Érase una vez el Malecón por José Del Castillo Pichardo



Cuando vivía en Chile en los años 60 e inicios de los 70 y la nostalgia se me descolgaba del alma, era el Malecón el primer referente que me arropaba con su magia de imágenes. Ese azul infinito golpeando mis pupilas, las rocas serpenteando con la espuma en rompiente, el paseo poblado de gente coloquial en sus bancos continuos. Las palmas con sus moñas desplegadas al viento. El incesante coqueteo vehicular. Sus lugares amables, placenteros. Los almendros de Güibia y las uvas de playa. Esa brizna yodada y ese olor salutífero, broncodilatador, oxigenante. Entonces le decía a la Yvette, vámonos en tren a Valparaíso, a Viña del Mar, a caminar por Reñaca y almorzar junto a los acantilados del Pacífico plagados de algas cochayuyos. En nutricia de bivalvos al natural con zumo de limón, chupe de mariscos y caldillo de congrio, salpicado el manjar marino con Rhin Undurraga o chablis de Concha y Toro. Era un ir y venir, como el oleaje, para borrar la morriña y retornar al ritmo trepidante de la urbe santiaguina al pie de la cordillera de Los Andes como telón de fondo.

Al de la idea de los zapatones deberían enterrarlo con ellos

Ese Malecón se me mostró infantil en el Paseo Presidente Billini -su tramo inicial que corría desde la 19 de Marzo hasta la Espaillat, inaugurado en 1904 y remozado en 1914 -, cuando aún debía andar tomado de la mano acompañando a mi madre a la visita de sus tías paternas, las Pichardo. Allí, sobre la avenida US Marine Corps que empalmaba con el puerto de Santo Domingo, el Faro de hierro que coronaba el emplazamiento del fuerte San José frente al Club de la Juventud, donde reinó la orquesta del maestro Antonio Morel con sus bailes rumbosos y una flotilla de cantantes todos estrellas: Lucía Félix, Francis Santana, Lope Balaguer, Julito Deschamps, Luis Sánchez, Macabí y Cuqui Defilló. En las inmediaciones, la Cueva de las Golondrinas con su rumor de olas subterráneas. A mitad del Paseo la columna jónica en homenaje a los náufragos del balandro Aurora, tragedia acaecida en 1908: "Al ver la nave zozobrar perdida/ un noble gesto les costó la vida", rezaba la tarja en memoria a los valientes que intentaron salvamento. En la acera norte, la Terraza Cremita con sus sabrosos helados, un destino obligado, apetecido y paladeado. Tirando hacia la Sánchez, la Boca del Infierno, un socavón de la reventazón Caribe disparando chorros de mar.

En la curvita que arranca en la Espaillat, la Terraza Malecón con sus batidas y aire Art Decó, mirador privilegiado que luego en los 70 acunaría al Epi Club de Ilander Selig y su hermana Viola. Con espléndidos murales de la fronda tropical salidos de la paleta verde mágica de Ada Balcácer, la de los Bacás endiablados. Fina mantelería rosa y blanca bien planchada, cubertería coqueta. Luis José Mella y Barroco 21 en lo sonoro: boccata di Cardinale musical. Un Ilander evocando su París de exilios izquierdistas, gourmet, exquisito, amable, talentoso, con menú diseñado por Ada. En esos años 70 la oferta gastronómica del tramo germinal del Malecón la completaban la Bahía, con su sopa Palúdica revive muertos, sus pescados y mariscos frescos. Y la Llave del Mar del locuaz capitán Freddy Marte, narrador de historias de aventuras, con ejemplares de la fauna del mundo subacuático pendiendo sobre las cabezas de los comensales.

Otra impresión que retengo de mi niñez es el cascarón herrumboso de los restos del acorazado Memphis encallado en 1916 en plena ocupación americana consecuencia de una mar de leva. Casi empotrado en los arrecifes cual impronta del designio hegemónico de la política de las cañoneras bajo el imperialismo benevolente del presidente Wilson. El monumento Trujillo-Hull, el obelisco hembra, era otro referente, en cuyo entorno fue recibido Juan Bosch en 1965, rodeado por telas gigantescas colgadas desde los edificios aledaños: arte militante empuñado disparado desde el pincel y la brocha del gran Silvano, de Asdrúbal -ese Jasón sabio y ajedrecista, fraterno y cariñoso-, Oviedo, Bidó, Cestero, Norberto, Condesito, Dionisio, Nicolás Pichardo, fraguadas en un taller de la Santomé supervisado por Feliservio Ducoudray. Atrás la Puerta de la Misericordia recordando la historia. Abajo la playita del Tripero con sus piedras y vidrios romos multicolores, observados desde el alto del antiguo fortín San Gil. A un lado el parquecito Rubén Darío que quisimos tomar los pichones de poetas en el amanecer libertario de la patria. Y esos versos vibrantes de Papo Vicioso resonando: "Ciudad que ha sido armada para ganar la gloria/ Santo Domingo, digna fortaleza del alba".

Para un párvulo en los 50 lo máximo era el maravilloso Parque Infantil Ramfis -situado en paralelo al local del Partido Dominicano, dotado éste de concha acústica y programa artístico cultural (¡qué partido más entretenido!). Una enorme pileta rectangular, jardines, columpios, subibajas, toboganes, ruedas giratorias, barras y argollas. Retretas dominicales, payasos y scouts. Correr seguro, a sus anchas, a pata suelta. Inaugurado en 1937, reemplazó a la plaza Colombina utilizada para enterrar a las víctimas del ciclón de San Zenón. Para mí era una delicia. En Cuaresma, los vientos encampanaban las chichiguas, los pájaros, los cajones. En esa costa, donde hoy opera la Plaza Juan Barón, se ponían a volar los sueños de papel vejiga, pendones y gangorra, encarnados en la geometría prodigiosa de ingeniosos diseños que mi tío Pilín me enseñaba a fabricar. Como un brazo de espigones de concreto que retaban el mar, el rompeolas devino en una pasarela peatonal. Desde sus bloques gigantes la pesca, la buena, conversada y sana. Con carnada compartida.


Al centro de la rotonda el obelisco, dominante, con su punta replicada en los pilotillos de soporte de la bancada kilométrica de asientos. Cuando la democracia se hizo adulta, los artistas se inspiraron y plasmaron sus ideas sobre esta aguja que ya es emblema urbano. El último mural, en 1997, un homenaje de Elsa Núñez a tres espigas inmortales, a las mariposas de Ojo de Agua, emblemas ellas mismas de la mujer universal y su vuelo por la libertad. Qué lindo era ver a Minerva, a Patria, a María Teresa, levantarse de nuevo y presidir con su gracia el tránsito de la avenida costanera. Esa paleta estilizada de Elsa, de sobriedad cromática, irradiando con su luz el mensaje, como un triunfo definitivo en el frontón del partido del Perínclito. Una mañana triste, mediocre de mediocridad suprema, cortaron el vuelo de las mariposas. Dos zapatones rojos aparecieron colgando sobre el mural tapiado. Al de la idea, habría que ponérselos de por vida y enterrarlo con ellos.


El otro punto focal -Jaragua aparte- fue Güibia. Era la playa de la ciudad, con su balneario público provisto de vestidores, duchas y alquiler de trajes de baño. Dos plantas con terraza, un bar con vellonera, bailadores trenzados, mulatas soberbias, tercias de ron, ajustadas al cinto de los chulos. Arriba, a nivel de calle los frondosos almendros techaban las butacas haraganas para aquellos contemplativos del mar que buscaban paz y el parquesito de juegos infantiles. Abajo, el movimiento de bañistas en la arena, la competencia por alcanzar Peñita coronada por Brugal, antecedida por los trampolines Saint Thomas y Curazao. Para llegar, la vía más emocionante consistía en tomar una guagua de dos pisos. Bajar en la Independencia y cruzar el campo de fútbol donde jugaba el Club Iberia. Frente a uno, Güibia, con su estructura como andamio de concreto y el azul espumante picado llenando la visual de sus vacíos ventilados. Una suerte de santuario de la libertad en medio de la dictadura, donde se podía practicar lucha libre, jugar, nadar, bailar. Pedro René, enamorado de Biel, su atlético marino, cantó admirado a la belleza masculina, al juego retozón de los jóvenes efebos. Mi primo Pacho Sardá Prestol fue mi introductor en el nivel más sórdido del ambiente, con cueros y chulos. Algo que mi madre y mi tía Carmen censuraron.

Este balneario está arraigado en la historia de Santo Domingo. No en balde la hoy avenida Independencia fue llamada el Camino de Güibia. Entre 1885 y 1903 un tranvía hacía el servicio desde el puerto a Santa Bárbara, al Fuerte de la Concepción situado al norte del parque Independencia donde estaba su estación central, para rodar hasta Güibia y luego alcanzar a San Gerónimo. Una concesión rentable que los intereses políticos de la época y la miopía municipal hicieron fracasar. En los mediados de los 40, dos refugiados republicanos que residían en Ciudad Trujillo se inspiraron en Güibia en sus crónicas dominicanas. Jesús de Galíndez se quejaba de la afición de los capitaleños por el parque Colón, cuando los enamorados disponían del Malecón y del balneario, donde a las notas de un bolero en las noches "las parejas se deslizan con cadencia tropical y las olas rompen sobre la arena, en cascada de espuma". Para Forné Farreres, "desde la mañana hasta el atardecer, un hormigueo de bañistas marean el cielo con sus trusas de colores y 'slips' ceñidos a sus carnes. A lo largo de la arena requemada por el sol desfila una geometría de cuerpos, con elegancia alada, sensual". El médico austríaco Kurt Schnitzer captó magistral, con su ojo fotográfico, esta dinámica.

Al lado de este recinto abierto regenteado por Virgilio Gómez Pina, el aristocrático Casino de Güibia, con su trampolín y facilidades exclusivas, juegos de mesa, espacio de fiestas, banquetes, agasajos de la mayor selectividad bajo la Era. Hoy Club de Profesores de la UASD, ubicado entre el balneario público sellado de zinc por el honorable ayuntamiento del DN (al igual que el parque E.M.de Hostos) y Adrian Tropical -un hermoso desarrollo de la antigua estación de policía y del área de parqueo contiguo que salva la dignidad perdida del Malecón. En este lugar, Pocho Medina regenteó en los 80 el Castillo del Mar, punto obligado para la estocada bohemia. Allí moró un moreno portentoso de voz ronca, grave, profunda. De gorjeo estupendo y maestro. Pulsando su guitarra solitaria. El, todo Espiga de Ebano y dignidad.

Yo cruzaba desde Le Café -la creación más de caché de la época concebida por los hermanos William y Manuel Read, con la arquitectura de moldeo azul de Miky Vila, cocina insuperable de crepes y música seleccionada por Francisco Gañán, Chico Buarque liderando. Un coche tirado a caballo viejo y cansado, a las 12 dan, esperaba al maestro para llevarlo alado a su dormitorio en San Cristóbal. A esta gloria que encandiló parejas arrobadas en la pista bailable del Patio Español en aquellas noches de lunas sobre el Jaragua con Alberti en la batuta.




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