Esperanza perdida

Michael Ende. El espejo en el espejo


Michael Ende

        Cogidos de la mano caminan dos calle abajo: una figura grande y oscura que conduce a otra pequeña y clara. La grande es un genio vestido con un largo hábito marrón oscuro. Su rostro cobrizo, cubierto de cardenillo, se asoma melancólico bajo la capucha como el de un simio vetusto. Su mano es negra y escamosa, los dedos como garras están curvados hacia todos los lados, sin embargo sujetan cuidadosamente otra mano, una mano pequeña que es blanda y blanca, la mano de un niño de miembros delicados, vestido con un traje de marinero con un pantalón hasta las rodillas y negras botitas de cordones. La gorra redonda con cintas está echada hacia atrás y enmarca el rostro infantil como una aureola.
        La carretera sobre la que avanzan sin prisa se extiende recta y descendiendo siempre hasta el horizonte. Toda la superficie de la tierra está inclinada. Las hileras de casas a derecha e izquierda muestran fachadas otrora espléndidas, adornadas con balaustradas y figuras que ya están en ruina desde hace tiempo, descompuestas por hongos e invadidas por el moho. Olor a podredumbre, excrementos y miasma flota en el aire vidrioso. En el silencio resuenan sólo los pasos del niño. El genio no hace ruido, se desliza junto al niño como una alta columna de insectos en remolino.
        El chico se detiene y dice:
        - ¡Volvamos! Ya no tengo ganas.
        El genio asiente, triste:
        - Sí, esto no es divertido. Pero no hemos venido para tu diversión. Ahora tienes que ir al colegio, y ésta es tu primera clase.
        - ¡Pero no me apetece! -porfía el niño-. Quiero irme de aquí.
        En la frente abultada del genio se hincha una vena.
        - ¡Nos quedamos! -dice con voz broncínea. Luego, al cabo de un rato, añade más suavemente- Esta vez no durará mucho.
        Asombrado, el niño alza sus cejas de manera que parecen pájaros volando y escudriña la cara de su gigantesco acompañante.
        - ¿No quieres obedecerme? -pregunta incrédulo-. Tú sabes quién soy yo. ¿No me tienes miedo?
        - Si tuviese miedo tendría esperanza -murmura el genio y ahora se percibe la fisura en el metal de la voz-. No, no te tengo miedo, pequeño. Todavía no tengo miedo de quien eres ahora. Y ya no tengo miedo de quien serás algún día. Pues él me dará la razón.
        - ¿Cuándo será eso? -quiso saber el niño-. ¿Cuando sea mayor?
        Al desolado rostro de simio asoma casi una especie de sonrisa.
        - Para eso todavía falta un ratito, pequeño. Muchas vidas y muertes aún. Hasta que seas de verdad mayor.
        El genio prosigue su marcha como una nube de humo y el chico camina pensativo a su lado. Al cabo de un largo silencio la voz infantil pregunta:
        - ¿Y tú seguirás siendo malo hasta entonces?
        El genio crece, sus contornos se deshacen por un momento, luego concentra de nuevo su forma, se alza ante el chico como un trozo de oscuridad impenetrable.
        - ¿Malo? -pregunta con labios pesados- ¿Malo? ¿Qué es eso? Quizá me lo enseñarás tú a mí algún día. Pero primero tienes que asimilarlo por completo para transformarlo del todo. Es un estudio largo y difícil el que tienes por delante, pequeño. No es ningún juego de niños.
        - Para ti quizás -opina alegremente el niño-, para mí es fácil. No es nada, es sólo un error que hay que corregir. Todo estaría en orden sin la maldad.
        El genio alza despacio sus hombros nubosos como si tuviese que empujar una enorme carga.
        - ¡Muchas cosas son necesarias! -zumba furioso el enjambre de insectos-. ¿Quién sabe cuántas?
        - Está bien -admite el chico-, ¡sigamos andando!
        - No -responde el genio-, hemos llegado.
        El chico mira curioso a su alrededor.
        - ¿Esperamos a alguien?
        - Sí -murmura el genio-, esperamos a alguien.
        - ¿Tenemos que ayudar a alguien? -pregunta, ufano, el chico y en seguida se corrige- ¿Tengo que ayudar a alguien?
        El genio le contempla a través de sus párpados milenarios.
        - No es tan sencillo como piensas.
        - No -dice el niño un poco confuso-, sé bien que no es fácil ayudar.
        El genio mueve la cabeza, despacio como un árbol en el viento.
        - Tú eres -se oye el fragor de su voz-, tú eres a quien se ayuda, pequeño.
        El niño se sonroja violentamente.
        - No me siento en absoluto desvalido -dice rápido, fulminando al gigante con orgullo.
        El genio suspira como si magma líquido hiciese burbujas.
        - Ahí ves, pequeño, lo poco que comprendes aún.
        - ¿Quién ha de ayudarme a mí? -quiere saber el chico-. ¿Y por qué?
        - Todos -contesta el genio-, todos a los que tú ayudarás más tarde. Pues a todos ellos tendrás que agradecer que puedas hacerlo.
        - ¿A ti también?
        - Quizás sí, creo que a mí también.
        El chico se rebela.
        - No quiero tener que estarte agradecido. No quiero, ¿me oyes?
        Del interior del humo negro surge una risa, como si madera viva crujiese y gimiese en el fuego.
        - ¡Quieres, pequeño, quieres! ¿Acaso te podría guiar yo si no?
        Ahora el chico se pone de verdad impaciente.
        - ¿Entonces a quién esperamos? ¿Quieres burlarte de mí? Tú ya estás aquí. ¿A quién he de esperar aún?
        El genio se pasa cansado las garras por el rostro de cobre. Suena como si se pisase cristal.
        - ¡Calma, pequeño señor, calma! Yo no estoy aquí. ¿O crees que si no podría llevarte de la mano sin que tu corazoncito caliente se helase? Pero deja ya de preguntar constantemente. Sólo presta atención a todo lo que va a suceder. Ésa es tu única obligación por esta vez.
        Y el genio se cala la capucha sobre el rostro y parece ahora un abeto cubierto de nieve negra.
        De pronto se oye un gemido ronco, aullante, que se extingue lento y atormentado como la voz de un perro grande que lamenta la muerte de su amo. El niño se estremece y busca en torno suyo con la mirada. Le parece que la voz ha venido de una de las casas próximas, pero no puede determinar de cuál debido a un extraño eco que vuela de un lado a otro. Cuando se vuelve despacio, descubre detrás de sí una figura gris inclinada que no había visto llegar. Aliviado, respira, pues, según parece, se trata sólo de un viejo barrendero que está apoyado en su escoba y ha escuchado la conversación de los dos visitantes. Cuando la mirada del chico se cruza con la suya, sonríe, saluda con la cabeza y se lleva los dedos al borde de su gorra.
        - ¡Buenos días! -dice con voz ronca. Y como el chico no contesta, sino que le dirige una mirada escrutadora, prosigue-. Es un buen día, ¿verdad?, puesto que has venido.
        El chico sigue sin contestar nada, se vuelve hacia el genio, pero éste se alza gigantesco y oscila levemente como un remolino de oscuridad.
        - Claro que -se percibe de nuevo la voz crujiente del pequeño hombre gris- desde tiempos inmemoriales ha habido aquí siempre mañanas como ésta. Y ahora es la misma mañana. Aquí existe sólo una hora, la hora antes del amanecer. No hay mediodía, ni atardecer, ni noche. Estas horas del día todavía no han sido inventadas aquí. Es la hora más larga de todas, un trozo de eternidad, ésa es la razón -se ríe un poco, o quizás tose. Examina la desigual pareja con ojos que son pequeños y de mil maneras.
        - El niño ese -pregunta de pronto en tono severo al genio-, ¿por qué lo has traído aquí, a nuestra calle de putas?
        Pero el genio permanece mudo como una torre de tristeza pétrea.
        - ¿A ti qué te importa? -se encrespa el chico-. ¿Crees acaso que no sé lo que son putas? ¡Eso lo sé hace tiempo!
        - ¿Ah, sí? -el barrendero agacha la cabeza y se apoya pesadamente en la escoba-. Oigamos entonces lo que sabes.
        - Son mujeres -explica el chico- que venden amor por dinero. Y eso está muy mal.
        El barrendero asiente ligeramente con la cabeza.
        - ¡Vaya, vaya! -luego prosigue con una pequeña sonrisa triste-. Pero eso no sería quizás tan grave. Lo malo es que aquí no hay dinero, ni amor, ¿comprendes? Las consoladoras de nuestra calle venden otra cosa y reciben otra cosa a cambio, eso es -y de nuevo tose y ríe levemente.
        El chico está asombrado y avanza dos o tres pasos cautelosos hacia el barrendero.
        - ¿El qué?
        El viejo gris reflexiona un rato cómo explicárselo al niño. Por fin ha encontrado la manera y pregunta:
        - Seguro que conoces un montón de cuentos, pequeño.
        - Conozco todos -dice el chico, orgulloso-, todos los que existen. Tengo a alguien que me los cuenta y que conoce todos los cuentos del mundo.
        - Eso está muy bien. ¿Y también sabes que son verdaderos?
        - ¡Por supuesto!
        El barrendero asiente de nuevo.
        - Claro. Yo no digo que no sean verdaderos. Si uno sabe contarlos correctamente, todos lo son. Pero se trata siempre de las historias de los vencedores, terminan bien, de una manera u otra. Pero las historias de los perdedores también son verdaderas, sólo que se olvidan pronto. Quizás porque las olvidan los propios perdedores. Eso es lo que sucede.
        - ¿Perdedores? -pregunta el muchacho acercándose más aún-. Nunca había oído hablar de ellos. ¿Existen realmente?
        El viejo extiende la mano para acariciar la mejilla del chico, pero éste retrocede con un movimiento brusco. El barrendero sonríe disculpándose.
        - A mí me parece, a pesar de todo -dice con voz ronca-, que en realidad sólo conoces una historia, hijo mío, sólo la historia del centésimo príncipe que es capaz de resolver el enigma, pero no la de los noventa y nueve anteriores a él, que perecen porque no lo consiguen. Y casi todas sus historias terminan aquí, en esta calle.
        El viejo vuelve la cabeza y mira a lo lejos, donde confluyen en un punto las hileras de casas.
        - De todos los que vinieron aquí no he visto a ninguno que alcanzase el otro extremo, pues la carretera crece bajo sus pasos y se vuelve más larga cuanto más camino recorren. Por eso todos se quedan finalmente donde están en ese momento, en esta casa o en aquélla y se instalan y viven con las consoladoras mientras viven.
        - ¿Tú también? -pregunta el chico, asustado.
        El barrendero no da ninguna respuesta. Ríe o tose brevemente como si algo se rasgase y dice al cabo de un rato:
        - Pero en realidad esta calle es muy corta. A lo sumo tan larga como una vida. Al fin y al cabo, yo lo tengo que saber.
        En ese momento el chico siente sobre su hombro, pesada como una sombra, la zarpa del genio. Quiere volverse, pero el genio le sujeta la cabeza y gira su cara hacia la dirección de la que han venido ambos. Allí aparece, muy lejos todavía, una figura. Como una marioneta manejada por manos inexpertas, camina calle abajo dando traspiés, se le doblan las rodillas, recupera el equilibrio y prosigue su marcha vacilante. De cuando en cuando se apoya, inclinada hacia adelante, con la mano contra la pared de una casa y permanece así como tomando aliento. Aunque su camino es cuesta abajo, cada paso parece costarle un gran esfuerzo.
        - ¡Mira, mira! -susurra la voz ronca-, ahí va otro.
        Y de pronto se animan la calle y las casas. Las puertas se abren y aquí y allá también alguna ventana.
        Por todas apartes aparecen mujeres que siguen con la mirada o miran fijamente de frente al recién llegado. Todas se parecen tanto que son como una sola mujer cuya imagen se refleja en una fila interminable de espejos. Esa una, que son todas, lleva un vestido de tela gris carcomido por la putrefacción, que se ciñe a sus miembros delgados y deja al descubierto diminutos pechos con pezones largos como de animal. Pelo grisáceo rodea como humo la cabeza y los hombros, y en la carne blanca como la cal la boca parece una gran herida negra.
        La figura tambaleante se ha acercado y ahora puede verse que es un hombre vestido con el informe y plateado traje de astronauta. Sólo parece haber tirado o perdido el casco. El pelo incoloro y ralo está despeinado. Los ojos sin pestañas están enrojecidos y la cara está como hinchada con una sonrisa estúpida. Cuando descubre en medio de la calle al grupo de los tres que esperan, se detiene indeciso. Alza su mano, luego se cae al suelo y se queda tumbado boca abajo.
        El chico quiere correr hacia él, pero entonces siente que le agarra fría como una pesadilla la zarpa del genio.
        - ¡Ahora no! -suena el fragor de la voz arbórea-. ¡Calla y presta atención!
        Una de las mujeres se dirige hacia el caído, le vuelve boca arriba y contempla su cara manchada por el lodo de la calle y que todavía muestra la sonrisa gratuita. Despacio sale de su boca una delgada lengua negra. Se lame los labios, que parecen sangre coagulada. El hombre descubre encima de sí la cara, y sin que desaparezca de sus labios la sonrisa, surge lentamente en sus ojos la expresión del espanto.
        - ¿Quién eres? -pregunta.
        La mujer sonríe, sus ojos brillan lascivos. Se pone en cuclillas a su lado y descansa la cabeza de él en su regazo. Uñas de plata negra se deslizan cariñosas y crueles por su pelo. El hombre gime:
        - ¿Eres muda? ¿Qué estás haciendo? ¡Déjame!
        - Sí -susurra ella y sigue espulgándole-, soy muda.
        El hombre la deja hacer, incapaz de defenferse. En su frente hay sudor.
        - Y yo -murmura- soy ciego.
        - Nadie lo diría.
        - No, no así. No son los ojos.
        - En mi caso tampoco es la boca la que está muda.
        El hombre trata de incorporarse.
        - ¿Qué haces conmigo? ¡Suéltame! Quiero irme -pero ella le empuja hacia atrás y él cede ya a medias por su propia voluntad.
        - Has llegado -le dice al oído-, has llegado por fin. Lo puedes notar porque está desapareciendo el dolor.
        El hombre cierra los ojos y respira de forma profunda y entrecortada, suena como un sollozo ahogado.
        - Me engañas. Pero ya no me importa por qué. Todo es un gran engaño.
        - Eso lo dicen todos los que vienen aquí -susurra la mujer-. Estás aquí por primera vez, ¿verdad? Pero eres como todos. Te has engañado a ti mismo y por eso crees ahora que yo también te engaño. Pero te diré la verdad. ¿Crees que importa algo que aún sigas arrastrándote un día, un año o cien años luz? Nada cambiará. Ya no llegarás más lejos, por mucho que camines. ¿Para qué quieres irte entonces? Quédate conmigo, yo te reconfortaré, ya verás.
        El astronauta la mira fijamente sin verla.
        - No te conozco. ¿Quién eres?
        - Puesto que tú eres como todos, yo soy como todas -contesta ella, y su risa leve suena como gritos lejanos-. Y por eso te dejarás ayudar por mí.
        Durante un rato el hombre sacude la cabeza como un enfermo de fiebre. Bajo el juego que realizan en su pelo los dedos expertos de la mujer se tranquiliza poco a poco. Su cara hinchada todavía con esa sonrisa estúpida se ha vuelto casi tan blanca como la de ella. Si no respirara convulsivamente de cuando en cuando, se diría que está muerto.
        El chico siente escalofríos.
        - ¿Qué le está haciendo? ¿Le ayudará de verdad?
        Mira hacia el genio, pero en su lugar contesta el barrendero:
        - Sí, a su manera, muchacho. Es una consoladora. ¡Fíjate en sus dedos! ¡Ella le quita el dolor! Él dejará de padecerlo y ella se sacia con él. Por poco tiempo, en todo caso. Al final él no será nadie.
        El hombre yace completamente quieto. Sus ojos buscan los del niño. Sus labios sonrientes permanecen firmemente cerrados, sin embargo el chico oye la voz del hombre:
        - Yo he buscado el paraíso.
        Después se produce un largo silencio y el chico no oye más que el sonido de su propio corazón. Finalmente la puta susurra:
        - Naturalmente, no lo encontraste porque no existe. Y ahora has perdido toda esperanza, ¿no es así?
        El hombre retiene la mirada del niño con la suya. Su voz suena indiferente de tanta desdicha.
        - Si no lo hubiese encontrado, no habría perdido nunca la esperanza.
        Las uñas plateadas negras peinan y peinan su pelo.
        - ¡Habla ya! ¡Cuéntame todo!
        Y el chico, encerrado todavía en la mirada del hombre como en una trampa, oye cómo la voz de éste dice:
        - Hubiese seguido buscando hasta el final de mi vida. Y hubiese muerto feliz sin dudar nunca de que en alguna parte existe un lugar donde todo es hermoso y perfecto. Y habría aprobado que nadie lo pudiese encontrar.
        La voz de la consoladora es suave como la mordedura de una sanguijuela.
        - ¿Por qué lo buscabas entonces?
        Como si éste hubiese preguntado, el hombre contesta al chico:
        - Era la nostalgia, y era tan grande que no tuve otra elección. No me importaba entrar en él. Sólo quería echar una mirada a la belleza perfecta. La certeza de que existía me hubiese bastado para toda la eternidad.
        - Pero por fin has encontrado el paraíso -susurra la puta y sigue hurgando en su pelo-. Te han dejado entrar, ¿verdad?
        El hombre se levanta tan bruscamente que la mujer retrocede asustada, pero su voz sigue siendo aún fría e indiferente.
        - En medio del espacio -dice dirigiéndose hacia la gran mirada del niño- existe un muro anular de gravedad impenetrable. Sobre la puerta están grabadas las palabras Jardín del Edén. Toqué los barrotes del portón cerrado y se deshicieron bajo mis manos convirtiéndose en herrumbre y putrefacción. Atravesé la puerta y vi ante mí un paisaje interminable de ceniza y escoria y en el centro un gigantesco árbol petrificado que clavaba sus ramas en el cielo negro. Y mientras seguía allí mirando se movió algo junto a mí, y de un agujero negro del suelo salió un ser como una araña gigante. Sólo pude distinguir que estaba espantosamente reseco y viejo y que arratraba detrás de sí unas alas gigantescas. Y aquel ser avanzaba gritando sin cesar: ¡Volved! ¡Volved, humanos! Y se arrancaba puñados de plumas y me las arrojaba. Yo retrocedí, entonces empezó a gritar y reír y siguió gritando: ¡Si ya no queda nadie excepto yo! ¡Estoy solo, solo, solo! Entonces huí, no sé cómo ni a dónde, si fue sólo una hora o mil años.
        El hombre se queda sentado sin moverse, con las piernas estiradas y todavía con la misma sonrisa maligna en su cara, pero ahora mira ante sí al suelo y libera al chico de su mirada. Y de nuevo se produce un silencio, tan definitivo como si hubiese desaparecido todo el sonido del mundo. Pero entonces, cuando el muchacho cree que ya no puede respirar, la consoladora dice:
        - ¡Ven! Puedo hacer que olvides tu añoranza para siempre. Entonces dejarás de sufrir.
        El hombre se pone de pie, ella le coge de la mano y se dirige con él hacia la puerta. En ese momento el chico se suelta del genio y se interpone en su camino.
        - ¡No puedes hacer eso! -exclama furioso-. No puedes olvidar tu añoranza. ¡Ella te lo arrebata todo! Te arrebata de ti a ti mismo.
        De pronto el niño siente la dura mano del hombre en su mejilla y se tambalea hacia atrás. El hombre le ha pegado.
        - Déjale -dice la mujer gris-, el niño no sabe. Todavía no.
        Y tira del hombre hacia la casa.
        - No debe olvidarlo -balbucea el chico-, si no se habrá perdido el paraíso para siempre... -y por fin terminan por saltársele las lágrimas.
        El barrendero parece haber encontrado algo en el arroyo. Es un aro de oro, grande como una corona. Lo recoge y mientras lo gira entre sus manos dice:
        - Sí, pequeño, es tu primera lección. Y todo lo malo empieza con el olvido de una añoranza.
        - Pero ¿por qué me ha pegado?
        El viejo no contesta. Gira y gira el aro.
        - ¡Eh, barrendero! -grita una de las mujeres grises-, ¿qué tienes ahí?
        - Parece una corona -murmura el viejo-. Algún pobre diablo la habrá perdido o tirado. Aquí todos se vuelven irreconocibles.
        La mujer extiende la mano, pero sin acercarse.
        - ¡Dámela! ¡Dámela! -suplica.
        El viejo sacude la cabeza.
        - No puedo hacerlo. Y tú lo sabes de sobra.
        - ¿Y tú? ¿Qué harás con ella?
        - Creo que se la llevaré a mi mujer.
        - ¡Vaya! ¿Hasta tú tienes una mujer? ¡Qué cosas! ¿Es bonita?
        Las otras mujeres sofocan unas risitas, suenan como silbidos de ratas. El viejo gris se deja impresionar.
        - Con la corona sí, creo -dice con voz ronca.
        - ¿No tienes miedo? -pregunta otra consoladora-. Nuestra reina ha ordenado que le sean llevados todos los objetos perdidos. No le gustan las bromas, viejo.
        El barrendero guiña los ojos y tose o ríe un poco confuso.
        - Si prometes no delatarme, te confiaré un secreto, guapa.
        - Bueno, lo prometo.
        - Vuestra reina -dice el barrendero despacio- es mi mujer.
        De repente la calle está tan vacía de consoladoras como lo estaba al principio. Todas las puertas y ventanas están cerradas. El viejo gris cuelga la corona de su escoba y se la echa al hombro. Se despide del chico con un movimiento de cabeza, se lleva los dedos a la visera de la gorra y su color gris desaparece en el gris de las paredes de las casas.
        El chico dirige una mirada interrogativa hacia el genio.
        - ¿Era el verdadero paraíso lo que encontró el hombre?
        - Qué sé yo -responde la voz broncínea-, ¿por qué me lo preguntas a mí?
        De la casa en que ha desaparecido el astronauta con la consoladora suena el largo y áspero aullido de perro que se desvanece desconsolado y atormentado en el aire vidrioso. El chico escucha con cara pálida, sólo en su mejilla reluce aún, encarnada, la marca de la mano.
        La zarpa escamosa del genio vuelve a coger cuidadosamente la mano infantil.
        - Ven, pequeño. Tu primera clase ha terminado.
        Cuando ya han caminado un buen trecho calle arriba, el niño se detiene de nuevo y mira hacia atrás.
        - ¿Es verdad lo que dijo el barrendero? ¿Que todo lo malo comienza con el olvido de una añoranza?
        - Comienza antes -contesta el genio-, comienza siempre con una esperanza perdida - y más tarde, mucho más tarde, cuando el chico ya piensa en los juegos que jugará pronto, el genio, que ya hace tiempo está otra vez solo y encerrado en su torre de hielo, murmura una vez más-: Nadie es capaz de calcular a qué extremos puede uno llegar cuando ha perdido la esperanza...


Michael Ende
El espejo en el espejo

Comentarios