Y una oleada de pequeñas mariposas fue inundando el cielo de
la casa. Diminutas, saltarinas, viajeras que quizás buscaban su alborada en las
decenas de luces del árbol de Navidad. No sé si eran atraídas por los múltiples
colores con que brillaban o por la gran estrella roja que casi flotaba en su
cima. Todas las noches, cuando encendía el farol de la cocina, encontraba en el
techo a mis nuevas visitantes. Hasta que un día descubrí a una hermosa
mariposa, seguramente diseñada por un artista cósmico. Una mariposa de
Madagascar. Casi extintas, ¿cómo había llegado hasta aquí? ¿Qué querría decirme
con el hermoso misterio de su viaje? Me senté en silencio, deslumbrado,
buscando palabras hasta que entendí que esa clase de belleza no puede narrarse.
Sólo miraba cuando unas palabras, que no eran mías, empezaron a danzar en mi
mente:
—Estoy aquí para invitarte a un viaje cuyo destino eres tú.
No es un viaje a lo que deseas sino un viaje a lo que eres. Un viaje a tu
propia magia. No necesitarás aviones ni barcos, ni coches ni cohetes. Confía y
volarás hasta abrir la puerta del templo, el Sol sagrado que brilla en ti y que
no has descubierto a plenitud. Entonces algo maravilloso emanará de ti, y tu
belleza, distinta pero igual que la mía, tampoco podrá ser descrita. Sólo
sentida.
Aquella noche dormí el más profundo de los sueños. Soñé que
volaba sin cambiar de lugar, pero sí de naturaleza. Di gracias y cuando fui a
ver a mi hermosa mariposa, se había ido. Cerré los ojos y pude vislumbrar cómo
se alejaba en su rastro de estrellas.
—Encontrarás la luz si ves con los ojos cerrados. —Fueron
sus últimas palabras.
©José Oviedo
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