Para Jonathan Alwars
que me enseñó el camino de Lidice
¿Qué podemos hacer frente al delirio?
¿Caminar por las sombras buscando la esperanza,
los cuadernos bañados de lágrimas y ausencias,
el país de la nieve y de la bruma,
las pisadas del frío?
¿Qué decir de la muerte si tiene ojos de niño?
Cuando los niños mueren,
mueren todas las cosas,
el agua y los colores se oscurecen,
y se agolpa en el pecho y en la herida
la terrible cadencia del columpio vacío,
el tintero de sangre del pupitre vacío,
el secante de lágrimas de las cuencas vacías.
Si mañana florecen el limón y la espiga
y brotan por el mundo los rosales de Lidice,
¿a quién entregaremos el dibujo y la espada?
¿quién pondrá risas sobre el alfabeto?
¿quién va a acallar los gritos de la casa?
¿quién va a dejar dormirse los tambores del bosque?
¿quién llevará juguetes a la tumba aterida?
Nacerá de los cuerpos gaseados,
y vendrá de la brasa y de la ira.
¿Por qué cuando murieron,
la poesía no murió con ellos?
Estela de la luz frente al olvido,
hay sal en las rodillas de los niños,
y sal hay en las trenzas de las niñas,
para llevar,
del amor al puñal, a la poesía.
Si nosotros no fuimos,
¿quién firmó entonces las consignas del crimen?
¿quién no detuvo a tiempo la mano y la ignominia?
¿A cuántos Heydrich es preciso matar,
para vengar cada lirio de Lidice?
NACHO GONZÁLEZ
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