz alta porque se desataban aguaceros torrenciales. En algún lugar de la costa de Colombia yo vi a un hombre rezar una oración secreta frente a una vaca que tenía gusanos en la oreja, y vi caer los gusanos muertos mientras transcurría la oración. Aquel hombre aseguraba que podía hacer la misma cura a distancia, siempre que le hicieran la descripción del animal y le indicaran el lugar en que se encontraba. El 8 de mayo de 1902, el volcán Mont Pelé, en la isla Martinica, destruyó en pocos minutos el puerto Saint Pierre y mató y sepultó en lava a la totalidad de sus 30.000 habitantes. Salvo uno: Ludger Sylvaris, el único preso de la población, que fue protegido por la estructura invulnerable de la celda individual que le habían construido para que no pudiera escapar. Sólo en México habría que escribir muchos volúmenes para expresar su realidad increíble. Después de casi 20 años de estar aquí, yo podría pasar todavía horas enteras, como lo he hecho tantas veces, contemplando una vasija de frijoles saltarines. Racionalistas benévolos me han explicado que su movilidad se debe a una larva viva que tienen dentro, pero la explicación me parece pobre: lo maravilloso no es que los frijoles se muevan porque tengan larva dentro, sino que tengan una larva dentro para que puedan moverse. Otra de las extrañas experiencias de mi vida fue mi primer encuentro con el ajolote (axólotl). Julio Cortázar cuenta, en uno de sus relatos, que conoció el ajolote en el Jardín des Plantes de París, un día en que quiso ver los leones. Al pasar frente a los acuarios -cuenta Cortázar- "soslayé los peces vulgares hasta dar de pronto con el axólotl". Y concluye: "Me quedé mirándoles por una hora, y salí, incapaz de otra cosa". A mí me sucedió lo mismo, en Pátzcuaro, sólo que no lo contemplé por una hora sino por una tarde entera, y volví varias veces. Pero había allí algo que me impresionó más que el animal mismo, y era el letrero clavado en la puerta de la casa: "Se vende jarabe de Ajolote".
IV. El Caribe: centro de gravedad de lo increíble
Esa realidad increíble alcanza su densidad máxima en el Caribe, que, en rigor, se extiende (por el norte) hasta el sur de los Estados Unidos, y por el sur hasta el Brasil. No se piense que es un delirio expansionista. No: es que el Caribe no es sólo un área geográfica, como por supuesto lo creen los geógrafos, sino un área cultural muy homogénea. En el Caribe, a los elementos originales de las creencias primarias y concepciones mágicas anteriores al descubrimiento se sumó la profusa variedad de culturas que confluyeron en los años siguientes en un sincretismo mágico cuyo interés artístico y cuya propia fecundidad artística son inagotables. La contribución africana fue forzosa e indignante, pero afortunada. En esa encrucijada del mundo, se forjó un sentido de libertad sin término, una realidad sin Dios ni ley, donde cada quien sintió que le era posible hacer lo que quería sin límites de ninguna clase: y los bandoleros amanecían convertidos en reyes, los prófugos en almirantes, las prostitutas en gobernadoras. Y también lo contrario. Yo nací y crecí en el Caribe. Lo conozco país por país, isla por isla, y tal vez de allí provenga mi frustración de que nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad. Lo más lejos que he podido llegar es a trasponerla con recursos poéticos, pero no hay una sola línea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real. Una de esas trasposiciones es el estigma de la cola de cerdo que tanto inquietaba a la estirpe de los Buendía en Cien años de soledad. Yo hubiera podido recurrir a otra imagen cualquiera, pero pensé que el temor al nacimiento de un hijo con cola de cerdo era la que menos probabilidades tenía de coincidir con la realidad. Sin embargo, tan pronto como la novela empezó a ser conocida, surgieron en distintos lugares de las Américas las confesiones de hombres y mujeres que tenían algo semejante a una cola de cerdo. En Barranquilla, un joven se mostró en los periódicos: había nacido y crecido con aquella cola, pero nunca lo había revelado, hasta que leyó Cien años de soledad. Su explicación era más asombrosa que su cola: "Nunca quise decir que la tenía porque me daba vergüenza", dijo. "Pero ahora, leyendo la novela y oyendo a la gente que la ha leído, me he dado cuenta de que es una cosa natural." Poco después, un lector me mandó el recorte de la foto de una niña de Seúl, capital de Corea del Sur, que nació con una cola de cerdo. Al contrario de lo que yo pensaba cuando escribí la novela, a la niña de Seúl le cortaron la cola y sobrevivió. Acompaño esa foto a esta ponencia, como homenaje a los racionalistas incrédulos que forman parte de la concurrencia. Sin embargo, mi experiencia de escritor más difícil fue la preparación de El otoño del patriarca. Durante casi 10 años leí todo lo que me fue posible sobre los dictadores de América Latina, y en especial del Caribe, con el propósito de que el libro que pensaba escribir se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país porque uno de sus enemigos, tratando de escapar del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, cerró a la república del Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Nuestro Antonio López de Santana enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasio Somoza García, padre del último dictador nicaragüense, tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimientos: en uno estaban encerradas las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban sus enemigos políticos. Maximiliano Hernández Martínez, de El Salvador, hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer para averiguar si no estaban envenenados. La estatua de Morazán que aún existe en Tegucigalpa es en realidad del mariscal Ney: la comisión oficial que viajó a Londres a buscarla, resolvió que era más barato comprar esa estatua olvidada en un depósito, que mandar a hacer una auténtica de Morazán. En síntesis, los escritores de América Latina y el Caribe tenemos que reconocer, con la mano en el corazón, que la realidad es mejor escritor que nosotros. Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea posible.
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