Poesía dominicana actual 1981-2011. Transgresión y tradición

BASILIO BELLIARD [mediaisla] Hasta la generación de los 80, la nuestra es una poesía que valoró la tradición. La actual promoción, en cambio, bebe de la calle, del discurso oral: testimonia el lenguaje coloquial del presente e ironiza con el poder

I. Historia

La historia de la literatura dominicana es la historia de las generaciones poéticas. Desde el Vedrinismo hasta la Generación de los 80, la tradición literaria nuestra ha estado determinada por la presencia hegemónica de la poesía. Las características formales, los temas, los registros de época y las técnicas han variado de un grupo a otro y de una generación a otra. Esta dinámica ha normado el quehacer literario en República Dominicana. Los signos y los actores de ese accionar han experimentado transformaciones estéticas, en sintonía con las corrientes de vanguardia de Hispanoamérica. La influencia de la poesía francesa ha estado mucho más presente que la norteamericana o que la de cualquier otra lengua. De ahí que la presencia del surrealismo tenga más hondura en la temática del erotismo y la muerte, o el Modernismo y Darío en los “poetas sorprendidos”, que cualquier otra tendencia poética.

El hecho mismo de que en nuestro país, en una media-isla de apenas 48 mil 442 kms/2, ha habido más movimientos literarios que en Estados Unidos, se explica en que la cocina de nuestras letras se ha condimentado en los mismos espacios y lugares, que van de la cafetera El Conde y el Palacio de la Equizofrenia hasta la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Ese hecho geográfico y urbano ha determinado que sus actores lean más o menos a los mismos autores, compartan parecidas experiencias de lectura, similares gustos estéticos y frecuenten la misma topología fantasmal. En USA, quien escribe o hace vida literaria en California, casi nunca conoce y hace amistad con el que vive y escribe en Nueva York; en cambio, en República Dominicana, el epicentro de la vida cultural se teje en la ciudad capital. En los últimos 25 años, el escenario ha cambiado un tanto, con el movimiento cultural de los dominicanos en Estados Unidos, Europa y Puerto Rico, y con los autores de provincias. Y más aún, con la Internet y otros medios electrónicos, lo que ha permitido la eliminación de las barreras espacio-temporales. Mientras que en USA conocemos el Imaginismo, el Trascendentalismo y la Beat Generation, en República Dominicana conocemos el Vedrinismo, el Postumismo, los Independientes del 40, la Poesía Sorprendida, los Nuevos, el Contextualismo, el Interiorismo, la Metapoesía, y ahora el Efluvismo, sin contar las generaciones y las promociones del 48, 60, 70, 80 y 90. Como se observará, todos los últimos han sido fundados en el interior del país, o por autores nacidos en provincias como Moca, La Vega, San Francisco de Macorís o Azua, respectivamente.

A partir de la crisis de las vanguardias históricas hispanoamericanas, desde los años 60, no ha habido otra corriente que encarne el espíritu poético de la época —como podemos observar en las reflexiones de Octavio Paz en su libro La otra voz: poesía y fin de siglo. De ahí que sólo aparezcan destinos individuales y búsquedas estéticas particulares, ante la desaparición de las tendencias, el ocaso de los movimientos y la crisis de la “tradición de la ruptura”. Hoy día el autor tiene más oficio y conciencia estética y se siente más un “hombre de letras” que en el pasado, cuando los escritores provenían del derecho y de las cátedras universitarias. En la actualidad, su experiencia estética se nutre del habla de la calle, del mundo citadino, menos que del ámbito propiamente universitario o de los talleres literarios. La influencia es más vital que libresca, y ello se expresa en el distanciamiento estratégico con respecto al pensamiento, signo que marcó la generación de los 80. Ahora se observa una mayor presencia de la poesía norteamericana, en especial, la Beat Generation, las canciones y otras expresiones mediáticas que antes no tenían cabida en el imaginario poético, o cuando la mayor influencia provenía de la poesía francesa, hispanoamericana o ibérica. De igual modo, se opera una conjunción de expresiones artísticas yuxtapuestas que dialogan entre sí, con la tradición y los talentos individuales.

Frente a este panorama de las letras actuales, los autores más jóvenes se desentienden de las experiencias grupales y procuran nuevas vertientes expresivas y formales, y un distanciamiento de los elementos ideológicos y políticos que, antes de la década de los 80, normó el temperamento de los intelectuales y los creadores literarios. De ese modo, podría decirse que nuestras letras gozan de buena salud, pues están en sintonía y en diálogo permanentes con el orbe hispano, cuyo signo más elocuente lo constituye la comunicación virtual y simultánea con escritores de todas las latitudes, venciendo todo tipo de fronteras lingüísticas, geográficas y culturales.

La literatura dominicana vive un proceso de inserción y diálogo con la literatura que se escribe en el Caribe hispánico, pero sigue de espalda al Caribe anglófono y francófono. La literatura haitiana está muy alejada de la nuestra. Hay un silencio y un diálogo de sordos, si es que existe. La literatura nacional tampoco es conocida en el vecino país, debido a las barreras lingüísticas y a la ausencia de una industria de la traducción en dos vías.

La difusión de la producción literaria de nuestros autores apunta hacia una diversidad de las expresiones culturales. Las influencias de las teorías literarias de corte norteamericano y francés en el ámbito académico está cada vez menos presente en los creadores, quienes están más abocados a la lectura de textos de ficción, que a la lectura de teorías literarias y al estudio de preceptivas literarias, las cuales tienen mayor consumo en las esferas académicas que en las extraacadémicas. De ahí que haya un divorcio entre la crítica, la teoría y la creación; o entre los estudios literarios, la crítica literaria y la crítica periodística.

En la actualidad novosecular, la poesía dominicana se fundamenta en la búsqueda individual, al margen de la ansiedad de las generaciones y los grupos poéticos, tras los hallazgos de nuevos y arriesgados meandrosexpresivos. Digresión en múltiples direcciones estéticas, estos poetas postulan la ironía y la sátira a la tradición más inmediata: desaparición de los grupos de vanguardias y advenimiento de los destinos individuales y las aventuras estéticas personales, y al consumo de múltiples lenguajes artísticos visuales y sonoros. Cada individualidad busca un registro, un pulso expresivo y creativo, así como una dicción, en armonía con la sensibilidad y la experiencia estética. De ahí que, a pesar de la coetaneidad generacional, Homero Pumarol sea distinto a Frank Báez, Rita Indiana Hernández y “Neronessa” (así, sin apellido), a Pablo Reyes y Gregorio Espinal, Rosa Silverio y Jesús Cordero, a Juan Dicent y Lissette Ramírez, Víctor Saldaña y Alejandro González, a Noé Zayas y Paúl Álvarez,  por citar algunos ejemplos.

La ideología que nimbó el imaginario de los poetas de postguerra y el pensamiento de los poetas ochentistas, desaparece en los poetas novoseculares dominicanos, a quienes no les interesa la historia, ni la filosofía, ni la lingüística, sino la experiencia cotidiana, al margen del poema como hecho del lenguaje. En los noventa, la ruptura ochentista experimenta —a mi juicio— una continuidad de la ruptura, como generación continuadora, de una obra en gestación que se prolonga en algunos casos y, en otros, se distancia de sus epígonos: grupos en tránsito, archipiélago de sujetos poéticos y experiencias de soledad.

Una seña de identidad para el tiempo presente lo constituye la pujanza de la poesía escrita en las provincias y la de la diáspora dominicana en los Estados Unidos. A estos rasgos se añade la vislumbre de una ruptura a partir del año 2000, aproximadamente, con la emergencia de voces poéticas provenientes de jóvenes nacidos a partir de 1970, cuya obra se caracteriza por una impronta marcada por el discurso urbano de clase media, expresiones estéticas de la oralidad, de la conversación callejera, de la lengua inglesa —pues muchos son bilingües—, y esto es un rasgo novedoso en nuestra tradición literaria. De igual modo, aparecen cultores de otros géneros literarios de manera plural y simultánea y, cuando no, incursionan en otras facetas del arte, como la pintura, la música, la fotografía, el teatro y el video. Como se ve, ya no son poetas a secas, sino autores de voces polifónicas, plurales, alejados de la “poética del pensar” ochentista y de cualquier viso ideológico sesentista, y de los cenáculos intelectuales, académicos y grupales.

Desde el poemario irónico, desenfadado y no menos satírico contra los mitos de la cultura popular dominicana, los poderes sagrados y estatales que instaura Homero Pumarol, con su poemario Cuartel Babilonia (2000), y su conocido poema, Jack Veneno ha muerto, hasta Postales (2009), de Frank Báez y La pelota de Paúl Álvarez, sin mencionar las piruetas del habla citadina de Rita Indiana Hernández, en sus narraciones y poemas, hasta llegar al canto a la ciudad de Santo Domingo en los poemas conversacionales con cierto dejo de humor de Juan Dicent, para arribar a Noctambulario (Memoria de una prostituta) de Gregorio Espinal, con el que obtuvo el Premio Joven de la Feria del Libro. Estos textos establecen un corte transversal en la sensibilidad del imaginario poético finisecular y novosecular de la lírica dominicana. Muchos de ellos brotan no del ámbito universitario, sino del mundo de las agencias publicitarias, la bohemia citadina y el periodismo. De ahí la creatividad y el contacto con los soportes mediáticos y la presencia obsesiva del imaginario de los barrios y la vida de la marginalidad para fundar una ruptura en la tradición, al asumir un discurso privado, y rescatar el tono del habla de la calle. Su crítica a la realidad social se realiza a través de la incorporación de una cultura impropia, “desclasada”, que participa como transgresión y desarraigo existencial, tras la búsqueda de una experiencia que actúa como nostalgia de su ser. Esa ruptura interviene aquí como su poética esencial en sustitución de la ideología; es, pues, una actitud ante el hecho literario, ante la vida y ante el oficio escritural, y una crítica a un lenguaje, a una realidad vital y a una tradición lineal.

Esta poética no entra en diálogo con del Movimiento Contextualista, capitaneada y fundada por el poeta francomacorisano Cayo Claudio Espinal, pues sus integrantes —Víctor Saldaña, Jim Ferdinand, Pastor de Moya, Julio Adames, o Noé Zayas (ex miembro) —, escriben una obra distinta, en lo atinente a su facturación, temática, estructura compositiva, lenguaje y contexto imaginativo, donde los ecos, las reverberaciones y las propuestas estéticas se distancian de los propios poetas novoseculares: su imaginario está más en consonancia y en deuda con la poesía concreta y el pluralismo, a caballo entre la narrativa, la poesía y el teatro. Escriben una poesía de vanguardia tardía, pero experimental en sus rasgos compositivos, y como un desafío a la imaginación y a la técnica.

Este nuevo siglo acusa los presupuestos de la transgresión, cuya expansión y trascendencia en el alba, augura los ecos tempranos de una memoria verbal renovadora, de mucha salud para las voces emergentes, y cuyos gustos van más allá del jazz y la música clásica, ya que bucean en los aires de nuevos ritmos musicales: del rap al rock, de la pop music al jazz.

Estos poetas de la primera década del siglo escriben una poesía que es crónica del presente citadino, y cuyo fundamento es la anécdota cotidiana, como se observa en la poesía de Juan Dicent, cuando dice:

Y la luna se va tan pronto.
En Santo Domingo el sol sale por 23 horas y 40 minutos.
La isla está llena de sol.
De sol y de moscas.
Sol de peste.
Sol de bochorno.
Luz blanca de ojos sin cabezas, feos y tristes.

No excuses
A los transeúntes, a los que no trabajan y viven en la calle,
les gusta ver desgracias.
Explosiones por tanques de gas en chevrolets , apartamentos o casas,
accidentes con mucha sangre, haitiano que le caen atrás por ladrón,
lo agarran, lo amarran al paloelú de la San Martín con María Montés,
lo golpean, y después el ladrón es otro.

O cuando en tono irónico enuncia una expresión de la tradición:

Y la gente se va a las playas en Semana Santa.
Desde el jueves el éxodo del peaje.
3 días de romo y sol y mar y merengue.
Por allá se enamoran, se divorcian, sueñan,
caen presos, y los más afortunados mueren.
Los otros regresan a la ciudad.

Otro rasgo emblemático lo conforma la influencia del Internet y la comunicación virtual en el ciberespacio, donde el intercambio de experiencias supone un diálogo que rompe barreras lingüísticas, temporales y culturales, produciendo una uniformidad no local sino universal, haciendo del poema o del texto un producto de la espontaneidad y del impulso creador, al margen del intelecto. De ahí la frescura y el automatismo en que se gesta, a veces del instante del chateo o de la corrección simultánea, cuando brotan de la imaginación creadora. Acaso este es un signo de identidad que marcará esta generación de jóvenes poetas del Nuevo Siglo, que moran en la autopista del espacio virtual del mundo informático.

La escritura de estos poetas parte de la anécdota y la transfiguración en materia del poema, en un vértigo testimonial. Del asombro reflexivo de José Mármol hasta el desasosiego del nihilismo lírico de Plinio Chahín, la poesía ochentista entra en un estado de purgatorio, en los albores del siglo, con la ironía y la oralidad torrencial de la nueva promoción de novísimos poetas, que se nutren de la experiencia autobiográfica y usan el humor como diapasón y crítica a la tradición, desarticulan así los códigos de la representación histórica. Fundan una escritura poética exenta de conceptualización, que huye de la filosofía para refugiarse en el paisaje de la anécdota y la experiencia de lo vivido.

De la reflexión óntico-metafísica del lenguaje de los poetas ochentistas hasta la tensión narrativa de la anécdota de los poetas del Nuevo Siglo, estos últimos treinta años de poesía dominicana (1981-2011) han oscilado entre ese cruce de caminos, en tensión de angustias e influencias, que motorizan la combustión del verso y el drama de la escritura poética. Los registros del habla poética de los jóvenes se distancian de la estructura rígida del verso, cincelado en un ritmo silencioso, como se observa en la generación anterior. En los poetas actuales o posochentistas, el eje narrativo de la estructura poética funciona como estrategia técnica, que permite que fluya la historia personal del yo biográfico que describe, donde el tono de la anécdota acusa la nostalgia del verso que cuenta. Los poetas de los 80 subvierten el paisaje poético precedente con una ruptura ontológica y lingüística, con recursos interrogativos y afirmativos. La ironía no fue el instrumento crítico sino que fue la crítica misma al lenguaje sesentista la que funcionó como contra-ideología. En cambio, en los poetas posochentistas, la ironía participa como mecanismo crítico de refutación, sin una preocupación por la teoría, el lenguaje y el intelecto.

El temperamento grupal o gregario de los poetas de los 80 los condujo a articular un discurso poético ortodoxo, contrario a los poetas del 2000, que poseen un discurso heterodoxo, aunque nimbado por un eje narrativo-testimonial y lúdico, de una poesía autoparódica, que, paradójicamente, no parodia a la tradición inmediata. En tanto que en los poetas de los 80, el lenguaje nace del pensamiento y el conocimiento, en los poetas del Nuevo Siglo, el lenguaje surge de la calle, de la vida cotidiana y de la experiencia común, como ironía a la vida política y social. De una poesía apolínea a una dionisíaca, de los 80 al 2000 y más allá, hay una línea expresiva que se inaugura en los 80 con los libros Mar abierto (1981), Manicomio de papel (1981) y Poemas malos (1985) de GC Manuel (hoy Manuel García Cartagena), con cierto cariz surrealista; otro  de temblor ontológico, de un lirismo negativo, típico de algunos miembros de su generación, como fue el de Dionisio de Jesús, Axiología de la sombra (1984);  asimismo, Iniciación final (1984), también de estirpe surrealista, de José Alejandro Peña, y el otro pertenece a José Mármol, El ojo del arúspice (también de 1984) que, según Plinio Chahín, “inaugura una nueva órbita textual”, de una escritura desestabilizadora, de una sintaxis que rompe la lógica lineal de las palabras, y pone en tela de juicio nuestra tradición, hasta la aparición, en 2000, de Cuartel Babilonia, de Homero Pumarol, y luego, en 2009, cuando Frank Báez obtiene el Premio Nacional de Poesía, con su libro Postales, en el cual encontramos esbozos de anécdotas, nutridas por un humor negro, que destilan sus frases poéticas. Ambos instauran un discurso poético de lo inmediato, que reivindica la crónica doméstica de lo espontáneo, frente a un mundo poético precedente, que ahonda en el pensamiento filosófico y las posibilidades reflexivas del lenguaje. En Pumarol, Báez y Juan Dicent, predomina una experiencia antirretórica del mundo verbal, un coloquialismo radical, en una dimensión oral, en tanto que en Chahín, Mármol, José Alejandro Peña, César Zapata, Martha Rivera, Adrián Javier, Médar Serrata, Manuel García Cartagena, Rafael Hilario Medina, Dionisio de Jesús, y otros más, el universo poético se alimenta de la tradición retórica escrita y culta.

Poesía iconoclasta, profana, agonística y sacrílega, anti-teológica, la de de Jesús y Peña; deísta y sagrada, la de Mármol; de un lirismo vertiginoso, la de Martha Rivera; secreta y orientalizante, la de Víctor Bidó; lírico-épica, la de Serrata; epigramática y satírica, la de Tomás Castro; lúdica, erótica e imaginativa, la de Adrián Javier, y manierista, antilírica y barroca, la de León Félix Batista. En estos poetas de los 80 resuenan los ecos del surrealismo y el simbolismo, vetas de un cierto neorromanticismo, Vallejo, Borges, Paz, Neruda, Juárroz, Rilke, Lezama Lima, los poetas malditos, Manuel del Cabral, Mieses Burgos o los poetas sorprendidos.

La generación poética de los 80 escribe una poesía aguijoneada por la reflexión filosófica del lenguaje poético, que asume la sordidez de una época, desde una visión estética del arte literario, con sentido de universalidad y trascendencia, pero con vocación de ruptura, y en defensa de la reivindicación de los movimientos poéticos locales, como el Vedrinismo, el Pluralismo y la Poesía Sorprendida.

Oigamos, la voz de José Mármol, como expresión de su propuesta estética generacional:

cada palabra es una flor que aborrece su forma y su olor
desprecia. cada flor es una voz. un lenguaje abierto
a la piedad. al amor. al tedio, un cosmos reunido en una
breve mancha nacida para el aire. tímido latido del
inmenso letargo celestial esa flor. un vagido tal vez de
algún dios corrompido. por la estirpe de barro soplado y
su alfabeto. cada palabra es una flor que aborrece su
forma y en el instante queda.

O la voz de Plinio Chahín, donde se manifiesta la misma voluntad reflexiva, una autorreferencialidad aforística, un aliento óntico y un lirismo metafísico, que marcó su generación:

Sin convicción no hay principio ni final
Error que recordar cuando el otro nos lastima la existencia
Desde el residuo inmóvil de lo que aprendimos siempre
Y nunca olvidamos de memoria.
Así lo dijo Buda
Ama al otro en su necesidad primordial
Mas no lo juzgues en su agonía
Reposa tus manos sobre él como el fruto apetecido
Por el Dios deseoso de solemnidad
Pues ¿qué culpa tiene el que nunca existió
Y sin embargo le duele la vida?

Búsqueda de un lugar en la travesía tras el amor, la muerte y el sueño, la obra de estos poetas posee una intensidad lírica de estirpe autofágica, cuyas deudas mayores se remontan al surrealismo, al dadaísmo y a la poesía maldita francesa. De referencias culturales, epígrafes y evocaciones míticas, fundan un mundo de reverberaciones imaginarias que dialogan con lo sórdido, el insomnio y la decadencia espiritual. La fatalidad del ser, el sentido de la existencia, la celebración del erotismo, el vacío interior y la duda metafísica son algunas de las aristas que bordean los límites del lenguaje poético de los autores de esta generación. Carne, deseo, soledad, angustia, pulsión erótica, atracciones fatales del cuerpo, melancolía del yo lírico y del sinsentido, son algunos de los matices, de cariz existenciales, que se vislumbran en estos poetas de los últimos 20 años del siglo XX, y que sirven de plataforma del hecho poético. La desesperación o el aire metafísico en el tono de algunos poetas ochentistas y noventistas postula un contrapunto con el cariz festivo y entusiasta de los poetas del Nuevo Milenio. Contemplación óntico-metafísica en los primeros; fiesta irónica en los segundos.

Jardines colgantes que se definen como prolongación de la  generación ochentista en la década de los 90 lo conforman los poetas Nan Chevalier, José Acosta, Julio Adames, Fernando Cabrera, Alejandro Santana, Eloy Alberto Tejera, Frank Martínez, César Sánchez Beras, Basilio Belliard, Enegildo Peña, Ramón Peralta, Orlando Cordero, Puro Tejada, Gerardo Castillo, Jorge Piña, Claribel Díaz e Yky Tejada, quienes se revelan como promoción continuadora de la atmósfera fundada como una estela lírica por los poetas de los 80, surgidos o no del taller César Vallejo de la UASD o provenientes de las provincias.

En José Acosta, Premio Nacional de Poesía, con su libro Territorios extraños (1993), observamos una prolongación de la impronta de la poética reflexiva ochentista; igualmente en Fernando Cabrera, desde su primer libro Planos del ocio (1990); Ramón Peralta, con su poemario Eternidades; Alejandro Santana, enPalabra presente, Premio de Poesía de la UNPHU; Julio Adames, en Huéspedes de la noche, con una poesía de aliento místico; Eloy Alberto Tejera, con Elevación de la nada; Frank Martínez, con Cenizas del ocaso, quien continúa con el aliento lírico nihilista y una poética de lo negativo, que inauguraron José Alejandro Peña y Dionisio de Jesús, conforman una tribu sensible de poetas que continúan, en cierto modo y tesitura, con el tono daimónico y órfico de los poetas cuya sensibilidad fue nimbada por la “poética del pensar”.

En la década de los ochenta hay varios textos emblemáticos que constituyen parte del canon de una ruptura que se volvió tradición, tales como El ojo del arúspice y La invención del día, Premio Nacional de Poesía (1988), de José Mármol; Oráculo del suicida y Axiologías de la sombra de Dionisio de Jesús; Las piedras del ábaco de Médar Serrata; El oscuro rito de la luz, Premio de Poesía de Casa de Teatro, de Adrián Javier;Consumación de la carne de Plinio Chahín; El soñado desquite, Premio Nacional de Poesía (1986), de José Alejandro Peña; el poemario Palabra, de GC Manuel, Premio de Poesía Siboney (1984), así como Mar abiertoy Manicomio de papel, o Víctor Bidó con Cuaderno de condenado y Poemas de la tortuga. De igual modo, otros libros de poetas de la Generación de los 80, que publicaron libros en la década del noventa, como César Zapata, con Acrobacia del ser y Jardín de augurio, Rafael Hilario Medina, con Cifras del sueño o Plinio Chahín, con Solemnidades de la muerte.

II. De la poética del pensar a la poética del cinismo. 30 años de poesía.

La poesía nace del mundo y la naturaleza, y el poeta es el amanuense que retorna la palabra de la tribu a la naturaleza, en un rapto mimético. La poesía oscila, pues, de un corazón alado a una mente incandescente, en una lectura de un presente, que se disemina en sus veleidades y virtualidades.

Tradición y lenguaje cotidiano, orden y caos, lo libresco y la calle, ironía a la tradición en contrapunto con lo establecido, la poesía del Nuevo Siglo acusa los relieves de la evasión rebelde y la transgresión cínica. Buceo en los lugares comunes, recuperación del tono de la Beat Generation norteamericana y lo neo-testimonial, esta novísima poesía dominicana rechaza la tradición ochentista, como ésta rechazó la generación del sesenta y la de postguerra. Como nos dice el poeta y ensayista peruano, Pedro Granados, “… la actual poesía de la República Dominicana exhibe fascinante heterogeneidad e interés envidiables en todo el ámbito hispano”, en su texto La poesía dominicana revisitada. Y sigue diciendo, en otro sentido: “cultivan el grado cero de las teorías”, cuando se refiere a Homero Pumarol y demás poetas de la Generación del 2000. Es decir, evaden la teoría y la investigación para asumir el compromiso con la creación pura. Ese desinterés por lo intelectual se resume en una pasión por captar el lenguaje coloquial urbano, nocturno y diurno, por percibir la respiración de la ciudad, en sus avatares y tragedia cotidiana.

Antes, Granados había publicado en el suplemento Biblioteca del Listín Diario, el ensayo La poesía que vendrá.Nueva poesía dominicana, en fechas 29 de julio y 5 de agosto de 2001, donde decía: “por un lado, la poesía dominicana es muy seria; por el otro, incluso cuando pretende ser espontánea —coloquial o erótica— es cultista y apela irremediablemente al canon”.

Oigamos a Pumarol, en su primer libro Cuartel Babilonia, y quien funge como puente entre la promoción del 90 y del 2000:

El muchacho de Gazcue que camina borracho
por la zona universitaria a las tres de la mañana
de pronto es asaltado por un par de policías
por la sencilla razón de caminar borracho
por la zona universitaria a las tres de la mañana.

El muchacho al que sólo le quitan
cincuenta pesos de uno de los bolsillos,
una cartera vacía, cigarros, unas llaves y un encendedor.

El muchacho que no encontró a nadie
que lo llevara de vuelta a casa
y que decidió regresar caminando
aunque el trecho es largo y oscuro,
porque a pesar de todo la ciudad
por todos lados es larga y oscura
y porque a pesar de todo le gusta
tambalearse solo en la oscuridad
donde no necesita cigarros, ni llaves,
ni cincuenta pesos,
ni cartera, ni sobriedad, ni documentos,
ni nada más que las piernas que le mecen
y que a pesar de todo ahora no siente,
donde grita por encima del ojo roto
y por encima de los cristales rotos en el ojo roto
y por encima de las dos heridas en la cara y en la espalda rotas
INFELICES

El poeta, narrador y ensayista, Manuel García Cartagena, define con mucha precisión a estos jóvenes poetas, de la siguiente manera, en su ensayo Por una poesía sin frontera, leído en el acto inaugural del Festival 2009 Poetas por km2, el 8 de octubre de 2009, en el Centro Cultural de España en Santo Domingo.

“En términos generales, en la poesía de Báez, Pumarol, Dicent y Rita Indiana, la escritura en inglés no se limita a la simple cita de versos de otros poetas en sus lenguas originales, sino que, con frecuencia, coinciden en escribir directamente en inglés los títulos, algunos versos e incluso poemas completos. La mezcla de códigos, incluyendo la de idiomas distintos, así como el empleo de diversos registros de lengua, la constante referencia a la música popular y a la gestualidad conversacional característica de los poetas urbanos tienden a diseñar en estos poetas los rasgos distintivos de la dimensión comunicativa desde la cual se sitúan para producir una serie de textos formalmente emparentados con los “raps” y “reguetones” surgidos en los guettos latinos norteamericanos”.

Y sigue diciendo García Cartagena:

“En los casos particulares de Rita Indiana y de Pumarol, esta estrategia de escritura adquiere un cariz abiertamente provocador, por la aparente ingenuidad con que ambos poetas convocan en sus poemas imágenes de sujetos que a veces parecen reflejar el esquema de valores socioculturales propios de los “jevitos”, y otras veces parecen anclados en los sótanos del bajo mundo marginal, en una especie de facticidad gestual que no está exenta de un cierto desparpajo lúdico. De hecho, muchos de los primeros poemas de Rita Indiana parecen haber sido concebidos para ser cantados antes que leídos, como vino a confirmarlo la decisión de la autora de La estrategia de Chochueca de hacer carrera como vocalista de la agrupación “Los Misterios”.

Estos jóvenes poetas nacidos, aproximadamente, entre 1971 y 1981, hacen uso de una jerga coloquial que funciona como estrategia compositiva del poema, y que se mueve entre la poesía y la música, el cine y el teatro, las artes plásticas y el video, en una suerte de re-semantización temática, o en franca  apelación reiterativa a usar vocablos, frases y títulos en inglés, como Pumarol, Dicent o Rita Indiana Hernández.

Homero Pumarol nos vuelve a situar en el contexto del malestar urbano, y nos ofrece una visión del presente, del mundo tecnológico y material, en su último poemario, aún inédito, Hugo de China:

Cuando te ponen una Colt 45 en la cabeza
A las 4 de la mañana en la zona colonial
Lo primero que pierdes es la borrachera.
Ese dinero tan bien invertido
desde las siete de la noche
En el menos doloroso de los casos en cerveza,
se esfuma tan pronto el cañón frío
toca por primera vez tu sien.

Los cigarros no importan mucho,
Pero molesta comprobar que todo atracador fuma
Y que no te dejará ni el de la vergüenza.

Después avanzas por la calle oscura
con la insoportable sensación
de que acabas de nacer
sin bibi pin ni Blackberry,
en un mundo donde nadie te conoce
y donde tus nervios importan tan poco
como todo el efectivo que dices que tenías.

En tanto que Frank Báez prolonga el imaginario poético de Pumarol, en clave también irónica, en su libro Postales. La suya, como la de Pumarol, acusa ribetes de una poesía desnuda, descarnada, despojada de metáforas, con un tono narrativo y versos vertiginosos. La metáfora ya no es, pues, la piedra angular de la arquitectura del poema. Por el contrario, construyen una obra performática, más escrita para ser escuchada que leída, y que refleja el drama social urbano, de la violencia citadina. Poesía autobiográfica, de autorretratos, despojada de retórica, artificios sintácticos y de tropos, y que tiene como leit motiv una oralidad plagada de humor negro, que crea un estilo nuevo y fresco, ideal para la recitación en alta voz.

Oigamos a Frank Báez:

Llegó el fin del mundo a mi barrio
sin que a nadie le importara.
Mis padres tenían puesto CNN
esperando el boletín especial.
Los liquor stores y los cyber cafés
siguieron abiertos hasta tarde.
Nadie comprendía las señales.
Hasta la mujer que vio la silueta
de la virgen de la Altagracia
en el cristal delantero de su jeepeta
fue al car wash a lavarla.
Moteles y bingos estaban abarrotados.
Las evangélicas que con sus panfletos
habían anunciado tanto el fin
se fueron a la cama temprano.
No cortaron las líneas de teléfono.
Ni se llevaron el agua y la luz.
Nadie vio las estrellas que caían del cielo.
Para cuando el arcángel Miguel sonó la trompeta
el partido de los yankees
iba por el
octavo innnig.

El poeta y ensayista Fernando Cabrera, en su prólogo a la selección de poesía dominicana para la revista mexicana Blanco Móvil, dice lo siguiente, para definir la situación de la más reciente legión de poetas:

Con el nuevo milenio asistimos a una refrescante re-insurgencia beat. Novísimos poetas nacidos a partir de los setenta que conciben una poesía de calle, hermanada —coincidiendo con Dereck Walcott— con el rap, el hip hop, la bachata y el reggaetón.  Portadores de un discurso explícito, agresivo en ocasiones, acuden a la oralidad, al performance, a personajes y símbolos populares y se concentran en retratar sin maquillaje la realidad. Al modo de Charles Bukowski, les disgustan los modelos morales y religiosos, abjuran de sintaxis, gramática y de toda selectividad temática, prefiriendo experiencias epidérmicas, sensoriales. Sus fraseos, marcados por acentos asediados y asediantes, procuran asombrar a cualquier precio; se potencian o anulan en lo incidental, en lo efímero, en las expresiones modales, en los anglicismos, o bien, en un spanglish inevitable. Apuestan a una poesía teatral, expresada de forma visceral (verbigracia, Allen Ginsberg en el recital de 1955, “Six poets at the Six Gallery”, al declamar su poema Howl), cantando, gimiendo y llorando versos, en procura —consciente o no— de empatías emotivas. Su discurso transgresor no es, sin embargo, nuevo, toda vez que se vincula a posibilidades expresivas ya exploradas por poetas de posguerra, de la crisis, e incluso de la Generación de los Ochenta. Las voces emergentes han aportado hiperrealismo, evidente en una mayor radicalización lingüística al apelar siempre a recursos de confrontación (sorna, ironía, humor) y la incorporación de experiencias marginales modales, propias del tiempo presente. Los reinsurgentes beats, los nuevos antipoetas (entre ellos: Homero Pumarol, Juan Dicent, Rita Indiana Hernández, Ariadna Vásquez, Frank Báez y Rosa Silverio), con sus disidencias apelan a una catarsis emocional; no temen tocar linderos de vulgaridad o inmoralidad, al contrario, validan el escándalo como estrategia para, mediante el desvelamiento de las monstruosidades cotidianas, contrarrestar la violencia, la decadencia y el sin sentido que hoy habitan en los entornos urbanos.

En tanto que Manuel García Cartagena, siguiendo la misma línea reflexiva y argumentativa, estudia el fenómeno que se produce en estos poetas, y de ahí que vuelva a citarlo:

No obstante, entre algunos poetas de los años 90, como Homero Pumarol, Frank Báez, Rita Indiana Hernández y Juan Dicent, la escritura misma del poema procura producir efectos rítmicos (por medio del empleo de aliteraciones, onomatopeyas, rimas internas, etc.) en la composición de los textos. Resulta revelador que sea precisamente en los textos de estos poetas donde la estrategia del code switching, es decir, el cambio de código lingüístico, comienza a adquirir mayores visos de sistematización en la poesía dominicana.

Cabe mencionar de paso el hecho de que Báez y Pumarol vienen desarrollando una interesante labor de integración entre música y poesía desde el proyecto que ellos llaman “El Hombrecito”, en el marco del cual han venido realizando una serie de lecturas en compañía de un trío de músicos, cuya acogida por parte del público demuestra que sí hay lugar para una poesía escrita desde la intención de romper los hábitos de consumo convencionales para este tipo de mensajes.

En Rosa Silverio, poeta y narradora santiaguera, tenemos un tono parecido, pero con un sentido más autodestructivo, desesperanzado, de versos duros, provocadores, en clave melancólica, pesimista y arrebatada, pero con vocación más lírica, donde se escuchan los ecos de Sylvia Plath o Alejandra Pizarnik, como se puede leer en este poema, de su más reciente libro, Arma letal, Premio Nacional de Poesía 2010:

Mi tristeza es mía, única, egoísta,
con nadie quiero compartirla
y a nadie hago responsable de ella.
Es un lagarto que me observa desde el techo.
Veo su cola alargada y sus patas diminutas,
sus ojos que miran hacia ninguna parte,
su serenidad oscura y milenaria.
Mi tristeza es cosa de un momento,
de unos días, de un mes,
de un tiempo secreto y solitario,
pues cuando todos me ven sonreír
yo todavía arrullo este sentimiento sutil y delicado
que se estira como el cuello de un cisne.
Mi tristeza es una ola.
En ocasiones me derriba y me lleva mar adentro.
Yo me dejo ir… ¿Acaso tengo otra salida?
Siempre abro los brazos cuando ella viene a mi encuentro.
No le preceden huracanes, ni desgarres, ni huidas innecesarias.
Hay en mí una predisposición natural,
una voluntaria placidez ante esta forma de estar
que nadie comprende
y que no espera ser comprendida por el mundo.
Mi tristeza es un refugio en el que me arrincono
cuando naufragan los barcos y estallan explosivos.
En su seno me duermo y olvido a los peces voladores,
las lenguas de serpientes y los dragones azules.
Mi tristeza es un estanque y un pájaro.
Mi tristeza es un ancla.

La revolución en el lenguaje poético es la expresión de un individualismo hedonista, irónico y cínico, que se legitima en una aptitud poética y estética: predominio de una voluntad de un tiempo futuro que se disipa en la trascendencia del presente instantáneo. La noción del futuro no se identifica con el progreso ni con la utopía, sino con el vacío. Opacidad y vacuidad vienen a reemplazar la ideología de las masas, el porvenir social y la transformación revolucionaria, en aras del héroe y del sujeto individual. Estos signos penetrarán el ideal finisecular. “Huérfanos de trascendencia, descentrados y desencantados, los escritores y los artistas miran hacia todos lados, pero sólo escuchan los latidos de su propia subjetividad”, ha dicho, sabiamente Soledad Álvarez.

III. Narratividad y fragmentación.

Dos líneas expresivas conforman la poesía de los últimos 30 años: la “estética del fragmento” y la “poesía narrativa”, para decirlo con palabras del ensayista y poeta uruguayo, Eduardo Milán. La fragmentación de la masa poética encarna el espíritu de la época, del derrumbamiento y la bancarrota de los grandes discursos totalizadores o “grandes relatos” —como diría Jean Francois Lyotard— y que se expresa en la desaparición de los poemas extensos de largo aliento, típicos de la tradición hispanoamericana, como Trilce, Piedra de Sol,Altazor, Alturas de Machu Picchu, etc., o en nuestra tradición poética: Vlía, Hay un país en el mundo, Círculo,Rosa de tierra o Compadre Mon.

La narratividad se ha impuesto como una necesidad histórica, y que coincide con la tesis del “fin de la historia” de Francis Fukuyama, o con la clausura de los “grandes relatos”, ese fin de las utopías y, en especial, de la utopía socialista. La muerte de la representación discursiva y de la ideología legitimadora tiene su piedra de toque, en eso que Lypovesky llamó, la “era del vacío”.

El fin de las vanguardias, cuyo fundamento reside en la experimentación, coincide con la pugna entre el fragmento y la narratividad. La vertiente del fragmento —la que canta— y la vertiente narrativa —la que cuenta— legitiman un discurso poético que se transforma en sí mismo, a contracorriente de la historia, pues pone en crisis no el pasado eterno, sino el presente continuo: no el allá sino el aquí.

Con la irrupción de la narratividad en el poema, la poesía alcanza el ideal de la prosa, y supone la muerte del lirismo, característica heredada de la tradición en la historia de la poesía occidental, y que viene a darle a razón a Gustav Flaubert, cuando éste, en su poética narrativa de la búsqueda del mod just, pretendía poner a competir a la prosa con verso. De ahí que puliera la frase, hasta su modo justo en el oído, como una forma de derrotar al verso, el cual tenía una historia más antigua, más larga tradición, espléndida dignidad y gran prestigio.

El golpe más demoledor a la tradición lírica en América Latina se lo propinó el movimiento Neobarroco o Neobarroso del río de La Plata, en la década del 90, encabezado por el brasileño Nestor Perlongher, y los uruguayos Eduardo Espina y Roberto Echavarren, entre otros, cuya expresión caribeña tiene un dios tutelar: José Lezama Lima; una caja de resonancia: el Siglo de Oro español y un Dios barroco en el cono Sur: Oliverio Girondo. Y acaso un precursor ortodoxo: Gerardo Deniz, en México. Esa vertiente neobarroca está minada por el amaneramiento retórico, el juego de palabras, el humor, el retorcimiento sintáctico y la manipulación verbal, que pone en jaque a los lectores desprevenidos y no avezados. De esta poética son herederos, en la generación de los ochenta nuestra, León Félix Batista, en su obra total, y Plinio Chahín, en sus últimos librosNarración de un cuerpo, Ragazza incógnita y Hechizos de la hybris. En contrapunto con esta vertiente, está toda la obra poética de Tomás Castro, lastrada por la antipoesía de Nicanor Parra, y la poesía conversacional y epigramática de Ernesto Cardenal; o la “poética del pensar”, reflexiva y ontológica de José Mármol, Plinio Chahín, Médar Serrata, Dionisio de Jesús, César Zapata, entre otros. Esta búsqueda de un sentido primario y oculto, a través del juego lingüístico, genera una exploración en el tono, la dicción y el ritmo poético, y es lo que hacen Chahín y Batista, y que tienen en nuestra tradición los referentes en Vigil Díaz, Zacarías Espinal, Manuel Rueda, Alexis Gómez Rosa, Enrique Eusebio, Luis Manuel Ledesma, Pedro Pablo Fernández y Cayo Claudio Espinal.

Si bien la generación ochentista tuvo su génesis grupal en la creación y desarrollo del Taller Literario César Vallejo, en 1979, adscrito a la Dirección de Difusión Artística y Cultural de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, que dirigió el poeta de postguerra, Mateo Morrison, también formaron parte otros poetas que compartieron la misma estética y poética que se gestó en el laboratorio de dicho taller. Sus miembros más destacados, a mi juicio, son: José Mármol, Plinio Chahín, César Zapata, Dionisio de Jesús, Médar Serrata, Manuel García Cartagena (otrora GC Manuel), Juan Manuel Sepúlveda, José Alejandro Peña, Víctor Bidó, Rafael Hilario Medina, Marianela Medrano, Miriam Ventura, Martha Rivera, Ángela Hernández, Adrián Javier, Tomás Castro, Aurora Arias, Carmen Sánchez, Ylonka Nacidit Perdomo, Irene Santos, Sally Rodríguez, entre otros, miembros o no del taller César Vallejo.

Como generación continuadora o promoción generacional, y en una segunda etapa del taller César Vallejo de la UASD, de miembros o no del dicho taller, se produce una nueva eclosión de poetas en la década del 90, con autores como César Sánchez Beras, Nan Chevalier, Eloy Alberto Tejera, Julio Adames, Basilio Belliard, Jorge Piña, Claribel Díaz, Amable Mejía, Félix Betances, Frank Martínez, Orlando Cordero, Alejandro Santana,  Modesto Acevedo, Gerardo Castillo, Petra Saviñón, Fernando Cabrera, José Acosta, Juan Gelabert, Rannel Báez, Pedro Ovalles, etc. Además, de un puñado de nuevos poetas que aparecen al despuntar la década del 2000, y fines de los 90, como Orlando Muñoz, Fari Rosario, Carlos Reyes, Valentín Amaro, Pedro Ortega, Felipe Jiménez, Eladio de los Santos, Augusto Bueno, Hermes de Paula, Félix Villalona, Leoni Disla, Loraine Ferrand, Farah Hallal, Rosalina Benjamín, etc. cuyo talento poético y constancia en el oficio les auguran un horizonte promisorio. Algunos han obtenido premios en concursos nacionales y provinciales, y otros han publicado apenas su primer libro. Algunos forman parte de talleres literarios, dentro de los cuales debo destacar el rol jugado por El Aleph, de donde surgieron Orlando Muñoz, Santiago Núñez, Maikel Ronzino y Frank Báez, o talleres de provincias como Moca, Mao, San Francisco de Macorís, Azua, Santiago, San Juan de la Maguana, o de la última promoción de taller César Vallejo.

IV. Búsquedas personales y destinos individuales

Si bien con Rubén Darío se interrumpe en América Latina el imperio de la narrativa sobre la poesía, en República Dominicana, pese al relativismo del influjo de las vanguardias, hay que resaltar el impulso que las vanguardias históricas le inyectaron al torrente sanguíneo de nuestra tradición poética. Si bien las vanguardias estéticas actúan como resortes de desintegración, representan mecanismos de cohesión alrededor de una poética consciente.

Los signos que acusa la poesía posochentista o novosecular representan una negación o una ruptura en lo atinente al concepto generacional; son una generación, mas no un movimiento: simbolizan destinos y búsquedas individuales. Se sitúan de espaldas a nuestra tradición y de frente a los aires de postmodernidad que vienen de fuera, asumiendo una poética individual, dispersa y cínica. Postulan un no-lugar, un vacío de la tradición, cuya huella de identidad está descentrada, sin una filiación hegemónica.

Darío abrió este puente a las vanguardias con el Modernismo, en el crepúsculo del siglo XIX, pero sin negar la tradición histórica y cultural. De ahí que en el poeta nica autor de Azul resuenen los ecos del sustrato indígena, hispánico y greco-latino. “Si hay poesía en nuestra América ella está en las cosas viejas”, sentenció el padre del Modernismo, ese “gran libertador del continente”, como lo bautizó Borges.

La historia poética dominicana se funda en la mirada a las vanguardias europeas y a sus movimientos poéticos. Hasta la generación de los 80, la nuestra es una poesía que valoró la tradición. La actual promoción, en cambio, bebe de la calle, del discurso oral: testimonia el lenguaje coloquial del presente e ironiza con el poder; pero hay un divorcio con la tradición hispánica y occidental, más bien, repercuten los tambores líricos de la poesía norteamericana, en una tematización de lo cotidiano, y algunos giros provenientes de la Antipoesía de Nicanor Parra. Ese solipsismo que se expresa en un cinismo a la tradición, al orden jurídico-político-cultural y al poder tiene como corolario un autismo poético, que se manifiesta en una escritura neo-testimonial, reivindicatoria del discurso de la marginalidad y la barbarie cotidiana y el vértigo de la modernidad.

V. Epílogo transitorio.

La búsqueda poética de lo absoluto fue un imperativo del espíritu romántico, hasta alcanzar la revelación órfica con los simbolistas y desembocar en la resolución de los conflictos del mundo onírico en los surrealistas. Así pues, la teleología de los poetas modernos siempre ha estado mirando el punto omega de la utopía, de generación en generación, tras el encuentro con el sentido del porvenir.

El sentido gregario se transforma en la modernidad en una búsqueda estética solitaria. El paisaje poético en la contemporaneidad, tras la crisis de las vanguardias, se torna heterogéneo, diverso y plural, cuyo centro de gravedad —o epicentro— no se encuentra en un centro motriz, sino en cualquier lugar de la esfera del mapa poético. La disyuntiva entre modernidad y postmodernidad se prolonga en el ámbito poético entre el discurso cotidiano, la “alta cultura” y la cultura popular: lo sublime poético y la cotidianidad poética. La poesía moderna se escribió con el intelecto, el pensamiento y la emoción, en tanto que la poesía postmoderna y del Nuevo Siglo se escribe con los pequeños acontecimientos de la vida cotidiana, y con la lengua de todos los días. De la abstracción y el hermetismo a la figuración y la transparencia del verso, la poesía del siglo XX experimenta una ruptura en la tradición hegemónica de lo sublime para asumir un tono conversacional antipoético, que tiene a la anécdota como materia metafórica. Se opera así una síntesis entre el experimentalismo vanguardista y el uso del idioma coloquial, y esta realidad ha generado una crisis de paradigma poético, que se fundamenta históricamente en la ruptura con la tradición. La poesía intelectual y reflexiva nos hacía pensar; la poesía de la vida cotidiana y neo-testimonial, nos hace reír. De la reflexión a la celebración del lenguaje poético, concluyo estas disquisiciones, con la mirada puesta sobre la poesía, esa “religión natural del hombre”, como la denominó el poeta romántico, Novalis, convencido de su pertinencia, valor y significación espiritual, y con el gran crítico inglés Mathew Arnold, para quien “la poesía es más importante que la religión, la filosofía y la ciencia”, y, como también sentenció Aristóteles hace milenios, en su Poética, al decir que “la poesía es más verdadera que la historia”, puesto que, mientras la historia nos habla del pasado, la poesía nos dice lo que ha de ser. | bb, santo domingo, rd basiliob@hotmail.com 

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