Cuatro cirios blancos alumbraban su propio lloro blanco. En la última habitación, iba a la muerte.
Era toda blanco. Sus vestidos estaban preñados de suaves tiesuras, y ángulos y ondulaciones vaporosas, vacías, mortaja en blanco trajeada de blanco. El velo sagrado colgábale del pico en espumoso oleaje blanco que cubriera las laderas de sus sentidos y la falda de su cabellera, explayándose en el valle de la emoción —su pecho blanco. Su rostro, en quietud blanca, es el clímax de la emoción de la vida; muerte—.
Era todo blanco, la muerte.
Debajo de la muerte un pedazo blanco de hielo enfriaba la frialdad, también blanca.
El hielo. El hielo. ¡El hielo! Es mi obsesión blanca: la vida, la muerte. Consumiendo su vida gota a gota, lágrima a lágrima, que rodeaba por su tersa piel, suave, acompasadamente. Volvía a ser lo que había sido: agua. Plagio vulgar de la vida y la muerte.
¡Qué magnífica muerte la del hielo!
Extraño. Extraño. Pero verídico. Fui hielo y moría a cada lágrima mas, no dejaba de ser yo. Yo que moría en la actividad de todos mismas, no dejaba de ser yo. Yo que moría en la actividad de todos mis sentidos creadores. Yo. Yo. Yo. Y yo hasta la última gota yo; creando con todo mi vigor; vida; produciendo la frialdad para llegar a lo frío muerte; volviendo, volviendo a mí mismo: nada.
Yo amo a la muerte, a la muerte en blanco como la del hielo creadora con todos sus sentidos hasta el instante mismo en que se cruza con la vida.
©Freddy Gatón Arce
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