"Si no fuera porque...

Hace poco leí una nota sobre José Asunción Silva, ese hermoso uruguayo que me marcó con sus poemas desde mi adolescencia. Me revelaba su posible homosexualidad. Cesare Pavese siempre me conmovió y al saber que también era suicida, más; Virginia Woolf, Ernest Hemingway,  Alfonsina Storni, Jack London, Yukio Mishima, Jacques Rigaut, , Anne Sexton, Vladimir Maiakovski, Sandor Marai, Horacio Quiroga... ¡Son tantos! Hoy vemos este escrito de la revista Muy que nos recuerda a estos autores que un día deciden terminar con sus vidas físicas dejando al mundo con la interrogante: ¿Por qué lo hacen?









¡Oh voces silenciosas de los muertos!

Cuando la hora muda

y vestida de fúnebres crespones,

desfilar haga ante mis turbios ojos

sus fantasmas inciertos,

sus pálidas visiones...

¡Oh voces silenciosas de los muertos!

En la hora que aterra

no me llaméis hacia el pasado oscuro,

donde el camino de la vida cruza

los valles de la tierra.

¡Oh voces silenciosas de los muertos!

Llamadme hacia la altura

donde el camino de los astros corta

la gélida negrura;

hacia la playa donde el alma arriba,

llamadme entonces, voces silenciosas,

¡hacia arriba!... ¡hacia arriba!...


J. A. Silva






El primer suicida al que la Historia dedica unas líneas es Periandro (siglo VI a.C.), uno de los Siete Sabios griegos. Diógenes Laercio contó cómo el tirano corintio quería evitar que sus enemigos descuartizaran su cuerpo cuando se quitara la vida, por lo que elaboró un plan digno de Norman Bates. El monarca eligió un lugar apartado en el bosque y encargó a dos jóvenes militares que le asesinaran y enterraran allí mismo. Pero las órdenes del maquiavélico Periandro no acababan ahí: había encargado a otros dos hombres que siguieran a sus asesinos por encargo, les mataran y sepultaran un poco más lejos. A su vez, otros dos hombres debían acabar con los anteriores y enterrarlos algunos metros después, así hasta un número desconocido de muertos. En realidad, el plan para que el cadáver del sabio no fuera descubierto era brillante, pero en lugar de un suicidio tenía visos de masacre colectiva.

Si Periandro creó escuela en el ámbito de la inmolación, el escritor Jacques Rigaut (1898- 1929) fue un auténtico alumno aventajado. “Mi libro de cabecera es un revólver (…) y quizás algún día, al acostarme, en vez de apretar el interruptor de la luz, distraído, me equivoco y aprieto el gatillo”. Joyas como éstas salpicaban los textos del poeta dadaísta, que escribió una obra titulada La Agencia General del Suicidio (AGS). Con este mismo nombre fundó una sociedad real, en la que aleccionaba sobre maneras de matarse; de hecho, llegó a ofrecer a los indigentes 5 francos por ahorcarse. Huelga decir que a pocos sorprendió cuando se metió un tiro entre pecho y espalda un 6 de noviembre de 1929, perfectamente instalado entre almohadas que evitaron que el impacto moviera su cuerpo. Si es que tratábamos con todo un profesional...

Los escritores siempre han tendido a la estética sobreactuada en esto del suicidio y el agua ha servido a menudo como perfecto escenario. El poeta español Ángel Ganivet fue realmente contumaz al lograr el éxito en su segunda intentona. La primera vez que se lanzó al Mar del Norte, junto al puerto de Riga, fue rescatado por un barco pero, según sus salvadores se despistaron volvió a tirarse de nuevo, logrando esta vez su objetivo. Más poético fue el final de Virginia Woolf (1882-1941) que, aquejada de un trastorno de doble personalidad, se llenó los bolsillos de piedras y se ahogó en el río Ouse. De piedras y agua va también el suicido de Alfonsina Storni (1892-1938) que se lanzó desde un acantilado en Mar del Plata (Argentina). Se despidió escribiendo a su hijo “suéñame, que me hace falta” y aunque no la soñemos, sí que le canturreamos “Te vas Alfonsina con tu soledad, ¿qué poemas nuevos fuiste a buscar?”.


Ana Ormaechea
10/09/2010


Y YA QUE ESTAMOS, SUICIDAS QUE FRACASAN EN EL INTENTO (De http://www.letraslibres.com/index.php?art=11529

Enrique Vila Matas, experto en suicidios ajenos y ejemplares, pone en boca de Paul Morand esta reflexión: “Si uno desea quitarse la vida debe hacerlo con prontitud, es decir, cuando es todavía niño; hacerlo más tarde es ligeramente ridículo, pues no se puede seguir siendo tímido cuando ya se tiene más de siete años”. Y es que la timidez tiene que ver con todo esto. Es cierto que el suicido es el acto de mayor extraversión del tímido, pero también es cierto que los tímidos de verdad son consecuentes consigo mismos, y si no sabemos nada de ellos mientras viven, mucho menos sabremos cuando mueren. Algo tan teatral como quitarse la vida no es para tímidos. Un personaje de una novela, no sé si de Himes o de Chandler, quería suicidarse en el interior de un ascensor averiado. El tipo sufría una timidez patológica y recorría viejos edificios del este de Nueva York en busca de un ascensor donde morir en la más completa soledad. Se subía a los ascensores con la esperanza de que alguno se detuviera a medio camino, o se precipitara al vacío. Por supuesto, los ascensores que encontraba estaban completamente averiados, y el hombre apenas lograba abrir la puerta y quedarse en el interior de una cabina inmóvil. Esto cuando no aparecía alguien y le decía: “señor, el ascensor no funciona”, cosa que le producía una vergüenza aterradora.
El mismo Vila Matas cuenta cómo el músico norteamericano Robert Johnson se mató con el asa de una tetera de plata barroca. La historia real dice que Johnson se mató después de beber whisky envenenado, pero eso no importa. Según el relato de Vila Matas, Johnson pulió el asa de la tetera y le sacó intenso brillo antes de propinarse el fatal golpe. Si nos vamos a matar con un objeto, que sea bello y brillante. Esto me recuerda aquel escritor venezolano (la anécdota es de Alfredo Silva Estrada) que en un momento de arrepentimiento o amargura o sensatez, o una mezcla de las tres cosas juntas, quiso matarse con su estilográfica, utilizándola como puñal. Una estilográfica hermosa pero inútil. Al no tener éxito con este procedimiento, fue a un aserradero y se cercenó la mano, la mano con la que escribía, bajo el pretexto de que en el Imperio Romano les cortaban la mano a los suicidas, y con esto pensó que, si bien no había logrado suicidarse, por lo menos iba a parecerlo.

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