Adrián Javier con Bernardo Silfa Bor en el Taller Literario Juan Sánchez Lamouth
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Poco después de mediodía del sábado 11 de mayo de 1985, después de
visitar a Evan Lewis en su oficina del hoy desaparecido periódico El Sol, en la
zona de Honduras, me dirigí a pies hacia mi casa de Villa Consuelo. Llevaba el
invaluable tesoro de mis poemas publicados en el suplemento “Pasos de
Literatura”, que dirigía Evan. Era la segunda vez que yo publicaba. Tenía 20
años.
Hice una parada “técnica” obligatoria e intermedia en la Biblioteca
Nacional, a leer gratuitamente los diarios del día y a refrescarme con uno de
aquellos baratísimos y sabrosos jugos de tamarindo que servían en su cafetería.
Sorbiendo el delicioso zumo, iba releyendo incrédulo mis propios poemas en el
diario. Al lado mío sentía una mirada insistente, metiéndose en mi periódico,
leyendo sobre mi hombro. Era un muchacho alto, delgado, de ojos enormes, que no
pudo resistirse más, y me abordó con estas palabras, interrumpiendo mi bebida y
mi lectura: “¿tú eres poeta? ¡yo también!” Así conocí a Adrián Javier…
Nos fuimos entonces andando hasta los bancos que estaban (¿o están
aún?) bordeando el lago artificial (casi siempre seco) en la zona verde entre
la Cinemateca y el paraboloide. Allí, a horcajadas en un banco, frente a
frente, hablamos hasta por los codos de poesía, de poemas, de poetas, con esa
intensa pasión, agudeza y lucidez que caracterizaba a Adrián desde siempre. Y
luego nos fuimos a mi casa, a seguir hablando mil veces de lo mismo. Me di
cuenta de inmediato que no era más que poeta, que nunca sería otra cosa que
poeta, pues la poesía le corría por las médulas.
Y para hablar de lo mismo siempre, pero de manera distinta, Adrián
siguió yendo a mi casa: cuando menos lo esperaba, estaba frente a mi puerta.
Había salido hacía poco “Utopía de los vínculos”, de Cayo Claudio espinal, y
ambos estábamos fascinados con ese libro; tanto, que me lancé a escribir un
ensayo sobre él, y mi nuevo amigo Adrián me dio el título: “vincular las
utopías”. Eso nos hizo amigos: la poesía, en momentos de terrible indefinición
y afianzamiento para ambos, a pesar de que soy 3 años mayor. Yo estaba entonces
con la fiebre del Taller Literario César Vallejo, y Adrián involucrado con un
grupo de poetas de la zona oriental, tan importantes como Médar Serrata y el
propio Evan. Muy pronto Adrián, Médar, José Alejandro Peña… demostrarían
contundentemente con su obra la falsa afirmación de que lo mejor de la poesía
de los 80s provenía del César Vallejo.
Ocurrieron entonces cosas, eventos de esos que espacian las amistades
más sólidas: a fines de ese año me casé, y al año siguiente me fui a Nueva
York, para sólo volver casi 20 años después… En mis viajes no lo veía (nunca
supe su lugar de residencia natal), hasta que leo la grata noticia de que
Adrián, a sus 21 años, obtuvo el Premio de Poesía de Casa de Teatro, con un
jurado presidido nada más y nada menos que por Don Pedro Mir. Y así nos
reencontramos en una doble coincidencia: publicaríamos ambos nuestros primeros
libros en 1989, con cercanía titular: el suyo “El oscuro rito de la luz”, el
mío “El oscuro semejante”, a cuya presentación, recuerdo, fue Adrián (tengo
fotos inéditas suyas allí). También estuvieron Zapata, Aquiles Julián, Mateo,
Plinio, Dionisio, Eloy Tejera, Modesto Acevedo y Víctor Bidó y José Alejandro,
mis presentadores. Adrián me había enviado su libro con Angela Hernández a
Nueva York.
20 años después, Adrián me propuso en mi oficina de la Editora nacional
-a donde iba con frecuencia-, que hiciéramos alguna actividad en conjunto para
conmemorar aquella doble coincidencia. Le respondí, encantado, que publicáramos
ambos libros en un solo tomo, bajo el nombre burlón de “Doble Negro” (remedando
el doble blanco de las fichas de dominó, a la vez que hacía ligera referencia a
la palabra “oscuro” en nuestros libros), y que hiciéramos gira de lectura.
Riéndose, me dijo que lo iba a pensar, porque si ya ser negro en este país es
complicado, imagínate que uno se llame a sí mismo negro ¡nada menos que en un
libro! Allí murió la idea. Así era Adrián.
En el ínterin, antes de mi regreso al país, sabía de sus andanzas, iba
a visitarlo a la biblioteca de la Galería de Arte Moderno. Nuestra amistad,
como casi todas, fluctuaba, sin un sí, sin un no. También empezaron a
distanciarse nuestras visiones de la poesía: Adrián se mostró vanguardista en
su primer libro, pero fue derivando a una poesía más cristalina, digerible,
aunque siempre extraordinaria. Mientras, yo me radicalizaba, descontento con mi
primer libro demasiado “ochentista”, y buscaba mi propia voz desesperadamente,
aunque me fuera la vida en ello. Adrián ganaba premios con su poesía clara. Yo
también los ganaba, con estupor, pese a mi poesía oscura. Supongo que es afán
de cada uno ser sí mismo. Hasta que en 2005, a raíz de un ensayo sobre poesía
dominicana contemporánea que publiqué en México, ocurrió nuestro primer
desencuentro serio. Allí yo escribí que el imperativo erótico característico de
la poesía ochentista derivaba a veces en “eros light, de la sintaxis de las
superficies, como el que exhibe Adrián Javier”. 8 años después, sigo viendo eso
mismo en su poesía, sin que llegue eso a significar que no es una poesía fuera
de serie. Adrián es un gran poeta, y una de las pocas voces singularísimas que
tiene mi generación y nuestro país. Siempre lo dije y lo demostré,
antologándolo y hasta lo hice traducir al italiano. Pero él me recriminó el
adjetivo “ligth”…
Dicho sea de paso, ese ensayo mío me generó también el enfado de
Zapata, de quien yo lamentaba que, pese a su formación en psicología y
psicoanálisis, no aprovechara el caudal de este último para verterlo a su
poesía, como bien habían hecho Hinostroza, Luis Hernández y Osvaldo
Lamborghini. Mi gran amigo Plinio Chahín, aunque de modo menos virulento,
también me reclamó que dijera que él “eyacula poco a poco su sintaxis renal,
algo quebrada”. Vale decir en mi defensa que nunca hubo tentativa de reducir la
poética de nadie. Todo lo contrario: mi idea era estremecerlos, hacerlos arder
un poco (en el caso de Plinio creí, lo juro, que lo estaba elogiando). El
problema, que no vi, es que somos de la misma generación, y nunca se entiende
bien un análisis con escalpelo si lo hace el tipo que está al lado tuyo.
Resultado: me arrepentí, no de haber escrito lo que escribí, sino de escribir
sobre mis compañeros de generación. Consecuencia: no pienso escribir jamás.
Pero todo quedó allí, y seguimos siendo amigos todos, desde la conciencia de
que estamos procurando levantar edificios particulares de la lengua poética.
Las diferencias se dan entre hermanos, cómo no iban a darse entre
amigos. No significa que no se quieran o no se respeten. Y a veces se dicen
cosas, se escriben cosas que responden al sentir de momento. Aunque los
ochentistas tenemos fama de practicar canibalismo entre nosotros, no se crean
ese cuento: todos nos queremos mucho (salvo contadísimas excepciones: cuando ha
habido difamaciones personales, por ejemplo) y lo hemos demostrado en momentos
extremos, cuando alguno necesita a otro. La muerte de Adrián, cuya noticia
recibí a las 7 de la mañana del sábado, me duele, profundamente, por muchas
razones: por nuestra historia adolescente, porque era un gran poeta en plena
producción, porque admiro su deslumbrante poesía, porque persistía en el oficio
de escribir a pesar de las tantísimas tentaciones de esta sociedad para que uno
se dedique a otras cosas más productivas, porque era un poeta de mi generación
y porque es el primero de nosotros que muere, muy a temprana edad, justo a
pocos días de que uno de nosotros, Mármol, obtuviera el Premio Nacional de
Literatura. Nadie debe morirse antes de tiempo. Mucho menos un poeta.
No fui su amigo íntimo ni su mejor amigo, pero su amigo sí. Y alguna
vez tuvimos el sueño común de ser grandes poetas. Tal vez mantuvimos un poco de
sana rivalidad literaria, natural entre poetas de una misma generación. Yo a
Adrián lo quise y lo respeté, y sé que él a mí también. Y eso me basta para
honrar su memoria. Que algún resentido escritor frustrado pretenda hoy cebarse
sobre el cadáver todavía tibio del poeta, no va a borrar esa realidad. Allá el
mediocre que irrespeta su memoria, porque nunca vivió una “fiesta poética
innombrable” como la que hemos vivido nosotros los poetas, los que creemos de
verdad en la literatura. Allá él, que no puede dar un testimonio suyo con
Adrián Javier como lo he dado yo. Allá ése. El tiempo, que no yo, lo pondrá en
su justo lugar, el reservado a los cobardes y manipuladores.
Mientras a ti, Adrián, poeta, amigo, buen viaje. Cuando emprenda el
viaje yo, seguiremos del otro lado como siempre, como antes: hablando de poesía
hasta el cansancio.
León Félix Batista |
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