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De borrascas y desvelos
Pausadamente, la tajada de luna de opaco brillo fue filtrando su reflejo solar por entre las celosías metálicas del doble ventanal vertical que, en complicidad con su igual del otro extremo, perfora la pared que abre al este la convencional habitación que ocupo en el apartamento del tradicional barrio que antes era llamado La Primavera y ahora, por extensión le dicen Gascue sin que lo sea.
No me enoja que me despierte un haz de luz tan distante, tan señorial, elegante, hermoso, discreto y tan ancestral, que es como la mirada de una dama.
Al contrario, aunque era apenas una hora y quince minutos pasada la medianoche, la frescura de esa iluminación difusa, tentadora, provocativa y danzante que avanzaba lejana, me hizo lanzarme de la cama para dialogar a solas con el teclado y digitalizar mis pensamientos, de repente evocativos en referencia exagerada de similitudes formales, dado el perfil que se me antojaba mirar tras las horizontales rayas del ventanal que me persigue hacia la sala porque atraviesa la angosta cocina y me alcanza persistente hasta donde tengo la vieja pantalla E790B.
Ya una vez aquí, le dispenso de nuevo una mirada a la bruma que rodea la tajada de luna y aumenta mi exageración… Encandilo y pienso que es como si estuviera en una buhardilla de Paris. “Estoy -me digo- mirando sobre Montmartre” y el perfil de agregados sobre los apartamentos de las calles vecinas me empujan travieso a pensar que ciertamente estoy en la Parisina barriada de bohemios… ¡Que lástima!
No es así, estoy a minutos del desastre urbano de las calles entaponadas por cunetas rotas, hoyos en el pavimento, imprudencias conductuales, altoparlantes de venduteros ambulantes y compradores de cosas viejas; uno que otro predicador bordeando el desequilibrio mental, que bocina en manos, proclama la cercanía del fin del mundo.
Hay montañas de basuras amontonadas en las esquinas, donde la gente debe caminar por la calle porque las aceras están o rotas u ocupadas por los autos estacionados sobre ellas, o por las jaulas de los botellones de agua que los colmados colocan fuera del ámbito comercial de sus recintos, o por el abandono de la flora que crece selvática impidiendo el paso y ofreciendo escondrijos a los maleantes de poca monta para sus fechorías asaltantes o el orinal o el inodoro ocasional de las emergencias callejeras…
De la luna me separan más de 500 mil kilómetros y mirarla me da paz, una tranquilidad cósmica, un regocijo de silente elocuencia cómplice.
Pensar en la calle, dos pisos abajo, me da pánico, resquemor, y eso que tengo la suerte de vivir en un barrio privilegiado donde la luz no se va con frecuencia ni en grandes pausas, donde esta noche, por lo menos esta noche, los perros parece que cenaron bien y no hay gatos molestándoles con sus siluetas sigilosas, merodeando sus territorios.
La noche está refrescantemente tranquila y el ascenso lunar, rodeado de una tenue bruma casi francesa, me devuelve el sosiego que pierdo a diario, y por lo menos en este momento no pienso en el Instituto Montessori y su bullanguera feligresía de exaltados estudiantes, que llevados por desesperados e impacientes padres, hacen del desorden un hábito urbano, todas las mañanas y al mediodía, cuando entran y salen del plantel, entre chillidos de los más jóvenes y las bocinas de los carros, entre las alarmas que se disparan ultrasensibles y los gritos de los adolescentes, que confundidos con los perros, que hace rato están despiertos, contribuyen al folclor ambiental del barrio en donde ninguna autoridad pone dentro de normas de comportamiento colectivo diáfanas, el trepidar de “educadores” y “educandos” en el molote cotidiano de un día cualquiera, entre lunes y viernes.
Por ahora están de vacaciones y está de vacaciones el barrio, hasta que lleguen los baloncestistas y sus improperios impublicables de rabias seudo deportivas, que accionan sábados y domingos y fiestas de guardar…
Ahora ya el espectáculo parisino empieza a desaparecer escondido tras el alfil del ventanal de la cocina y el sonido acompasado del “Quereberé” me recuerda que debo volver a la cama pues faltan algunas horas todavía para que despunte el sol por el mismo lugar donde ahora coquetea la luna, insinuante, melancólica.
El Quereberé es un halcón nocturno antillano, un patrullero aéreo que se anuncia con su graznido pero que sin embargo captura alimañas de la superficie o en las enmarañadas alambradas eléctricas que suelen ser utilizadas por las ratas y ratones en sus andanzas noctámbulas en una ciudad sanitariamente frágil, que al ritmo del dengue -popularizado en los sesenta del siglo pasado como baile caribeño- se tongonea entre inmundicias, fétidas y pútridas aglomeraciones de basuras, entre despilfarros económicos y noticias absurdas de videos pornos y libros sorpresivos (de sorprendentes personajes palaciegos) que versarán sobre evidencias escandalosas de procesos judiciales que, increíblemente, están aún en fases previas de las audiencias…
Casi son las dos, ya la luna no está a la vista, la tierra avanza y aquella tajada también, las rotaciones obligan, el Quereberé también…
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