El viaje, de Pedro Conde Sturla

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La idea del viaje, largamente acariciada, fue lo mejor de todo, y más feliz que todo fue el retorno del viaje. Sí, definitivamente lo más feliz del viaje fue la idea del viaje, el proyecto del viaje que fue tomando cuerpo lentamente, su propio cuerpo, el cuerpo madurando como una fruta, fermentando en nuestras mentes como un caldo, embriagando todos nuestros sentidos.
Inventamos destinos sobre el mapa de Europa, destinos planificados, calculados al milímetro sin pensar en los imprevistos del destino. Cada avión, cada hotel, cada tren estaba en su lugar y en su hora. Debían estarlo. Como si pudiera uno ponerle horarios y trazarle rutas al azar. En todo proyecto de viaje hay siempre un factor oculto que no podemos planificar y mucho menos anticipar.
Se nos viene encima con el horror de lo imprevisto a veces: Las raquíticas rumanas en el aeropuerto de Madrid, que volveríamos a ver en París.
La escena del cordero que degollaron en presencia de todos los viajeros. El griterío y la sangre. La gitana que se quedó mirando fijamente a los siameses. 
Nos dijeron que en lo adelante tuviéramos cuidado con las bandas de rumanos y gitanos. Que no perdiéramos de vista en ningún momento el equipaje.
Más feliz que todo -como dije- fue el retorno del viaje, debió serlo. Todos sanos y salvos, aunque yo no he regresado aún del todo y no me siento sano y no me siento a salvo. Presiento todavía las consecuencias.
En cuanto a los demás, no sé qué cambio, qué efecto habrá surtido el viaje, pero el secreto se adivina en las miradas cómplices. Ninguno ha vuelto a ser él mismo, pero nadie habla del asunto. Prefieren ignorarlo.
Fue como aquella vez que el filósofo bajó de su habitación de hotel en Barcelona, mojado como un pollo, y desapareció durante dos días. Nadie le prestó atención al asunto, aunque a mí me parecía alarmante. Está comprando libros, decía la esposa.
Y regresó, en efecto, al cabo de dos días con un cargamento de libros que se encerró a leer en su cuarto. Sólo a mí me pareció que el hecho tenía algo de metafísico y curioso. Pero no volví a recordar el episodio hasta que precipitaron otros acontecimientos.
Los organizadores del viaje -el Gran Timonel timoneado por su Timonela-, en esa misma ciudad mágica de Barcelona nos invitaron a una tasca cerca de La Rambla (éramos nueve en total) llamada Passadizo de pasillo, larga y estrecha como su nombre, y allí fuimos agasajados como reyes, con manjares que parecían proceder del cuerno de la abundancia de la mitología.
El largo trayecto de regreso al hotel lo hicimos a pie, como era de rigor, para ayudar a la digestión y disipar las nieblas del alcohol, pero fue algo imprudente. Nadie nos advirtió que en esa época y a esas horas de la madrugada, bandas de malhechores gitanos y rumanos azotaban la ciudad y se hacían temer por las mismas fuerzas del orden. Un mal encuentro, hubiera significado para nosotros regresar al hotel en pelotas, como les había sucedido recientemente a otros turistas.
De hecho, eran casos muy habituales que la prensa no reportaba. Igual que no reportaba que la iglesia de La Sagrada Familia se convertía de noche en madriguera  de personajes de la corte de los milagros como los que describía Víctor Hugo en sus novelas.
Un clima parecido percibí en Milán. La percepción de algo indefinidamente maligno que te acechaba en un ambiente de relumbrón con un trasfondo de profundo malestar e inseguridad, incluso en los mismos alrededores del fastuoso duomo.
En Venecia, como era previsible en esa época, nos recibió el diluvio, no el diluvio habitual sobre el que sobrevive la ciudad desde hace cientos de años, más bien una ventisca aleve, una marejada triunfal, las aguas que subían de nivel a vista de ojo, la lluvia helada que nos empapó antes de abordar el vaporetto.
Luego el trayecto inestable, el vaivén del vaporetto que avanzaba en zigzag, por el Gran Canal, ajeno al vómito de los pasajeros, haciendo escala en los embarcaderos de una y otra orilla, recogiendo y bajando pasajeros hasta llegar una hora después al de la Plaza San Marcos.
Allí desembarcamos con un total de diecinueve maletas celosamente custodiadas para dirigirnos al hotel que nadie sabía dónde estaba, ni siquiera el Gran timonel. ¿Allí qué hacer?
Apareció, entonces, providencialmente un hindú que conocía el lugar, todos los lugares de Venecia, y puso a nuestra disposición un transporte elemental de dos ruedas y sus servicios de bestia de carga a precio de limusina. Aparentemente, en el pequeño y ligero transporte de aluminio no cabía el equipaje. Pero el hindú hizo lo imposible (con cierta habilidad de encantador de serpientes) para colocar y equilibrar los bultos y mantenerlos en equilibrio y también lo imposible para manejar la pesada carga, a pesar de su esmirriada anatomía.
Lo peor es que el hindú avanzaba, sospechosamente, más rápido que nosotros por aquellos callejones de Venecia, espantando a los turistas con gritos desaforados, hasta que, de pronto, lo vimos desaparecer en uno de los tantos recovecos venecianos y lo dimos por perdido con todo y equipaje. Sentí un escalofrío cuando, por un momento, me pareció ver a una de las rumanas del aeropuerto de Madrid y recordé la sangre del cordero degollado y a la gitana que se quedó mirando fijamente a los siameses.
Nos invadió entonces una sensación de legítimo desamparo, una notable flojedad en cierta parte del cuerpo. El susto, sin embargo, la horrible sensación de legítimo desamparo, duró poco.
En el hotel de lujo que habíamos reservado encontramos al hindú pocos minutos después, desmontando su carga y ofreciendo de nuevo sus servicios de bestia de carga para el día de partida, a precio de limusina.
Era un muchacho honrado que vivía de su honradez, y los muchos Euros que en un solo día ganaba en Venecia trabajando como limusina superaba lo que quizás ganaba en su país de origen en varios años.
El hotel de lujo se encontraba en un callejón por donde apenas cabían dos personas caminando en sentido contrario: Un lobby reducido, una miniatura de  ascensor para gente delgada, una pequeña habitación bien amueblada.
El lujo de los hoteles en Venecia, se mide en términos enanos, salvo en los hoteles palaciegos donde los privilegiados pagan una fortuna, a pesar de que se mueven como una hamaca con el subir y bajar de la marea y el paso de lanchas y vaporettos.
La segunda y última noche de diluvio en Venecia, para no desperdiciar la estadía, mientras las olas arreciaban y subía el nivel de las aguas, fuimos a escuchar música y comer en aquel paisaje desangelado de Piazza San Marco donde los pocos turistas y nosotros caminábamos sobre las improvisadas pasarelas para no mojarnos hasta las pantorrillas. Había un solo lugar abierto en la plaza con un conjunto de música ruso que tocaba melodías clásicas italianas y nos sumamos a los pocos clientes. En lo que se descomponía el tiempo comimos y cantamos felizmente.
Más que ninguno, la Timonela del Gran Timonel le ponía buena cara al mal tiempo y estaba eufórica, inspirada. La esposa del Gran Timonel quería bailar sobre las olas del mar, pedía un paseo tormentoso en góndola con gondoleros cantando canciones venecianas, un imposible paseo en góndola, y no había quien la hiciera cambiar de opinión.
-¿Con este tiempo señora?
En principio, la escuchábamos por deferencia. Ella se erguía como la heroína de una novela romántica y pedía un paseo en góndola con tanto apremio, tanta vehemencia, como si en ello le fuera la vida, lo cual era más que posible.
Pero lo peor fue que al final, motivados por la intensidad de su deseo, nos contagiamos con la magia de su entusiasmo y accedimos a dar el paseo en góndola, aunque el Gran Timonel fruncía las cejas en señal de desaprobación. ¡Todos en góndola!, dijimos, aunque desde luego no apareció ningún gondolero suficientemente temerario, pero en el establecimiento, por si acaso, nos pidieron discretamente que pagáramos la cuenta antes de emprender cualquier aventura.
El único que se había atrevido a salir esa tarde en su góndola con dos turistas rubias, un tal Giuseppe Aliscano, no había regresado todavía. La góndola regresaría intempestivamente al poco tiempo de costado y maltrecha, haciendo un chirrido fúnebre que nos erizó de pavor.
La góndola de Aliscano, arrastrada por la corriente, se detuvo en medio de la Plaza de San Marcos con las turistas rubias desnudas y moribundas y el Aliscano muerto, enredado sus pies entre unas cuerdas, e igualmente desnudo.
De alguna manera, en el breve lapso de la desgracia las bandas de gitanas y rumanas habían tenido tiempo para despojarlos de sus ropas y prendas. La gente del local donde festejábamos nos aconsejaron de inmediato regresar al hotel.
Esa noche arreció la tormenta y las olas golpeaban las ventanas del segundo nivel de nuestro hotel de lujo. El filósofo amaneció mojado como un pollo.
Además, según las noticias del día siguiente, una gitana sin documentos, pequeñita y empapada como una muñeca de trapo, se había ahogado en el Gran Canal.

Pedro Conde Sturla es escritor

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