Ya no soy fanático de las Águilas Cibaeñas. Últimamente he
estado revisando mis pasiones por el béisbol criollo y he llegado a la
conclusión de que requieren un cambio. Quienes me conocen más o menos de cerca
tuvieron la oportunidad de ver a un “aguilucho millón por millón”. Canté, reí,
sufrí, lloré, bailé desde mi otrora condición de fanático mamey. Pero eso
terminó.
Digamos que pude decir, como el merengue de Diómedes, “Yo
soy aguilucho desde chiquitico”. Mi padre, que en paz descanse, fue seguidor de
las Águilas. Ese fanatismo se me inyectó en la sangre y constituyó mi formación
beisbolera en los tiernos años de la infancia.
Luego crecí. En mi adolescencia olvidé un poco la pasión
beisbolera. Pero cuando cruzaba la línea de los veinte años, me reencontré con
mis raíces aguiluchas. Desde aquella época empecé a seguir los partidos por
radio. Mendy López, primera voz de la pelota dominicana, era mi guía. No podía
conciliar el sueño sin confirmar el triunfo del equipo, y si perdía, no lo
conciliaba si no hasta entrada la madrugada. Era una pasión maldita.
En Nueva York seguía por cualquier vía los partidos.
Compraba el Listín cerca de la 169 y Jerome, para enterarme de los últimos
resultados. Preguntaba a los viajeros cómo veían el equipo. Hasta intenté hacer
amistad con un ex jugador mamey, ya alcohólico y cuyo nombre no recuerdo,
desaparecido tras romper la videocasetera de su casa porque su esposa se negó a
ver con él una película porno. Todo por mantener el contacto con la causa
beisbolera. Recuerdo aquel partido de la final contra el liceísta, en que Tony
Peña resolvió con un elevado de sacrificio: Yo me tiré ése último inning por
teléfono, pagando carísimo la llamada.
Hasta hace poco seguí con mi pasión efervescente. Pero
últimamente he reflexionado sobre el particular. El hombre vive en una época en
que el fanatismo ha causado mucho dolor. Baste echar un vistazo a las guerras
hijas del fanatismo. Yo, que medianamente me he educado, que me la doy de
escritor y que leo de vez en cuando, que me las doy de librepensador, se supone
que debo estar por encima de fanatismos enfermizos.
En este estado de espíritu analicé mi actitud hacia el
béisbol y me di cuenta que, verdaderamente, yo ya no era fanático de las
Águilas. He descubierto que en realidad lo que soy es Devoto de las Águilas. El
Devoto ocupa un escaño por encima del fanático. El fanático duda, por eso grita
y pelea. El Devoto se inmola por su verdad, pero nunca pone en duda la
perfectividad del objeto de su pasión. El Devoto da el alma por su equipo. El Devoto
es el fanático elevado al estado supremo. Incluso poseo en mi poder la estampa
de una virgen, muy milagrosa, en mi barrio la conocen, llamada Nuestra Señora
de las Águilas: hermosa, maternal, con nueve estrellas –una por cada inning-
como aureola. Así que cuente en acta: Ya no soy fanático, sino Devoto del
sacrosanto equipo de las Águilas Cibaeñas.
Pedro Antonio Valdez en su Facebook.
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