Entrevista a Efraím Castillo (jueves 11 de noviembre del 2004 - Santo Domingo), para la elaboración de la tesina del estudiante de literatura Jasper Vervaeke, sobre la novela El Personero
Jasper
Vervaeke
El trujillato
E.C.:
La sexualidad en las dictaduras juega un rol de primacía. Bastaría con
repasar, no sólo las latinoamericanas, sino también las europeas, asiáticas y
africanas en el estadio que recorrió la de Trujillo y realizar un estudio
analógico. En las dictaduras el poder se ejerce con violencia y uno de sus
blancos favoritos es la mujer, a quien se aplasta desde todos los niveles: desde
el hogar, desde los recintos de la estética, desde las ciencias y desde las
fábricas. Los nazis relegaban a las madres al hogar, la cocina y la iglesia, a
excepción de Leni Riefenstahl y otras pocas, y lo mismo ocurrió en la Italia
fascista y en la España de Franco. En la única dictadura que la mujer sobresalió
un tanto fue en la estalinista, aunque el papel que jugaron las amantes fue
vergonzoso. La entrega de muchachas a Trujillo por parte de sus padres fue una
reproducción de lo acontecido desde la colonia, donde los hateros y hacendados
tenían el derecho a disponer de los virgos de las hijas de sus esclavos,
primero, y de sus peones, después. Esa práctica, sin embargo, reprodujo la misma
cultura del desvirgamiento que se
operó durante el feudalismo y ésta la de los procesos de reproducción rupestres.
Lo que ocurre es que durante el ejercicio dictatorial se potencian todas las
aberraciones y es de todos sabido el extraordinario apetito sexual de Trujillo,
quien murió, precisamente, cuando se disponía a acudir a una cita
amatoria.
E.C.:
Todos los personeros de la dictadura trujillista trataban, de una forma
u otra, de imitar al Jefe. Por eso —y
con excepción de la época colonial, donde el poder de los hateros se
contabilizaba por sus queridas o
amantes—, la Era fue también un
circuito donde proliferaron las mujeres que buscaban la ascensión social a
través de esa práctica. La sociología del queridaje, entonces, es otro material
para el estudio de un menage-a-trois
que alcanzó cierta categoría en el organigrama familiar. Como ideólogo principal
del régimen, Monegal tenía que seguir
unas reglas que vinculaban la hombría, el poder y el bienestar a las conquistas
amorosas, aunque sabía que su liaison
con Marta le haría perder su sensus communis, ese
sentido común que le había acompañado hasta entonces. Las voces corales que
inserto en la novela lo señalan al final, cuando el personero deja de aparecer
frente a la ventana: ¡A lo mejor éste
(Monegal)
ya se fue, recuerden que se encerró por
amor!
A finales
del Siglo XIX el país contaba con menos de un millón de habitantes y aunque la
población analfabeta rondaba el noventa por ciento, contábamos con cientos de
poetas —muchos ilustrados y otros no— y un poco más de una docena de narradores
(en Internet se pueden obtener estos
datos accediendo a la biblioteca digital del diario El Caribe).
13.
Pregunta: ¿La
formulación de la teoría de la sobrevivencia (217) tiene que ver con la
idiosincrasia del pueblo dominicano? ¿A este respecto se podría decir que el
Trepador es un “tíguere” dominicano? ¿Cuál ha sido el propósito, también en lo
que se refiere a la amistad entre Gómez y
Martínez?
El trujillato
1.
Pregunta: Sabemos que usted completó su trilogía
evocando a Trujillo, pero en varias ocasiones los personajes critican
abiertamente a los que escriben sobre el trujillato. ¿Esas críticas expresan el
que se da cuenta de que puede llover sobre mojado?
Efraim
Castillo: Antes de
responder la pregunta debo aclarar algo: no escribí mi trilogía de novelas
—integrada por Currículum (El síndrome de
la visa), El Personero y Guerrilla nuestra de cada día— evocando
a Trujillo, sino al trujillismo, que
es otra cosa. Trujillo fue tan sólo un hombre, un accidente, un ente, alguien que por inducción y
persuasión de un organismo, que como los US Marine Corps, o marines, debía dejar en el país un
ordenamiento básico para los EE.UU.; recuperar el pago de la deuda externa de la
República Dominicana tras la compra efectuada por la Santo Domingo Improvement Co. a la Westendorp,
en 1897. El trujillismo, como dije, es otra cosa. El
trujillismo fue un sistema que
aglutinó inteligencia y fuerza brutal para incidir, de manera absoluta, en la
totalidad de la producción social dominicana, incluyendo, desde luego, el más
dominante ordenamiento de las demás estructuras. Por eso, el atropello de
Trujillo se operó desde un sistema que introdujo cambios radicales en la vida
del país y que —a cuarenta y tres años de su muerte— se siguen sintiendo.
Posiblemente sea esta una de
las razones por las que critico, a menudo, a quien escribe sobre el trujillismo y se detiene, enfáticamente,
en señalamientos concernientes a los efectos negativos del hombre, obviando a priori las demás significaciones
introducidas —para beneficio del país— por la dictadura. Algo similar ha ocurrido en
mucha de la literatura construida alrededor de los regímenes fascistas de
Alemania y España, comandados por Hitler y Franco, donde —a veces— se introducen
las anécdotas e intrigas como paradojas para —y como diría
Wittgenstein— crear las incertidumbres y dudas que, casi siempre devienen,
cuando no en puro folclor, en mitos. Todo crítico literario sabe que la historia
comenzó —basta sólo con leer a Heródoto— con una simple narración donde el
tuétano de la historia era lo de menos porque lo trascendente consistía en
elevar la entretención de la cosa referida por encima de la verdad histórica.
Dos mil cuatrocientos años después, Wittgenstein, en su Tractatus logico-philosophicus nos
señala que uno de los recursos para comprender la historia es la evidencia y, cuando todo falla,
entonces apelando al silencio; es decir, callando.
La Era de Trujillo, o sea, el régimen
implantado por Trujillo (el trujillismo) fue un sistema integrado —y
constantemente alimentado en un espacio de treinta y un años—, por casi tres
generaciones de dominicanos, fortaleciéndose con inmigraciones de españoles,
judíos europeos, húngaros y japoneses, y para no sólo novelarlo o referirlo como
suceso o evento, el narrador o historiador no deben apoyarse únicamente en la
anécdota y el chisme, sino ubicar y referir las evidencias y sus consecuencias… o callar. De ahí,
entonces, a lo de llover sobre
mojado, a ese machacar de intrigas que oculta acontecimientos desfavorables
y favorables sobre la Era.
2. Pregunta: Usted
nació en pleno trujillato (1940) y creció durante la Era. ¿Cómo fue ser joven y
adolescente en ese período? ¿Qué cosas recuerda particularmente? ¿Cómo era, por
ejemplo, la enseñanza?
E.C.: La
importancia de mi generación (la generación del 60) radica en que fuimos
testigos de excepción de una época en
que morían y nacían esquemas y estructuras. Nuestra generación fue testigo —en
su último estadio— del inicio de la desaparición de los totalitarismos y de ciertos humanismos, así como del arribo
inmisericorde de la peor de las ideologías —la del bienestar—, incubada por el new deal de Roosevelt y catapultada por
el fair trade de los cincuenta, donde
el ocio comenzó a apoyarse en la cibernética, abriéndose a revoluciones que,
como la cubana y la cultural china, fueron paradigmas. Así, a nuestra generación
le tocó comprender a-la-carrera lo que significaba un esquema social enfermo y,
tras sumergirnos en las fragmentaciones y rupturas de sueños y utopías, ser
empujados, cada vez con mayor incidencia, hacia lo fácil, hacia ese borde
alimentado por la cáscara y la apariencia.
Ser joven
y adolescente en el trujillismo se
reducía a dos apuestas: loar o sucumbir (tal como ocurría con los jóvenes y adolescentes de la Alemania
nazi, de la Italia mussoliniana, de la Unión Soviética estalinista, de la España
franquista o de la China de maoísta). Por eso, los que fuimos jóvenes y
adolescentes en la Era, no fuimos
diferentes a los jóvenes y adolescentes de la Alemania nazi, de la Italia del Duce, de la Unión Soviética de Stalin,
de la España de Franco, ni de la China de Mao, a excepción de que Hitler
encendía a las juventudes alemanas con la argumentación de una supuesta
superioridad racial, de que Mussolini lo hacía apoyándose en el viejo esplendor
romano, de que Stalin —dándole la espalda a las motivaciones marxistas—,
explotaba un discutible paneslavismo; de que Mao —con los vestigios de la
grandeza china a cuestas— lo lograba con la muralla, la ciudad prohibida y todas
las glorias de las viejas dinastías; y Franco, perversamente, con un catolicismo
trasnochado.
Los que
fuimos jóvenes y adolescentes en el trujillismo sabíamos que el mañana no
nos pertenecía y por eso recurríamos a soñar hasta que se abrió, primero la
ventana del existencialismo
sartreano, y luego la puerta de la revolución cubana, donde recibimos
señales acerca de que no todo estaba perdido. El existencialismo, como
un-darnos-cuenta de que dentro de nosotros podíamos ser libres, fue una coraza
donde nos sumergimos algunos para luego estallar junto a esa algarabía
continental que fue la revolución cubana. Sin embargo, como todo lo que forma la
dicotomía dictadura-libertad, el régimen totalitario de Trujillo calcó ciertas
esencias de los europeos y jugó a la eternidad a través de construcciones e
intangibles que, como las edificaciones, la educación y las ciencias, se
emparentaban con el futuro.
3.
Pregunta: “¿No
éramos más felices que ahora?” “¿De qué vale la libertad con hambre?” “Hoy, con
el Jefe, tendríamos menos libertad y más pan.” “¿Era aquello peor que esto que
se vive ahora?” Son algunas citas del libro, que vienen sobre todo de la Viuda.
¿Son cosas que hoy en día todavía les preocupan a los dominicanos? ¿Todavía es
difícil soltar ese pasado? ¿Qué opina sobre el tema?
E.C.:
En el imaginario dominicano Trujillo no ha muerto, aún el sesenta y
cuatro por ciento de la población del país haya nacido después del 1961, año en
que fue muerto. Y esto debido a que las estructuras del país creadas por aquel
sistema son, con muy pocas modificaciones, las que aún nos gastamos.
Posiblemente la más sólida de esas estructuras sea la milicia, creada como un
calco de la norteamericana y que, junto a la policía y los servicios de
inteligencia, era la encargada de guardar el orden durante la dictadura. A pesar
de que el cincuenta por ciento de los dominicanos nació a partir del 1986, es
decir, veinticinco años después de la muerte de Trujillo, el hogar, la escuela,
la prensa y la industria editorial se han encargado de mantener viva su imagen a
través de condenas y, a veces, de loas, por una razón que parece poco
convincente: porque el tema de Trujillo vende.
Distinto a
como se estableció en las dictaduras de Stalin, Mussolini, Hitler y Franco,
donde la exclusión de trotskistas,
judíos y comunistas era una estrategia de cohesión, Trujillo lo hizo a la
inversa, atrayéndose a la crema y nata de la intelectualidad pensante, ya fuera
ésta izquierdista, como aconteció con Francisco Prats-Ramírez, un derechista,
como sucedió con el caso de Manuel Arturo Peña Batlle; o de origen humilde, como
sobrevino con Ramón Marrero Aristy. Del mismo modo, Trujillo creó una
oficialidad élite en los cuerpos armados que, hasta el día de hoy, sus
descendientes de tercera y cuarta generaciones mantienen activa.
La
analogía de qué diablos fue mejor entre aquello y esto se establece a través de un cordón
que no es umbilical sino testimonial donde se columpian el desayuno escolar
nutritivo, el obsequio de uniformes y libros, la calidad del profesorado, la
puntualidad del año escolar, entre otros ítems. Europa y el mundo lo saben: las
tiranías apuestan al futuro con unas estrategias que, por lo regular, sobrepasan
varias generaciones a través de testimonios como el de la Viuda Monegal.
4.
Pregunta: ¿Recurrió
a fuentes concretas o hechos concretos para evocar en los capítulos del Gordo y
del Flaco, por ejemplo, la teoría del antihaitianismo (138) o la llegada de los
cibaeños a San Cristóbal (140)? ¿Cómo procedió y cómo ve la relación con la
historiografía sobre Trujillo?
E.C.:
El antihaitianismo en
República Dominicana no requiere ser rememorado para sentir sus latidos, porque
forma parte de nuestro modus vivendi.
El antihaitianismo nace con nosotros y nos acompaña a la escuela, a la iglesia,
a los lugares de diversión y, a veces, hasta lo sentimos presente en los
momentos de alta sexualidad. Pero ese péndulo de odio que se mueve sobre los
dominicanos no es unívoco en esta parte de la isla, ya que del otro lado, desde Haití, también vive y
molesta un sentimiento igual —o peor— hacia nosotros, sobre todo a partir de la
tiranía de diez años del caricaturesco emperador Faustin Soulouque (1849-59),
quien alimentó la idea de que la verdadera independencia dominicana era una
consecuencia de la haitiana y de que la isla total les pertenecía. Posiblemente
muchos europeos se pregunten la razón de que Haití, la colonia americana más
rica a comienzos del Siglo XIX, sea hoy, no sólo el país más pobre de
Latinoamérica, sino de todo el mundo. La razón es bien simple: mientras que para
un colonialista francés un negro era un esclavo, un colonialista francés o
europeo era el mismo demonio para un negro. Así de terrible era el odio que se
reciprocaban los amos y sus esclavos, un odio que tuvo su culminación a finales
del Siglo XVIII, haciendo estallar las primeras rebeliones hasta culminar con la
independencia haitiana en 1804. Pero la acumulación de maltratos a que fue
sometido el esclavo en Haití hizo que el recién liberado esclavo siguiera
odiando lo blanco y todo lo que él representaba: tecnología, lengua, cultura.
Dentro de ese odio entraban los mulatos porque no representaban la condición
emblemática de su identidad: el color negro puro. Así, la parte española de la
isla, con su población inmensamente mulata, se convirtió en blanco de esa
animadversión.
Otra
noción para explicar ese odio recíproco entre dominicanos y haitianos se
encuentre alojado, tal vez, en las piraterías inglesas, en los asentamientos de
los aventureros normandos franceses en la isla de La Tortuga y —¿por qué no?— como lo
señalé en mi novela Guerrilla nuestra de
cada día, concebido en dos acuerdos metropolitanos: la llamada Paz de Ryswick (1697) y el tratado de Aranjuez (1777), donde las
metrópolis sentenciaron el futuro de La
Hispaniola. Es decir, esos malditos tratados nos formaron tal como fuimos y,
peor aún, como lo que somos hoy y lo que tratemos de ser en el futuro. A través
de esos convenios este lado de la
isla fue condenado —por la corona española y el catolicismo romano— a uno de los
más crueles abandonos que conoce la historia.
Es penoso
que, aún, mucha de la historiografía española se adhiere a otras nociones para
obviar los fenómenos que la llevaron al atraso y, por consiguiente, a la pérdida
de su extraterritorialidad, como fue la preponderancia de la plantación como eje del complejo
económico del Caribe, así como del resto del continente y el mundo. Mientras
España se aferraba a la explotación del oro en un mundo preindustrial,
Inglaterra y Francia propulsaban el comercio del azúcar, cacao, café, algodón y
tabaco (con mano de obra esclava), llevando la plantación hacia un extraordinario
protagonismo comercial y convirtiendo a St. Kitts, Barbados, Jamaica y Saint
Domingue (Haití) en prototipos del desarrollo colonial. El historiador británico
Gordon Lewis (1987) relaciona ese periodo de esplendor colonial con una ideología de la plantación que catapultó
la trata de esclavos hacia su mayor pico histórico. Ese modelo económico
trató de ser copiado por Puerto Rico y la parte española de Santo Domingo, pero
por la pobre estrategia comercial de la metrópolis nunca pudo despegar. Es
importante decir aquí que una de las ventajas del comercio marítimo de los
ingleses y franceses se debió a la utilización de naves más livianas y veloces
que las empleadas por la corona española, la cual, no obstante su fracaso con la
llamada armada invencible, no copió las diseñadas por los
armadores holandeses, quienes fueron los verdaderos creadores de la modernidad.
El errado
concepto de que la independencia de la parte española de Santo Domingo fue una
consecuencia —por ósmosis— de la haitiana y que aún se mueve en Haití a través
de consignas aupadas por políticos e intelectuales, se disipa por una sencilla
razón: la esclavitud en este lado de la isla se reducía a una práctica sui generis, debido a la pobreza de las
plantaciones, ejerciendo este fenómeno el nacimiento de una sociología que aún
no se ha estudiado: la del mulataje
como categoría racial. Dentro del abandono a que fue sometido por la España, el
esclavista de nuestro lado socializó
con su esclavo y de esa vinculación germinaron el mulataje y el compadrazgo —en tanto
amistad condicionada al juego de dominó, la práctica de una santería alejada del
animismo yoruba (o vudú, que se oficia en Haití) y el
bautizo de niños.
Para nadie
es un secreto que Trujillo era una fiel representación del mulataje —como somos alrededor del
cincuenta por ciento de los dominicanos—, una condición que le fue señalada al
dictador por los interventores yanquis a comienzos de diciembre del año 1918,
cuando se presentó ante los interventores para su enrolamiento en el cuerpo de
marines con una recomendación del
oficial norteamericano James McLean, amigo de Teódulo Pina Chevalier, tío del
futuro hombre fuerte dominicano. El enganche de Trujillo al USMC fue producto de
la necesidad norteamericana de formar a la carrera un ejército de dominicanos
debido a que sus mejores hombres destacados en el país fueron conducidos a
Europa para participar en la guerra.
Si algo ha
caracterizado al personero dominicano
a través de la historia ha sido la facilidad con que se adhiere a la coba (la adulación o lisonja, si se
prefiere) y a las serruchaderas de
palo (expresión que usamos cuando alguien, a través del chisme o de la
intriga, hace perder su posición a otro) y Trujillo era débil, sumamente débil
frente a estas artimañas cuando ensalzaban su gigantesco ego.
Por otra
parte, a los cibaeños los vi llegar a
San Cristóbal porque vivía frente a frente a la escuela pública, que fue el
lugar en donde fueron recibidos por el gobernador provincial y otras autoridades
civiles y militares. Fue así como me convertí en testigo directo de aquella intermigración —que es el neologismo que
utilicé en la novela para exponer la teoría del mestizaje en uno de los
documentos del personero que
descubren los bibliotecólogos.
Aquel
movimiento humano fue parte de una política de mestizaje racial cuyo fin era blanquear los residuos de los
asentamientos esclavos en las zonas de Hatillo y Nigua, en la provincia natal de
Trujillo. En uno de esos poblados —Nigua— se escenificó uno de los primeros
levantamientos de esclavos de América y fue baluarte del
cimarronaje.
Los cibaeños que fueron transportados a San
Cristóbal estaban integrados por familias (padres y madres jóvenes con hijos) y
todos eran blancos provenientes, en su mayoría, de las Lomas de Gurabo, una zona suburbana de
la ciudad de Santiago, en donde no abundaron las mezclas entre españoles y
esclavos. Esta intermigración dio,
desde luego, los resultados buscados, porque como viví cerca de cinco años en la
que se llamó ciudad benemérita y
luego me mantuve visitándola hasta que mi madre y mis hermanos fueron obligados
a abandonarla por razones políticos en el año 1959, pude observar cómo numerosos
muchachos y muchachas sancristobalenses se casaron con muchachos y muchachas gurabeños. Una de las familias cibaeñas que fue transportada a San
Cristóbal fue, precisamente, la del ex presidente Hipólito Mejía, quien se
autotitula, pomposamente, El guapo de
Gurabo.
5. Pregunta: “El
Personero” cuenta, también, la historia de su propia
creación. Así usted menciona (con demasiada modestia) su propio nombre (“Efraim
Castillo, un escritor de mala monta, pornográfico”). ¿Cómo ha procedido para
escribir la novela?
E.C.:
El
Personero es una
novela polifónica, en donde voces provenientes de múltiples zonas (sujeto
problemático, sujetos satélites, coro y meta-sujeto) se mezclan para conformar
una unidad narrativa con una relación específica entre sus partes y la totalidad
del texto, y transitando alrededor de una estructura que responde al enunciado
de Lukács (1962) que define la novela como un ilimitado discontinuo (que se) opone al
infinito continuo de la épica. En El
texto de la novela (1970) la psicoanalista y lingüista franco-búlgara, Julia
Kristeva, reafirma este concepto —que jugó un rol de primacía en la literatura
europea por casi cuarenta años— rescata lo referente a la intertextualidad de Mijail Bajtin, sobre
todo en lo referente a la intersubjetividad (Kristeva, 1981). Mi
inmersión como voz en el texto de El Personero obedece a una razón
fundamental: evitar el concepto falsificador de la realidad. Como locutor, como
voz-guía para enrumbar una trama que estaba reproduciendo demasiada realidad,
inmiscuí mi nombre en el orden de la ficción (aunque en son de burla) para reafirmar que lo narrado obedecía a una
ficción literaria y no a la historia.
El
Personero es el
resultado de dos procesos: el vivencial, que modeló mi cultura, y el
testimonial, que fue el que me
obligó, a través de mi rol de escritor, a exponer los nudos problemáticos de un
sistema que, aún, atenta contra la totalidad. Los calificativos de escritor de mala monta y pornográfico los inserto como un
preludio del fracaso de la aventura literaria proyectada por los bibliotecarios,
los cuales se forjaron su propia utopía con los despojos del vía crucis de
Alberto Monegal, el personero.
6.
Pregunta: El libro está dedicado a Eugenio de Marchena
y a otros que murieron bajo Trujillo. ¿Por qué privilegió a De Marchena (220;
287)? ¿Qué simboliza para usted?
E.C.:
Eugenio de Marchena, un capitán del ejército que orquestó un complot
contra Trujillo a mitad de los cuarenta, ha sido uno de los héroes más olvidados
de la República Dominicana y a quien, simplemente, se recuerda a través de una corta y estrecha
calle de Santo Domingo que lleva su nombre. Para comprender la heroicidad de De
Marchena, primero hay que entender qué constituyó el miedo en la sociedad dominicana,
oprimida por una dictadura a la que no le temblaba el pulso para robar, torturar
y matar. Trujillo ascendió al poder siguiendo un trazado yanqui de domesticación
interna, en donde la tortura era el preludio para detectar y aplastar cualquier
conspiración, cercenándola desde la parte sana del cuerpo. El dictador tejió —no
sólo en la población civil, sino también en su propio ejército— un pánico tal,
que la delación en el cuartel era más frecuente que entre el resto de la
población. Desde luego, ese terror, ese miedo dentro de los cuarteles sólo era
percibido por los que, como yo, estábamos vinculados al ejército a través de un
familiar cercano. Mi padre, Efraim Arturo Castillo, fue un oficial que entró a
la milicia en 1922, en plena ocupación yanqui, y alcanzó el rango de capitán,
dieciocho años más tarde; es decir, en 1940.
Cuando
comencé a escribir El Personero, en
1984, tenía la idea de tejer dos historias que convergerían en el complot del
capitán De Marchena. Una de las historias debía centrarse en la ascensión como favorito del círculo íntimo trujillista de un personero que se
enamora de la amante favorita del dictador, y la otra en el rápido ascenso de un
oficial del ejército que decide derrocar a Trujillo. Aunque ambas historias se
relacionan, intertextualmente, de
ninguna manera representan lo que había ideado. En el trazado inicial de la
novela, el complot del capitán De Marchena no constituía una trama satélite,
sino que se integraba al desenlace. O
sea, al violentar lo presupuestado en la idea original, que era otorgar al
complot militar la misma carga de significantes que contenía la aventura amorosa
de Monegal y Marta, no tuve más remedio que relegar esa historia a la
temporalidad del enunciado, donde De Marchena carece de voz y sólo habla a
través de lo que Benveniste señala como uno de los niveles del discurso.
Por haber
recortado el complot de Eugenio de Marchena, insertándolo como una trama
satélite dentro de la novela, cuando la idea primaria era situarlo como un
discurso dual de la historia, sentí que era una obligación dedicar la obra a
quien fue uno de los grandes héroes de la resistencia antitrujillista.
Relación con Vargas Llosa, La fiesta del Chivo
7.
Pregunta: Su novela
comparte la temática, parcialmente, con “La fiesta del chivo”. ¿Qué opina
sobre este libro? ¿Cómo lo percibe en relación a su libro y a la representación
de Trujillo?
E.C.:
La temática de La fiesta del
chivo no fue para mí una sorpresa, ya que la literatura de ficción tejida
alrededor de la Era de Trujillo es
sumamente abundante. El Personero lo
escribí quince años antes (1984) de que Vargas Llosa publicara su novela y tengo
tres testigos importantes para probarlo, ya que entregué a ellos sendas copias
del texto original: uno a la académica y crítica alemana Frauke Gewecke, de la
Universidad de Heidelberg (ver en el
Anexo 1), quien hizo mención de la novela en uno de los más importantes
diccionarios literarios germanos, en 1989; otro a Lourdes de Cuello, esposa de
José Israel Cuello, a quienes dedica Vargas Llosa su novela (ver en el Anexo 2 el plan de relaciones públicas y
publicidad que esbocé para el lanzamiento de La fiesta del chivo en República
Dominicana, que entregué a Lourdes en el mes de julio del 1999); y el tercero al
lingüista y crítico literario Diógenes Céspedes.
Quizás
parezca mentira, pero no puedo opinar sobre La fiesta del chivo porque todavía no la
he leído, aunque sí muchos de los trabajos que se han escrito sobre ella,
algunos de los cuales —sobre todo los correspondientes a críticos dominicanos—
coinciden en que el escritor nacionalizado español (cuya novela La ciudad y los perros forma parte de mi
canon) tergiversó muchos hechos históricos, algo que Tzvetan Todorov llama,
cuando se cambian hechos, sentimientos y experiencias en una obra de ficción, una infracción al orden.
Al
respecto, considero que la creación literaria puede ir hacia cualquier lugar
dentro de eso que Antonio Elorza enuncia como el orden de la ficción. De ahí, a que
para no caer en lo panfletario y operar la neutralidad ideológica, la literatura
de ficción debe respetar —según argumenta el propio Elorza— el orden de la vida y la realidad
histórica.
Para
explicar la complicidad de numerosos intelectuales en el sistema trujillista,
los fundí a todos y creé al personero. Por eso le negué al doctor
Diógenes Céspedes que el personaje problemático de la novela fuera Peña Batlle
(algo que nunca me creyó) o Garrido o Balaguer o Marrero Aristy. El personero de
mi novela está integrado por la mayoría de los intelectuales que operaron un
sistema de loas y complicidades dentro del tejido de la dictadura. Eso sí,
respeté los hechos históricos y asumí la responsabilidad de una ficción total,
tan sólo cómplice de ciertas coincidencias imposibles de salvar y que —como
explica Lukács en su Teoría de la
novela, apoyándose en Hegel—, se insertan en el texto cuando se enfrentan
la totalidad de la vida a la totalidad del movimiento y los objetos.
8.
Pregunta: Tanto en
“La Fiesta del Chivo” como en
“El Personero”, el sexo juega
un papel importante. En ambas novelas hay un padre que lleva su hija al Jefe.
Sin embargo, Urania y Marta reaccionan de manera totalmente distinta. En el caso
de la relación sexual entre Trujillo y Urania, se trata de violación, mientras
que a Marta le gusta; admira al Jefe. Parecen ser dos extremos. ¿Cree que ambas
reacciones se encontraron en realidad?
La
diferencia entre Urania (el personaje femenino problemático de La fiesta
del chivo) y Marta
(el de mi novela) reside en que Vargas Llosa fabrica un falso expediente
alrededor de su personaje, estableciendo un encuentro violento, mientras que en
mi novela lo aderezo con un poema de Rubén Darío recitado por el propio Trujillo
(¡Amoroso pájaro que trinos
exhala / bajo el ala a veces ocultando el pico; / que desdenes rudos lanza bajo
el ala, / bajo el ala aleve del leve abanico!), mientras ella toma
champán y él su brandy favorito, todo con el propósito de operar una metáfora
escatológica a partir de las imágenes significantes, porque, que se sepa,
Trujillo sólo violó mujeres cuando sirvió como oficial de las tropas de
ocupación —destacándose el caso de Isabel Guzmán, que reproduzco en mi obra Los inventores del monstruo. Se podrá
argüir que las amantes de Trujillo no fueron, en realidad, sus amantes, porque
la mayoría, la inmensa mayoría, fueron muchachas llevadas al dictador a cambio
de prebendas. Pero, exceptuando dos o tres, casi todas fueron casadas con
oficiales de las fuerzas armadas y ninguno de sus esposos guardó rencor hacia el
dictador debido a presuntas violaciones. A veces, se cometen errores de
falsificación extrema cuando se trata de conciliar ciertas necesidades narrativas.
9.
Pregunta: ¿Está de
acuerdo si digo que Vargas Llosa, en su novela, se propone más bien denunciar la
violencia y mostrar la cara cruel del régimen, mientras que para usted la Era es
sobre todo el cuadro dentro del cual se desarrolla la historia? Es decir, ¿usted
se centra en los amores, las intrigas?
E.C.:
El
Personero es, ante
todo, una historia de amor que viaja alrededor de un círculo de horror e
intriga. Es una historia de amor como cualquier otra, excluyendo, desde luego,
que los personajes involucrados en el affaire tienen compromisos insalvables
con un tirano: Marta como amante favorita y Monegal como ideólogo del reino.
Pero en El Personero busqué
explayarme hacia una dialéctica social que debía tocar, panorámicamente, las
alegrías de un país que, ¡por fin!, había saldado su deuda externa, logrando
cierto grado de desarrollo por primera vez en su historia, y las penurias de los
que, como Eugenio de Marchena, deseaban otro tipo de satisfacción. Desde luego,
para describir el espíritu de la Era
debía establecer los correlatos ideológicos fundamentales que han incidido en el
imaginario de la República Dominicana desde su fundación: el peligro haitiano,
por una parte, y la dicotomía blanco-negro-mulataje, por la otra, colocando a
Monegal como el teorizador que los enlaza.
Tema del amor, personajes
10.
Pregunta: Usted
describe variantes del amor, no sólo heterosexual, sino también homosexual. ¿Qué
función tienen estos fragmentos incorporados a la novela, sobre el día de bodas,
sobre el hijo de Monegal, sobre Marta y Sor Gatusa?
E.C.:
Así como el machismo y la exaltación de la testosterona constituyen un
sistema de opresión en las dictaduras, el homosexualismo es su contradicción,
casi su némesis. Todas las narraciones de homosexualismo de mi novela las
inserto como parte de la otra
historia, de ese país clandestino que se movía dentro de la Era. Así, la carta de la amante que
narra a Monegal cómo es seducida por la
cuñada el día de sus bodas, y que los bibliotecólogos registran como el acto número 0001 del drama que vivió el
país, constituye, al igual que el episodio de Marta con Sor Gatusa, ejes de una cotidianidad que
sobrevuela los tributos y órdenes exigidos por las dictaduras. El caso de J.
Antonio es otra cosa: constituye la venganza de la Viuda Monegal por los excesos
extramatrimoniales del personero, los cuales la llevan, inclusive, a contagiarse
de sífilis tras un viaje de su esposo a Haití. Como una estrategia donde el
odio, la angustia y el dolor convergen violentamente, la Viuda Monegal conduce a
J. Antonio hacia su conversión en homosexual, vistiéndolo con ropitas de niña,
comprándole muñecas, e inscribiéndolo junto a sus hermanas en clases de ballet
con la mejor instructora de la época: Madame Corbett.
11.
Pregunta: En cuanto
a Monegal, es obvio que le gustan mucho “las faldas”. ¿Se podría decir que
Monegal, en su relación con Marta, se muestra el polo opuesto del “macho típico”
(El Jefe), ya que Marta le hace perder la cabeza? ¿Se muestra una persona frágil, “débil” en la
opinión del “macho típico” para quien la mujer es mero objeto de
deseo?
12.
Pregunta: Monegal es
un intelectual cuya biblioteca contiene todos los clásicos de la literatura y
filosofía mundial. ¿Era posible tener tal biblioteca bajo la
dictadura?
E.C.: La
biblioteca que reproduzco en El
Personero es la que heredó mi madre de su padre, Alberto Arredondo Miura, mi
abuelo, quien aprovechó sus múltiples viajes a Europa para comprar libros y
otros objetos que coleccionaba de manera casi enfermiza. Esa biblioteca llegó a
contar con más de quince mil volúmenes y antes de que fuera arrestado y
torturado en la vieja cárcel de Nigua por negarse a destruir los archivos que
contenían los procesos de abigeato (robo de ganado) de Trujillo y sus familiares
(mi abuelo era juez presidente de la Suprema Corte de Justicia), se reunían en
su hogar destacados intelectuales dominicanos: Juan Bosch, Alexis Liz y Joaquín
Balaguer, entre otros. Pero en el país había otras bibliotecas fabulosas, como
las de Emilio Rodríguez Demorizi, Francisco J. Peynado, Manuel Arturo Peña
Batlle, Víctor Garrido, José Ortega Frier, Gustavo Mejía-Ricart, Rafael Damirón, Rafael Américo Henríquez, y
otras.
E.C.: La segunda acepción que da
al vocablo trepador el Diccionario de
la Lengua Española (de la Real Academia, 2001) es muy explícita: que trepa sin escrúpulos en la escala
social.
En el tejido social
dominicano el acto de trepar sin
escrúpulos se ha convertido en una verdadera epidemia, enraizándose en todos
los niveles: los partidos políticos, la iglesia, los institutos armados, la
burocracia oficial, las estructuras industriales. Pero al trepador no se le debe confundirse con
el tíguere, en virtud de que éste
adolece de la estrategia con que aquél opera. Mientras el tíguere establece su plan de acción a
través de una descarada inmediatez,
asaltando por sorpresa a su víctima (para pedir o engañar), el trepador opera la sumisión, la coba y un
servicio ilimitado de patrañas y denuncias que puede alcanzar la alcahuetería,
primero, y el crimen, después.
En El Personero presentó a Gómez y Martínez
como los trepadores por antonomasia. Martínez trepa a través de su hija y Gómez
a través de otros trepadores
utilizando su experiencia burocrática y el conocimiento profundo de los
personeros que se mueven en el círculo íntimo de Trujillo.
Praxis escritural
14.
Pregunta: Usted
integra elementos de una novela policiaca tradicional en la trama y se refiere a
autores como Dashiell Hammett (360), a personajes como Holmes (319). ¿Lo influyó
mucho este género que sólo ha adquirido más fuerza desde hace dos décadas en
América Latina?
E.C.:
Definitivamente comencé a escribir El
Personero con la idea de realizar una novela negra, un género que me
apasionó desde que leí las tres historias de Poe que lo crearon: Los crímenes de la calle Morgue, El misterio de Marie Roget y La carta robada. Las historias de Poe
hicieron que cavilara acerca de si Los
miserables, Crimen y castigo y
otras grandes novelas no entraban en
el mismo género negro. Porque, ¿no es acaso, no sólo la novela, sino la literatura negra (que muchos estudiosos
consideran que nació con el Edipo Rey
de Sófocles), una estructura donde se insertan uno o varios crímenes que un
sujeto (en este caso un detective, o un intelectual, o un científico) debe
investigar a través de métodos establecidos o nuevos, obteniendo en el
desarrollo de la trama múltiples respuestas salpicadas de violencia, hasta
alcanzar o dejar latente una solución
inesperada? Al principio pensé en titular la novela como La conexión del halcón, tal vez
influenciado por El halcón maltés de
Dashiell Hammett, pero comprendí que el texto no reunía esa estructura del pulp, ni mucho menos del hard boiled, y aunque tanto el Gordo como el Flaco podían incrustarse en las señas
clásicas de los investigadores del serial negro, carecían de la violencia e
intuición de los detectives norteamericanos y franceses (como un Sam Spade o un
Inspector Maigret de Simenon), desprovistos, asimismo, de la elegancia de los
postvictorianos (Sherlock Holmes y Hércules Poirot). Así fue que decidí
olvidarme del género negro, dejando a un lado los asesinatos presupuestados e
insertando, como un halo de misterio, el caso de la hija de Marta, que tanto
Monegal como Trujillo consideraban suya.
15.
Pregunta: ¿Por qué
son siempre muy gruesas las novelas que publica?
E.C.: Horacio
Quiroga, el más intenso de los cuentistas latinoamericanos, sabía que para
escribir una historia corta se tenía que tener en cuenta hacia donde se iba,
destacando que las tres primeras líneas revestían casi la misma importancia que
las tres últimas. Pero eso, desde luego, sólo puede aplicarse al cuento, no a la
novela. La novela es —volvamos a Lukács— un ilimitado discontinuo y, como agrega
Julia Kristeva, un relato que debe
superar la epopeya y al (propio) cuento. Kristeva afirma que en la novela, la unidad del universo no es
ya un «hecho», sino un «fin», en el que la investigación introduce un elemento
dramático. Superar la epopeya y al propio cuento lo podemos encontrar en una
reducida exposición como en el Pedro
Páramo, de Rulfo, o en una extensísima relación de relatos conectados a un
personaje problemático, como en el Ulises de Joyce. Es decir, que en la
novela no entra —y sigo con la Kristeva— una definición precisa y satisfactoria
en cuanto al grueso de su extensión.
Cortázar comparaba al cuento con una fotografía y a la novela con el cine,
argumentando que en la medida que una
película es, en principio, un «orden abierto», novelesco, una fotografía
presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo
que abarca la cámara.
La novela,
como un corpus donde la mutación es
posible, puede extender o contraer la vinculación de los textos respecto a la
autonomía de los sujetos. Por eso, en esta trilogía conformada por El Personero, Currículum (El síndrome de la visa) y
Guerrilla nuestra de cada día, no
escatimé los riesgos de la extensión respecto a la popularidad ni a las ventas.
La ventaja de los que escribimos sin la presión de una editorial que busca,
entre otras cosas, el éxito mercadotécnico para obtener beneficios, es que
podemos explayar la creatividad absorbiendo las convergencias históricas
para transformarlas en objetos totales.
Entonces,
he ahí la respuesta del porqué las novelas que estructuran esta trilogía cuentan
—cada una— con más de ciento veinte mil palabras.
16.
Pregunta: Usted
integra dominicanismos en cursiva. ¿Por qué opta por esta
demarcación?
E.C.: El empleo de las cursivas
para ciertos dominicanismos y otras palabras (como algunas toponimias) lo
realizo para facilitar la identificación de ciertos vocablos para los que, en el
futuro, intenten traducir mis novelas. Se debe recordar que el traductor tiene
que asumir la identidad de lo traducido, convirtiéndose en un doble de lo expresado en el texto
original. La traducción implica un acto donde la lengua traducida deja de ser local para convertirse en la de la
traducción. Al convertir la locución vernácula en cursiva sólo trato de advertir
al futuro traductor —ese interpretador que asumirá el papel de doble— que debe respetarla,
encapsulándola en el mismo formato o, simplemente, permitiéndole continuar su voz en la lengua madre, evitando eso que
Roman Jakobson (1979) enuncia como la
interpretación de signos lingüísticos por medio de otros signos de la misma
lengua (rewording). Así de
simple.
17. Pregunta: En cuanto
a los críticos literarios, en el libro leemos: “Es la única profesión que
mezcla, sin pasión desde luego, lo ruin y lo espantoso, en un aquelarre
vergonzoso”. ¿Cómo ve al crítico literario?
E.C.: Si el traductor es un intérprete del tejido textual para
volcarlo en otra lengua, el crítico es un médium, un Dios para el cual un sistema
de signos debe ser, ante todo, fiel a la totalidad reproducida, y en donde tema,
motivo y trama deben situarse más allá del contenido y de la forma a través de
un juicio reflexivo y desapasionado. Usualmente el lector de ficción vincula las
variables textuales implícitas en el tema, el motivo y la trama, a los
referentes de su vida. Por eso veo la función del crítico como una labor donde
el desmonte profundo de lo verdaderamente trascendente del texto se convierta, o
en paradigma, o en paréntesis, como diría Baudrillard. Para mí, el crítico, el
verdadero crítico literario, como médium, debe saber distinguir la
falsificación de lo legítimo, la verdad de la simulación y la realidad de la
apariencia, emitiendo un sonoro eco que sirva de guía a los lectores.
Desgraciadamente —y exceptuando a uno o dos, no más— los que practican la
crítica literaria en la República Dominicana adolecen de estos atributos, porque
vinculan sus sentimientos con el texto criticado y esto, desde luego, se ha
convertido en una retranca para el progreso de nuestra
literatura.
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