Por Orlando y Adriana
De todas las caras que odio, el rostro de la tortura es lo más horrible que recuerde. De todas las garras del odio, la intolerancia es la mas fuerte de todas. De todos los gritos que he escuchado, el de una madre atrapada en la injusticia, es el más desgarrante sonido de la bestialidad humana. Por eso no perdono a quien ordenó la muerte de Lorca. Por eso no perdono a quien preparó la celada para llevar a la muerte a Roque Dalton. Por eso no perdono a quien se erigió en Dios de la inquina y del horror, para disponer de la existencia de tantos otros, solo por estar en el otro lado de su visión obnubilada, por caminar por la acera de enfrente de su propia miseria, por brillar, solo por brillar, que es por lo que mueren, casi todas las luciérnagas. Hago mea culpa por haber militado en partido, por ningunearme en la horda que no pensó por cabeza propia, que no miró desde la altura de las circunstancias. Hago mea culpa por mi ignorancia y por la vergüenza de los otros, pero no perdono al que nos llevó al desfiladero, no perdono al que empujó al prójimo hasta la ultima esquina del abismo, no perdono al que enmascaró la mano homicida, con el guante blanco de la prebenda y del chantaje. De todos los rostros dominicanos que me asaltan a la hora de pensar en la entereza, surge la cara inocentemente joven, tras los lentes y la mirada dura, como las que resisten las embestidas de los toros de lidias. De todas las lagrimas dominicanas vertidas para ahogar la sin razón de la ignominia, me acusan las lagrimas de Adriana, reclamando, justicia, reclamando respeto, reclamando libertad, reclamando humanidad, implorando decoro. Dios ha de perdonar a quienes se saciaron con el cieno para darle a la parca un cuerpo útil, Dios quizás me de la sabiduría necesaria para olvidar la culpa y volver a llamar a la bestia, hermano mío… pero ahora, todavía en esta hora, no perdono al que elucubró la idea, al que bordeó detalles, al que dio vuelta al tambor del arma, al que apretó el gatillo y al que envió las flores a la tumba, para culminar la burla y el desprecio. No tengo valor para perdonar a sus verdugos, mientras recuerde el rostro limpio de Orlando, las lagrimas de Adriana y la noche oscura que vivimos por su culpa.
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De todas las caras que odio, el rostro de la tortura es lo más horrible que recuerde. De todas las garras del odio, la intolerancia es la mas fuerte de todas. De todos los gritos que he escuchado, el de una madre atrapada en la injusticia, es el más desgarrante sonido de la bestialidad humana. Por eso no perdono a quien ordenó la muerte de Lorca. Por eso no perdono a quien preparó la celada para llevar a la muerte a Roque Dalton. Por eso no perdono a quien se erigió en Dios de la inquina y del horror, para disponer de la existencia de tantos otros, solo por estar en el otro lado de su visión obnubilada, por caminar por la acera de enfrente de su propia miseria, por brillar, solo por brillar, que es por lo que mueren, casi todas las luciérnagas. Hago mea culpa por haber militado en partido, por ningunearme en la horda que no pensó por cabeza propia, que no miró desde la altura de las circunstancias. Hago mea culpa por mi ignorancia y por la vergüenza de los otros, pero no perdono al que nos llevó al desfiladero, no perdono al que empujó al prójimo hasta la ultima esquina del abismo, no perdono al que enmascaró la mano homicida, con el guante blanco de la prebenda y del chantaje. De todos los rostros dominicanos que me asaltan a la hora de pensar en la entereza, surge la cara inocentemente joven, tras los lentes y la mirada dura, como las que resisten las embestidas de los toros de lidias. De todas las lagrimas dominicanas vertidas para ahogar la sin razón de la ignominia, me acusan las lagrimas de Adriana, reclamando, justicia, reclamando respeto, reclamando libertad, reclamando humanidad, implorando decoro. Dios ha de perdonar a quienes se saciaron con el cieno para darle a la parca un cuerpo útil, Dios quizás me de la sabiduría necesaria para olvidar la culpa y volver a llamar a la bestia, hermano mío… pero ahora, todavía en esta hora, no perdono al que elucubró la idea, al que bordeó detalles, al que dio vuelta al tambor del arma, al que apretó el gatillo y al que envió las flores a la tumba, para culminar la burla y el desprecio. No tengo valor para perdonar a sus verdugos, mientras recuerde el rostro limpio de Orlando, las lagrimas de Adriana y la noche oscura que vivimos por su culpa.
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César Sánchez Beras
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