LLANTOS A MI MUERTA VIVA, por Juan Freddy Armando



Amo a esta mujer aunque al abrazarla
sienta el cuchillo del hueso
de sus manos secas por la muerte
que me clave la espalda.

Amo a esta mujer aunque de su vientre
no me quede más que el vacío simétrico
del interior de sus vértebras y costillas
que tanto se movieron
para dar vida a lo que hoy luce ausente.

Amo a esta mujer aunque al acostarme
sobre la imaginación de sus carnes
encuentre solo la cadena de huesos
que descansa sobre su dura cama,
en su casa de sordas paredes,
de maderas licuadas por el tiempo sin reloj.

Amo a esta mujer aunque cometa el sacrilegio
de que mis carnes amen huesos,
de que al buscar su hombro
me caiga de bruces hueso adentro
sobre el filo de las clavículas,
y sienta el tintineo de los homóplatos
que ya se desencajan
vencidos por la presión de mi cariño
transformado en prisión de carnes,
sobre sacros, maxilares, carpo,
metacarpo, parietal, occipital.

Amo a esta mujer aunque no sepa
adónde fueron a parar los pelos de la pelvis,
y en la fosa del placer no encuentre más
que un ilíaco que ha perdido la idea
de lo que es espalda o frente,
aunque encuentre una cadena de coralizados coxis
que ha sido abandonada a la intemperie,
sin la antigua almohada de carne
que mecía el placer en las noches aquellas
en que lo repartíamos en mitades iguales,
en proporcionales movimientos de mi cuerpo y el suyo,
todavía abrigados por los músculos lisos y estriados,
y esos huesos que ahora veo
en el desierto oscuro de ser cuando no son.

Amo a esta mujer aunque esas pestañas que fueron suyas
le hayan dejado el lugar a un par de lagos secos
donde teme entrar la luz a descansar
en su carrera de trescientos mil kilómetros-segundos.
Huecos desde donde no me mira nadie
y yo no quiero mirar a nadie reflejado.

Amo a esta mujer que ha cambiado el poema de sus labios
por una forzada sonrisa interminable
en que sus dientes me desesperan
porque no conocen la causa de su risa
ni pueden decirme el sí de antaño.

Y me pregunto inútilmente por qué sonríes
así, mujer querida, sin motivo ni razón,
sin saber a quién regalas tu alegría,
sin saber quién te visita
en la casa estrecha y larga donde habitas.
Sin saber si sonríes a otro muerto
o a una muerta feroz que te insulta desde la vida
o a estos ojos que te lloran por escrito
y a estos dedos que te pulsan lo único
que queda de lo que fuiste tú:
unas neuronas que apagan lentamente tu recuerdo.

Te amo aunque no sé qué hacer contigo
cuando quiero acariciar tus brazos,
encontrar la llovizna de vellos de tu ombligo,
esos riíllos corriendo las montañas y llanos
del mapa de tu cuerpo,
y solo encuentro el húmero, el radio, el cúbito,
el collar de tus vértebras secas y colgantes,
composición de huesos que tocan
la música gris de separarse y unirse
cuando los acaricia mi pensamiento ahora.
Y esas piernas,
amo esas piernas metafísicas, sombrías, supuestas,
pensadas, dibujadas, transformadas en palabras,
esas piernas que se abrían para mí como el mar a Moisés,
ahora no son más que tibias, peroné, fémures, tarsos,
y un polvo que al tocarte me rechaza,
un calor en los pies disecados,
con un déficit de nervios al cien por ciento ausentes.

Cada falange hambrienta de carnes,
y sin el aguacero rojo que manche de vida
la inhóspita habitación de donde te robaron todo el cuerpo
en el sueño de tus huesos.

¿Qué ha sido del tercer espacio intercostal izquierdo
y su puño de sangre defendiendo la vida,
que buscaba como yegua sin bridas
al caballo de válvulas mitrales y tricúspides y venas
y arterias para repartir su embarazo de sexo y vitaminas
en los bosques tropicales de tu cuerpo?

Te amo a ti, mujer, aun así, muerta,
aunque un beso en los lóbulos parietales
o al centro de tu antigua máquina de pensar
se quede en un intento frontal y temporal,
porque ya no te habita pensamiento alguno
sino un hondo vacío de tambora
equidistante a cada hemisferio seco
de donde huyeron los líquidos eléctricos
que orbitaban bajo tu largo pelo.

Amo a esta mujer aunque ejércitos de virus y bacterias
libren ahora la última batalla por lo que queda de sus huesos.
Aunque una expedición de carnívoras hormigas
busque en tus costillas el último resto
del olor de lo que fuiste.
Aunque una asamblea de sabandijas y microbios
inauguren una república en tu esternón sagrado,
y quieran cosechar los últimos cartílagos
de esa nariz que tanto conoció a mis labios.

Amo a esta mujer aunque tenga que compartir
el cariño que le tuve a su carne con sus huesos.
Aunque tenga que pelear mi amor por ella
con el escarabajo estercolero
que ha puesto su residencia en el valle del ilíaco,
donde yo estuve en cuerpo y lengua y pensamiento.

Amo a esta mujer aunque mi mente se enrede y luche
y quede presa entre los hilos embreados
de la araña que ha tendido su trampa transparente
a todo lo que intente pasar la oscuridad
que va desde el tobillo al peroné y el fémur,
a los extremos del lugar donde hubo dedos.

Mujer,
haz un alto en el silencio absoluto e insondable
de tus huesos, y respóndeme,
¿qué ha sido de la fábrica de lágrimas
que echaban agua al vino del dolor,
qué dichosa luciérnaga convirtió en luz verde
tus vísceras religiosamente amadas,
qué libélula tersa da música al viento en los alambres
con una fracción de tu pecho agitando sus alas,
qué murciélago fumó el último aire a tus pulmones,
qué ratón o qué mosca se hizo animal sagrado
desayunando tus cabellos,
qué cucaracha alada levantó sus antenas
y se dejó caer de revés para morir en tu honor
después de escalar tus senos y llegar a tus pezones
y contemplar su pureza y considerarse indigna de tocarlos?

¿Por qué los diosecillos más leves del reino animal
respetaron hasta el hueso tus labios superiores
y tus labios inferiores, como si les doliera
llegar hasta el Olimpo del placer y la creación?
¿Cuántos gusanos tuyos, estirpe de tu muerte,
mató el sol al amanecer del día nono,
cuando empezabas a perder las montañas
de tu paisaje corporal y empezaba tu carne
a ser llanura o mar, pradera y desierto de óseas dunas?

Tus uñas, tu pelo largo como la mañana en el polo,
se perdieron en un suicidio de horquetillas mortales
o un insecto tejedor cosió sin saberlo
tu nombre en la puerta de la cueva que habitas.
¿Y la niña de tus ojos y la última luz que almacenó el iris,
adónde fueron, quién tiene tus colores, tus imágenes,
tus cristales cóncavos y convexos, y el humor vítreo
y el nervio que componía tus visiones?
¿Qué planta, qué hoja, qué raíz, qué polen,
qué estambre o qué pistilo
completaron la flor con un pedazo de tus ojos?

Dímelo, mujer,
y destruiré en guerra sagrada todo el reino animal y vegetal
por mi diosa muerta y viva,
por ti, que eres santa, trina y una e infinita,
misterio comprensible de carne, hueso y pensamiento.

Dímelo,
y destruiré el sistema mineral
y toda la estructura química del planeta
con el hacha de mis sueños,
buscándote por doquier,
cada pedazo de ti hecho manzana
o piel de gato o ala de paloma,
hasta encontrar tus carnes perdidas
aunque sea en la carne que se vende en el mercado
o el helado que excita las papilas del niño.

Encontrarte y unirte
molécula a molécula, átomo por átomo
y soplarte el aliento,

el aliento de vida.

© Juan Freddy Armando

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