Filólogo, escritor y maestro |
REPRODUCCIÓN DEL ARTÍCULO "Pedro Henríquez Ureña, repatriación de sus restos... La Nación, Buenos Aires, domingo 26 de octubre de 1980
Recuerdo de una hija del escritor
Con vivacidad, sin olvidar que se trata de su
padre, pero tomando distancia, Sonia Henríquez Ureña de Hlito recuerda a Pedro
Henríquez Ureña recién llegado al país, en la plata y en Buenos Aires, en el
ámbito familiar, con sus alumnos y amigos, en la atareada vida que le tocó vivir.
Su evocación parece no apelar al recuerdo: tan viva es la presencia del
maestro.
Segunda hija del matrimonio del filólogo con la
joven mexicana Isabel Lombardo Toledano, nacida en La Plata, precisamente, dos
años después de la llegada de la familia al país, Sonia Henríquez Ureña ha
escrito un vívido testimonio de su padre en la Revista de la Universidad de
aquella ciudad.
—Cuando niña —dijo entonces—, me parecía que lo
supiera todo: matemáticas, música, astronomía, pintura, botánica, historia,
cualquier cosa. Poco a poco me fui dando cuenta de que se trataba de un ser
excepcional. Yo creía que todos los hombres eran así: con su sencillez, su
modestia, su finura; es que sin duda es así como los hombres deberían ser.”
Ahora, a la pregunta de cuál es el primer recuerdo
que tiene de su padre, contesta:
—Siempre estuvo ahí. No podría decir en qué momento
lo aislé como persona. Fue en La Plata, seguramente. Yo nací allí, cuando ellos
llegaron. Vinieron con mi hermana chiquita, de meses que había nacido en
México.
Según J. J. de Lara, que recuerda el hecho en Pedro Henríquez Ureña, su vida y su obra,
cuando Isabel Lombardo Toledano, que era veinte años mayor que su futuro
esposo, aceptó casarse con Henríquez Ureña, éste “le explicó su proyecto de
traslado a la Argentina tan pronto como tuviera alguna oferta de trabajo”, La
novia era mexicana; vivían en México. Desde antes del matrimonio, pues, la idea
de trasladarse a nuestro país estaba presente en el maestro. Esa oportunidad se
presentó cuando perdió sus puestos en México y, por gestiones de su amigo
argentino Rafael Alberto Arrieta, fue propuesto para tres cátedras secundarias
de lengua castellana en el Colegio Nacional de la Universidad de La Plata.
—Cuando yo cumplí tres años —dice su hija—, nos
trasladamos de La Plata a Buenos Aires. Vivimos en Ayacucho y Paraguay.
La familia se instalaba en la capital, donde
amistades y tareas reclamaban al profesor, pero ya habían comenzado los viajes
a La Plata, en cumplimiento de la tarea diaria, porque Henríquez Ureña, recién
llegado a Buenos Aires, vivió primeramente en una pensión y desde aquí se
trasladaba a la capital de la provincia.
Como lo ha hecho en el recuerdo mencionado, Sonia
de Hlito evoca la figura de su padre actuando como maestro junto a ella y su
hermana.
—Con nosotras redoblaba su interés en darnos en
cada palabra su enseñanza. Nos llevó al teatro y la ópera desde muy niñas. Si
la tenía a mano nos hacía leer la pieza que veríamos. En los conciertos, si
conseguía, llevaba la partitura. Muchas veces jugábamos a adivinar trozos de
poesías, que por supuesto nos decía de memoria, y la que adivinaba, mi hermana
y yo, recibía en premio diez centavos.
Los nombres acuden a la memoria de Sonia Henríquez
Ureña de Hlito al recodar la afición de su padre por el teatro y la ópera:
nombres que forman parte de la historia del espectáculo en Buenos Aires —como
el Marconi, la Opera— o que continúan una tradición lírica, como el Colón.
—Nos sacó abonos para el Colón —cuenta—. Siempre
íbamos juntos a todas partes. A la vuelta, veníamos cantando. El tenía voz de
bajo, espléndida: yo, de contralto. Nos enseñó a educar la voz, nos enseñó a
gustar de la buena mesa, a bailar el vals, a tantas cosas… y por supuesto a
leer; a leer siempre buenos libros. No permitió nunca que hubiera en la casa
malas revistas o periódicos.
— ¿ Cómo trabajaba ¿ ¿Hablaba de sus obras? ¿Comunicaba
sus planes?
—Como trabajaba continuamente, yo no podría
decirlo. Fue una persona demasiado agobiada por el trabajo; eran demasiadas las
cosas que hacía. El hablaba en sus cartas de esa fatiga…
“Era el hombre más ocupado —dice el recuerdo
escrito de la hija, antes citado— y sin embargo siempre tenía tiempo para quien
se le acercara solicitando ayuda o consejo… Se ha dicho que enseñaba sin darse
cuenta y es verdad, siempre estaba alerta para encontrar el orden donde no lo
hubiera, el interés donde a simple vista pareciera no encontrarse. Recuerdo
conversaciones con sus amigos, conversaciones sobre los más diversos temas y
que yo desgraciadamente entendía entonces a medias.”
Rafael Alberto Arrieta ha recordado cómo se lo veía
atareado, ganándole al tiempo: “Llegaba al tren en el último instante con su
cartera abultada y empleaba la hora del viaje en corregir los trabajos de sus
alumnos de segundo y tercer años, o en dormitar, eterno deudor del sueño sacrificado
al estudio, a la velada entre amigos, al Colón.” (Pedro Henríquez Ureña, profesor en la Argentina.)
—¿Recuerda a sus amigos, a los amigos de la casa?
—Siempre hubo gente en la casa. Alumnos, amigos,
personas que se acercaban porque escribían y buscaban ayuda. Estaba e grupo de
La Plata, Alejandro Korn, los Romero, Fatone, Reulet, Orfila…
Con Alejandro Korn y los jóvenes que lo rodeaban en
torno de la revista Valoraciones se
vinculó al poco tiempo de llegar. A su lado se formó después todo un cenáculo
estudiantil. Enrique Anderson Imbert, que fue su alumno en esos años, lo evoca
así: “Tenía una rotunda voz de bajo, tenía unos ojos muy negros que sin
esfuerzo lo veían todo, tenía una sonrisa irónica y dulce con la que nos
dirigía… Nos llevó a su casa, nos enseñó a vivir y a pensar, a oír música y a
escribir cuentos, a leer los clásicos e informarnos de las ciencias, a
disfrutar de las literaturas modernas en sus lenguas originales, a conversar, a
gustar de la pintura, a trabajar y apreciar el paisaje y la bondad. Sobre todo
nos enseñó a ser justos”.
Antes de radicarse en la Argentina, Henríquez Ureña
había visitado el país. Fue en el año 1922, como integrante de la comitiva de José
Vasconcelos (su mentor en México), que vino a Buenos Aires para las ceremonias
de la transmisión del mando presidencial, cuando se hizo cargo de la primera
magistratura Marcelo T. de Alvear. También desde aquí, una vez establecido,
volvió a su patria, la República Dominicana, a Santo Domingo, donde había
nacido el 29 de junio de 1884. En ese viaje lo acompañó su familia. El regreso
obedecía a su nombramiento en la Superintendencia General de Educación de su
país.
—El aceptó el cargo con el deseo enorme de volver a
su patria, deseo que tuvo toda la vida —explica ahora Sonia de Hlito. Fuimos
todos, y el viaje se demoró alrededor de dos años. En el ínterin, nosotras fuimos a México, a ver a la
familia de mi madre. Tengo presente el ciclón que nos tomó en el viaje por mar.
Finalmente, nos trasladamos a París, donde estaba mi abuelo como ministro plenipotenciario.
Allí se nos reunió después mi padre, y juntos regresamos a la Argentina.
El abuelo ministro era Francisco Henríquez y
Carvajal, que fue también presidente de la República Dominicana. Médico de
profesión, se destacó en las letras y la política de su país. De su matrimonio
con Salomé Ureña, poetisa y educadora de renombre (“indigne mujer que en la
historia literaria de Santo Domingo representa el mayor esfuerzo de elevada
cultura”, según Menéndez y Pelayo), nacieron sus cuatro hijos: Francisco, Pedro
y Max y Camila. Los dos últimos varones habrían de destacarse en las letras y
la educación continentales. Como una premonición, Salomé Ureña escribió en 1890
un poema en que habla de su segundo hijo, y que es citado frecuentemente cuando
se evoca la memoria de éste:
“Mi Pedro no es soldado; no ambiciona
De César ni Alejandro los laureles;
Si a sus sienes aguarda una corona,
La hallará del estudio en los vergeles”.
—Siempre estuvimos juntos —insiste Sonia de Hlito—.
Con excepción de un viaje a Chile (en 1927, para dictar conferencias) y a los
Estados Unidos (en 1940, para dictar conferencias en la Universidad de Harvard,
en la cátedra Charles Elliot Norton), la familia no se separó nunca.
Henríquez Ureña, que adquirió los primeros
conocimientos junto a sus padres y en Santo Domingo, estudiando luego en Nueva
York, principalmente, por su propia cuenta, se había orientado hacia las letras
destacándose tempranamente en la historia y crítica literaria. Pero su
erudición —también desde temprano— fue muy grande. Su vinculación con México se
inició en 1906, y en ese país ejerció el periodismo, la cátedra y escribió y
publicó libros. Ya entonces le era reconocido su magisterio (“Vivía entre sus
discípulos, es necesario confesarlo, en un mundo de pasión. Si estábamos
incluidos en las “listas” del Maestro y habíamos obtenido implícitamente su
aprobación nos sentíamos con la celebridad en el bolsillo”, escribió Julio
Torri, uno de sus discípulos mexicanos.)
En la Argentina desarrolló una labor múltiple como
ésa, aún más acendrada en la enseñanza y la publicación de libros. Puede
afirmarse que aquí culminó su tarea de maestro, aunque nunca, por las leyes
establecidas (ya que no quiso optar por la nacionalidad argentina, para no
perder la dominicana) obtuvo cátedras titulares. Dictó clases en el instituto
Nacional de Profesorado Secundario de Buenos Aires, en la Universidad Nacional
de La Plata (literatura de Europa septentrional, en un comienzo) y conferencias
en el Colegio Libre de Estudios Superiores, para no citar sino algunos de los
lugares y cátedras que ocupó. En el instituto de Filología de la Facultad de
Filosofía y Letras trabajó para la Biblioteca de Dialectología
Hispanoamericana. Se vinculó a editoriales que lo contaron entre sus asesores
más destacados. (En este sentido bastaría citar las colecciones o “Cien obras maestras” y “Grandes escritores de América”.) Una
constante producción de estudios, ensayos y obras críticas acompañan esta
actividad, desde El verso puro dado a
conocer en la revista Valoraciones citada).
Seis ensayos en busca de nuestra
expresión, Observaciones sobre el español en América, La cultura y las letras
coloniales en Santo Domingo, Plenitud de España, hasta sus textos El libro del idioma, Lectura, gramática,
composición, vocabulario en literatura
argentina (en colaboración con Jorge Luis Borges). Sus obras completas,
editadas por la Universidad nacional de Santo Domingo, que lleva su nombre,
abarcan hasta el presente tres tomos, recogiendo la obra que va de 1899 a 1920.
Quienes recuerdan a Pedro Henríquez Ureña (como su
hija) están de acuerdo en destacar que, a pesar de la pesada y multiplicada
tarea que el profesor y el pensador habían tomado sobre sus hombros, estaba
siempre dispuesto a conversar, a enseñar, sin distinción de interlocutores.
Sonia de Hlito destaca, en ese sentido, las palabras de una carta que Henríquez
Ureña dirigió a Alfonso Reyes en 1925: “Siento la necesidad de que mi actividad
influya sobre las gentes —le decía al amigo, que lo invitaba a cambiar de
perspectivas—, aun en pequeña escala. Y en París yo podría hacer cosas mías,
pero estaría lejos del campo de acción que me atrae, que es América, aunque
hasta ahora haya podido hacer muy poco, y ese poco efímero, como tú bien sabes.”
— ¿Cómo era físicamente Henríquez Ureña?
—Era de altura término medio. Tenía el paso corto.
Andaba de prisa, sonriente. No impresionaba como el erudito el profesor. La
persona que no sabía quién era (y mi padre se cuidaba muy bien de hacérselo
notar) podía conversar con él con mucha soltura.
Comentarios
Publicar un comentario