La poesía sensualista de Martha Rivera-Garrido, por Plinio Chahín

Martha Rivera-Garrido

      Voy a ponerme sentimental. Se unen dos razones: la primera es el muy viejo afecto que le guardo a mi querida amiga Martha Rivera y a su familia, y la segunda —menos relevante— no ser más el joven a quien la lectura de “Geometría del vértigo” desconcertó hace más de 15 años.

      De haber tenido entonces una mayor experiencia de la poesía actual en castellano habría, quizás, apreciado aún más la originalidad, el tan distintivo talante de sus versos breves, la lenta combustión emocional que los anima y el sabio desgarrón que los impregna. Desde entonces vengo leyendo la poesía de Martha Rivera (compañera y amiga de las altas horas, e imposibles noches caribeñas), y aún siento que nada en su poesía es convencional ni fácil, sino exigente y osado, pero no para distinguirse de nadie, sino para precisarse ella misma. Paul Valéry alguna vez descalificó el valor de la originalidad recordando que un león no es, acaso, sino cordero digerido. Si la originalidad es la habilidad para transformarse uno mismo contra el rasero de los otros, aquilatarla sólo es posible a partir de  los códigos de lo convencional y lo fácil. Estas ideas recogen el sentir generacional ochentista, de la cual espero Martha Rivera sea consciente y compromisaria del riesgoso destino que se juega y asume con ello.

      La poesía de Martha Rivera se ha ido creando desde hace décadas, aunque hasta la fecha sólo haya publicado tres breves poemarios: “Twenty Century (aún sin título en español) y otros poemas”, 1985; “Transparencia de mi espejo”, 1985; “Geometría del vértigo”, 1995, y “He olvidado tu nombre”, Premio Internacional de Novela de Casa de Teatro, en 1997.

       En tal sentido, decía, pues, que la poesía de Martha Rivera se ha ido creando sobre las mismas constantes y el mismo emblema, a pesar de que cada uno de sus libros se sostiene en su originalidad, curiosamente, no por lo novedoso, sino por la fidelidad que guardan a esa vida paralela que habita en su poesía.

      Con la publicación de este nuevo libro, “Enma, la noche, el mar y su maithuna” (Editora El Nuevo Diario, 2013), la originalidad se afirma en el cúmulo de contradicciones que poseen los mismos terrenos tópicos  y líricos de antes, pero con un poderío fabulosamente renovado. Martha Rivera es una poeta original hasta con relación a sí misma, un logro que no es menor. Como su admirada Alejandra Pizarnik, Martha Rivera vive vicariamente en un personaje que puede vivir, relatar y cuestionar  simultáneamente su  historia. Pruebas al canto: estos alucinados  versos que prefiguran algunas reflexiones en torno al desamor y la vida, la soledad y la muerte, la infancia y el sueño, la locura y el miedo, el azar y el suicidio, a través de una imaginaria Enma, que nocturnamente se derrama  en la página en blanco, con lacerados placeres y angustias.

      En este libro, Enma parece escapar de la poesía para vivir como personaje narrativo. Un personaje cuya complejidad espiritual, cuyo feroz anti-romanticismo, desciende de Sylvia Plath, con algo de Antonin Artaud y mucho de Alejandra Pizarnik, la fascinante poeta argentina, que hace más de cuarenta años se suicidó una  hermosa mañana del año 1972, de rabia e incomprensión, apoyada en el  oído cómplice de su amiga y compatriota, la gran poeta Olga Orozco.

       Si Martha Rivera en la poesía suele estar de regreso, con un enriquecido inventario de emociones consumadas, con este libro  linda casi en la maestría.  “Enma, la noche, el mar y su maithuna” no sólo es una voz y una conciencia poéticas, sino el itinerario de una mujer que recapitula sobre los hechos de su existencia con una sensualidad expresiva equivalente a un dual sentido de derrota: “Anoche estuve peleando conmigo mismo y perdí. Soy más fuerte que yo”. Una punzante, urgente necesidad interior la empuja a imbricarse en la forma de sus poemas breves como su vida, sus frases netas y negras, sus palabras cinceladas. El poeta es fantástico como “clown” que no se hubiese maquillado sino la cara y que gesticulase afuera, en una noche tropical, completamente desnudo al borde del abismo. Sin embargo, cosa rara, esta fantasía barroca deliberadamente patética, se manifiesta con un despojamiento extremado, como si el peligro la obligara.

      Se vuelve perpetuamente el combate encarnizado con las palabras y su significado, que la palabra inhallable, y perpetuamente a esa soledad absoluta a partir de la cual Martha Rivera se habla sin lograr decirse. A veces, en dos líneas, ella circunda, comprueba la imposibilidad de expresarse, de encontrar. Se diría que el secreto se esconde en las palabras, el secreto de la vida, y que es allí, y en ninguna otra parte, donde habría una oportunidad de descubrir el misterio, de conocer la paz, de ver surgir un dios.

       Pero el peligro está siempre ahí, al acecho, presto a saltar. Sin cesar participamos en la guerra exacerbada que se libra con las palabras para alcanzar la palabra, y escuchamos el silencio que otorga a cada palabra un rostro preciso.

     Estos relatos, poemas en prosa, “textos”, están llenos de personajes prodigiosos, eventos delicadamente anodinos o rotundos como un sueño, con “vocablos de llanto”, de viaje al final de la noche, donde todo es real, y a la vez, irreal. Estos poemas se cargan con un sentido de amor desengañado, lo mismo que con tragedias gravosas, todos impregnados de pensamientos quebradizos, una imaginación suntuosa y alegre, con un fondo exacerbado. Y todo apunta hacia una actitud de vida marcada por un lúcido escepticismo, un curioso sentido de la grandeza en el infortunio, un heroico patetismo, una resignación tristona y a la vez entusiasta ante la perenne voluntad, o la inercia fatídica, de tener que actuar, de tener que afanarse en la imperativa necesidad de transformarlo todo para nada.

    La retahíla de visiones, deseos y sueños, así como el sufrimiento sumergen a nuestra poeta en el delirio, en cuyo centro atisba algunos momentos en los que sintió que vivir, paradójicamente, tenía sentido. Oigamos lo que ella misma dice: “Mi sangre es el poema”, porque  yo “soy feliz en todo lo que sufre”.

     Este libro no oculta el acto sexual o la “consumación de la carne” y por eso, aunque de adioses, es también un libro de enamoramientos, rupturas y desencuentros. Perderse en la melaza psicológica de los “alter egos” o en la teórica de la poeta y su “personae”, sería perder el tiempo: Martha Rivera vive en Enma y se vive en ella convertida en hecho literario, en un acto donde fluye el otro como errancia del deseo.


         Más allá de la felicidad o la infelicidad, aunque sea las dos cosas, como ha dicho  Paz, “el amor es intensidad; no nos regala la eternidad sino la vivacidad, ese minuto en el que se entreabren las puertas del tiempo y el espacio: aquí es allá y ahora es siempre”. En el amor,  o mejor dicho, en el erotismo, el cuerpo  del otro se fragmenta y transfigura. Mil pedazos vuelan hacia el reino de la imaginación y la tragedia. El nudo entre la libertad y destino —el gran misterio de la tragedia griega y de los autos sacramentales hispánicos— es el eje en torno al cual giran todos los enamorados de la historia.  Trátese del amor a Dios o del amor a Isolda, “el amor es un misterio en el que libertad y predestinación se enlazan”. Pero la paradoja de la libertad se despliega también en el subsuelo psíquico: las vegetaciones venenosas de las infidelidades, las traiciones, los abandonos, los olvidos, los celos. El misterio de la libertad amorosa y su flora alternativamente radiante y fúnebre asume en Martha Rivera un importante papel. El amor en ella no es deseo de hermosura: es ansia de “completud” e infinito.


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