De cómo los personajes se convirtieron
en
maestros y el autor en su aprendiz
(Discurso de aceptación del Premio Nobel
1998 - Texto completo)
José Saramago
El hombre más sabio que he conocido en toda
mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la
promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del
catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de
cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis
abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran
vendidos a los vecinos de nuestra aldea de Azinhaga, en la provincia del
Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran
analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba
hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa,
recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a la
cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los
animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era
por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que
les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada
día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar
mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo
Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto
anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y
vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del
pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los
guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados
de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que
después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches
calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy
vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras,
pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la
de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos
por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría
conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre
las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente,
se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo
en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía
Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras
el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi
abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares,
muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un
incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente
me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido,
o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que
invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente,
introducía en el relato: "¿Y después?" Tal vez repitiese las historias
para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con
peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no
será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda
la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los
pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus
animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y,
descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía
con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la
otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en
pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de
pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido
de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas
caso, en sueños no hay firmeza". Pensaba entonces que mi abuela, aunque
también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése
que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de
poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después,
cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué
a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no
podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre
casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima
de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo
tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir,
como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en
aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y
última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la
puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo,
porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus
propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era
bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias,
que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de
su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería
a ver.
Muchos años después, escribiendo por
primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha
faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una
belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas
comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente,
la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el
lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de
un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable
mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a
vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante
y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir
más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años)
donde mis padres aparecen. "Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de
frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne
gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el
objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener,
porque el día siguiente será implacablemente otro día. Mi madre apoya el codo
derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo
del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su
mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos
una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra
unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas". Y terminaba:
"Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene
importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de África,
otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres
graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede
importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?"
Escribí estas palabras hace casi treinta
años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la
vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí,
pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde
vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que
poco a poco me he convertido. Ahora descubro que estaba equivocado, la biología
no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus
caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico
(perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia
de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los
sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central. También le
faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más
profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien
ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y
amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de
literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que
habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida,
estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que
habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y
traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo
menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido,
en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían
haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y
al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra
a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido,
sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé.
Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi
vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como
tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que
tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.
Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes
fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro
oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este
momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de
papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis
conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres
articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso
soportado y la tensión de los hilos con que los movía. De esos maestros el
primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente
por la letra H., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de
doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro,
protagonista de una historia titulada "Manual de pintura y
caligrafía", que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar,
sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni
ambicionar aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la
posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces. Las mías,
pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No
me compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos
realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para
adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio.
Vinieron después los hombres y las mujeres
del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron
mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la
fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que
sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la
que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las
ocasiones, preciosa, sagrada y sublime. Gente popular que conocí, engañada por
una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los
terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía,
gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una
justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mal-Tiempo,
desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó
la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de Alzado del suelo y
fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados, personas reales primero,
figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a
entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y
destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez destruirnos. No tengo la
seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de
las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud
naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la
lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria,
que todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente
convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco
más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron
propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo dirá.
¿Qué otras lecciones podría yo recibir de
un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las "Rimas" y las
glorias, los naufragios y los desencantos patrios de Os Lusíadas, que fue un
genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura, por mucho que eso pese
a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Súper-Camoens de ella?
Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender
salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de
Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un
autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a
publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los
ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su
compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido
la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos. Al menos una vez en
la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque
no escriban las redondillas de Sôbolos rios. Entre hidalgos de la corte y
censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la
vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue
a este hombre enfermo que regresa pobre de la India, adonde muchos sólo iban
para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y golpeado en el alma,
fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a perturbar los
sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el teatro en el
escenario de la pieza de teatro llamada Que farei con este livro? (¿Qué haré
con este libro?), en cuyo final resuena otra pregunta, aquélla que importa
verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a tener respuesta
suficiente: "¿Qué harás con este libro?". Humildad orgullosa fue ésa
de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse injustamente rechazado por
el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada, esta de querer saber para
qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo hoy, y luego dudar que
consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las razones tranquilizadoras que
quizá nos estén siendo dadas o que estamos dándonos a nosotros mismos. Nadie se
engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros.
Se aproxima ahora un hombre que dejó la
mano izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el misterioso
poder de ver lo que hay detrás de la piel de las personas. Él se llama Baltasar
Mateus y tiene el apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y
también por el apodo de Siete-Lunas que le fue añadido después porque está
escrito que donde haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta
de uno y otro tornará habitable, por el amor, la tierra. Se aproxima también un
padre jesuita llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo
y volar sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se
viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta
hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto.
Son tres locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde
florecieron las supersticiones y las hogueras de la Inquisición, donde la
vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio y
una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable de que
ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los
tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y también se aproxima una
multitud de millares y millares de hombres con las manos sucias y callosas, con
el cuerpo exhausto de haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra,
los muros implacables del convento, las alas enormes del palacio, las columnas
y las pilastras, los aéreos campanarios, la cúpula de la basílica suspendida
sobre el vacío. Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico
Scarlatti, que no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del Memorial
del convento, un libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía
siendo enseñado desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa,
consiguió escribir palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía:
"Además de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen
al mundo en su órbita. Pero son también los sueños los que le hacen una corona
de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los
hombres si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo". Que
así sea.
De las lecciones de poesía, sabía ya alguna
cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela
de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que
ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo
también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó
en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin
orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante
que va inventando cada lugar que descubre. Pero fue en la biblioteca de la
escuela industrial donde El año de la muerte de Ricardo Reis comenzó a ser
escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces
17 años) una revista -Atena era el título- en que había poemas firmados con
aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía
literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba
así: Ricardo Reis. No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente
dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres
de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos,
palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto
trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de
memoria muchos poemas de Ricardo Reis ("Para ser grande sê inteiro/Põe
quanto és no mínimo que fazes"), pero no podía resignarse, a pesar de tan
joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin
remordimiento, este verso cruel: "Sábio é o que se contenta com o
espectáculo do mundo". Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de
escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se
atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las "Odas"
algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a
vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la
guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las
milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese diciéndole: "He ahí
el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo
elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar sentado es tu
sabiduría".
El año de la muerte de Ricardo Reis
terminaba con unas palabras melancólicas: "Aquí donde el mar acabó y la
tierra espera". Por tanto no habría más descubrimientos para Portugal,
sólo como destino una espera infinita de futuros ni siquiera imaginables: el
fado de costumbre, la saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz
imaginó que tal vez hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua,
por ejemplo mover la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro. Fruto
inmediato del resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de
Europa (sería más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela
que entonces escribí -La balsa de piedra- separó del continente europeo a toda
la Península Ibérica, transformándola en una gran isla fluctuante, moviéndose
sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur del mundo, "masa de
piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos, bosques, fábricas, bosques
bravíos, campos cultivados, con su gente y sus animales", camino de una
utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos
del otro lado del Atlántico, desafiando así, a tanto se atrevió mi estrategia,
el dominio sofocante que los Estados Unidos de la América del Norte vienen
ejerciendo en aquellos parajes. Una visión dos veces utópica entendería esta
ficción política como una metáfora mucho más generosa y humana: que Europa,
toda ella, deberá trasladarse hacia el Sur a fin de, en descuento de sus abusos
coloniales antiguos y modernos, ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa
finalmente como ética. Los personajes de La balsa de piedra -dos mujeres, tres
hombres y un perro- viajan incansablemente a través de la Península mientras
ella va surcando el océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben
buscar en sí mismos las personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al
perro que no es un perro como los otros). Eso les basta.
Se acordó entonces el aprendiz que en
tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si
en La balsa de piedra hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría
mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría História
do Cerco de Lisboa, en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque
de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz
de sorprender, decidió poner en lugar de un "sí" un "no",
subvirtiendo la autoridad de las "verdades históricas". Raimundo
Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se
distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y
su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado
la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el
historiador. Así: "Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de
literatura y vida. Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito
mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea
vida es literatura. La historia también. La historia sobre todo, sin querer
ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació,
unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por
envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura
no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de
que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el
refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de otra manera, quien no
puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere
decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber
nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era.
Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta
preparación, profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha
suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por
decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras
letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto
de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba
orgullosa de sus autodidactas. Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los
autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o
historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la
creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un
humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo
ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me
parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más.
Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía
llamar historia. Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida
real. Lo creo, sí. Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la
menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese,
suspiró el revisor". Escusado será añadir que el aprendiz aprendió con
Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora.
Fue probablemente este aprendizaje de la
duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir El Evangelio según
Jesucristo. Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le
surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos
interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese
tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva
novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del Nuevo
Testamento a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz
rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle
los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones. Fue así
como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese
la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo
leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión
que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la
primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los
niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no
comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad,
de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de
Egipto con su familia. Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue
necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de
Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como
a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría
a su hijo a la Tierra con el encargo de redimir los pecados de la humanidad,
para que muriera a los dos años de edad degollado por un soldado de Herodes. En
ese Evangelio escrito por el aprendiz con el respeto que merecen los grandes
dramas, José será consciente de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo
de la falta que cometió y se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia,
como si eso le faltase todavía para liquidar sus cuenta con el mundo. El
Evangelio del aprendiz no es, por tanto, una leyenda edificante más de
bienaventurados y de dioses, sino la historia de unos cuantos seres humanos
sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús,
que heredará las sandalias con las que su padre había pisado el polvo de los
caminos de la tierra, también heredará de él el sentimiento trágico de la
responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando
levante la voz desde lo alto de la cruz: "Hombres, perdónenlo, porque él
no sabe lo que hizo", refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque
quien sabe si recordando todavía, en esa última agonía, a su padre auténtico,
aquel que en la carne y en la sangre, humanamente, lo engendró. Como se ve, el
aprendiz ya había hecho un largo viaje cuando en el herético evangelio escribió
las últimas palabras del diálogo en el templo entre Jesús y el escriba:
"La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al
padre, dijo el escriba, Ese lobo de que hablas ya se ha comido a mi padre, dijo
Jesús, Entonces sólo falta que te devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido,
o devorado, No sólo comido y devorado, también vomitado, respondió el
escriba".
Si el emperador Carlomagno no hubiese
establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese
dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los
1200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó
en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría
escrito la pieza de teatro que tituló In Nomine Dei. Una vez más, sin otro
auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el
oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad
llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar. Y lo que vio fue
nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en
Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la
propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una
guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un
mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos
de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las
evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a
recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios,
si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que
recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que
unos y otros en Él creían. La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz
que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para
aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra
religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese,
declararse la guerra a sí mismo...
Ciegos. El aprendiz pensó "Estamos
ciegos", y se sentó a escribir el Ensayo sobre la ceguera para recordar a
quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida,
que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de
nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades
plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto
que debía a su semejante. Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a
los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más
simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque
ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser
humano. El libro se llama Todos los nombres. No escritos, todos nuestros
nombres están allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos.
Termino. La voz que leyó estas páginas
quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo, pensándolo
bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdónenme si les pareció poco
esto que para mí es todo.
FIN
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