UEVES 25 DE SEPTIEMBRE DE 2008
PIES EN POLVOROSA
Nadie me lo había dicho, pero yo suponía que era hija del Monsieur, dueño de la hacienda. Notaba como nos apartaban de la barraca cuando él entraba a darle órdenes a mi mamá, una mulata hermosa de carnes firmes a la que nadie creía que tenía cinco muchachos. Mi piel no era negra como la de mis hermanos y crecían mis cabellos rizados, sin que tuvieran que pasarme el peine. Además, no me mandaban a trabajar tanto como a los otros.
Vivíamos en una parte de la isla, que en aquel tiempo era de Francia y era de España, y al ser de las dos, no era de ninguna como si ambos países hubiesen venido a prolongar sus fronteras aquí en La Española, ya que eran vecinos en Europa, pero seguros de que lo de cada uno era respetado. Cierto que era más complicado que eso, porque España le cedió a Francia la parte de Saint Dominque desde la paz de Ryswick, allá por 1697, y el lado acá siguió llamándose igual, pero en español Santo Domingo, como si tal cosa.
¡Tanta diferencia a partir del idioma! Para nosotros no había fronteras; allí donde poníamos los pies, lo convertíamos en espacio propio. Cruzábamos el río Artibonito de este a oeste y de norte a sur; o andábamos todo el Bahoruco, con su majestuoso lago Enriquillo, más salado que el petisalé. Aunque fuera ajeno, nos comíamos el paisaje con los ojos, lo olíamos cada amanecer, cada atardecer lo saboreábamos como a un mango maduro; escuchábamos la tierra a través de la lluvia, el viento con sus ondas aromadas, y no parábamos de palpar la vida en cada cosecha.
Campos verde, campos blancos y el cielo bendiciendo de azul y nubes toda la tierra. Así era “La María”, una alegría de lomas, sol deslumbrante, y sembrados musicales.
En aquel rincón de las Antillas, se desarrollaba nuestra vida. Cosechábamos tabaco, algodón, plátanos, café y caña. Dizque éramos esclavos, sí señor, pero por suerte, no tan esclavos como los de otras fincas que eran obligados a trabajar sin respirar, como si no fuesen personas.
Muchos se rebelaron y escaparon a los montes a tragarse la aridez, porque era preferible el desierto a la compañía de quienes solo pensaban que los negros y los indios eran bestias.
Los negros aguantaban más que los indios, tanto el trabajo como el festejo. En los días de fiesta, los negros y los indios, fumaban y tomaban un licor que embriagaba. En esos días, a mí me gustaba pasearme por la vega, escondiéndome en el sembrado. Cuando la caña estaba madura, yo, la primera, iba a acariciar esas flores como banderas al viento y me imaginaba batallas donde el ejército de las cañas vencía al de los cacaotales que creían más allá.
Abuela, una negra africana que hablaba una especie de francés, había desarrollado otro lenguaje para comunicarse con quienes usábamos el español con más soltura. Y es que Monsieur no estaba mucho en casa, pero los capataces de la propiedad eran españoles, y española era Renata, la dama que nos había enseñado a leer y a escribir con una bondad tan natural que nadie podía recriminarla. Se daba maña para hacernos llegar más que la enseñanza sin que los otros pensaran que estaba cometiendo una falta, porque los esclavos no tenían por que aprender a leer y mucho menos a escribir, según la opinión de los colonos.
Renata, así como nos enseñó a cocinar unas habas (o judías, como ella las llamaba), para chuparse los dedos, y a bordar mantelitos de lino, nos inculcó el abecé y por eso lo estoy contando con letras, aunque ya lo he dicho tanto con palabras habladas que estoy cansada de correr. Si, porque cada vez que se cuenta algo, se reviven los hechos, se resucitan emociones como si sucedieran por primera vez y a mi me late el corazón con fuerza recordando a aquellos monstruos.
Fue una tardecita cuando regresaba de la bodega de Don Bartolomé, allá en la sierra. Yo venía despreocupada tarareando no sé que, cuando me topé así de sorpresa, con un hombrecito sin ropa, gruñéndome y enseñando unos dientes largos y amarillos.
¡Por mi madre que parecía un flamboyancito quemao, echando fuego por los ojos! Un puro diablo enano.
Apreté mi compra como si eso fuera a protegerme, pero del monte salieron más, como quince diablitos me rodearon y yo sólo recuerdo que exclamé:
-¡Ay, virgen! ¡Los bienbienes! -Suplicando en mi cabeza que no fueran “Mondongos”, porque esos sií que comen carne humana.
Aquello era una pesadilla poblada de sombras. Cada vez más cercanos, sus cuerpos esqueléticos y negruzcos me amenazaban con alaridos. ¡Estaba perdida! Corrí, corrí, ansiando que mis pies, como los de Mercurio, tuvieran alas, pero solo tenía unas sandalias pequeñitas que terminé rompiendo entre las piedras.
Cuando ya no podía más, frené en seco y ellos conmigo. Con desesperación, abrí la funda esperando que el azúcar pardo, la manteca, el arroz y las habichuelas los atrajeran más que yo. Rocié azúcar como agua bendita. Los granitos de oro caían sobre sus cuerpos arrugados como lentejuelas.
-¡Tomen, tomen! -El milagro ocurrió: unos gruñidos de bestias felices se apoderaron del atardecer del Bahoruco. Con sus manazas de uñas largas, agarraron todo con ansias y como llegaron se fueron, en desorden. Eso si, caminando para atrás de manera rara, como si ejecutaran un baile o dieran saltos de monos, pues ponían los pies donde antes habían pisado, eslabonando sus huellas descalzas.
Yo me quede allí un rato vestida de soledad, mirando los contornos de la loma con una sensación de "esto no fue verdad", atolondrada.
Mucho rato observé los huecos de sus pies, anchos, con dedos como garras y recordé a las ciguapas de calcañales torcidos, y a los come gente con sus pies demasiados chicos para el tamaño que tienen. Y como repitiéndose, me llegaba la imagen de Balem, aquel esclavo altísimo que se escapó una noche hacia los montes, poniendo pies en polvorosa, -“Cimarrón”, -sorprendí a mi abuela susurrando con una casi sonrisa de triunfo que no le he vuelto a ver más mirando el rumbo que había tomado el negro.
Volviendo donde me quedé, lo cierto es que escuche de nuevo aquellos gruñidos, y supe como Balem para que sirven los pies. ¡Me levanté de golpe y corrí! Me embalé en una defensa propia fuera de tiempo, como si los vienvienes me pisaran los talones.
Cuando llegue mi abuela me estaba esperando con ojos de “ya lo se”. Sin palabras, como ella hacía, me dio a entender que sabía todo lo que me había pasado con sólo poner las pupilas grandes o chicas. Era así. Cuando mi abuela me “sojotoneaba” me leía la mente. Por eso no preguntó por la compra y se puso a cocinar con lo que había, que no era gran cosa, pero me supo a gloria. Fue a lo mucho que abuela dijo en francés, mirando los contornos de la sierra:
-Esos mestizos de india con negro, cuando se hacen hombres, son enanos. No son bonitos, no; pero tampoco tan feos como para salir huyendo, mi niña. Tampoco tan feos…
Yo, aunque tenía mucho que decir, claro que me quedé callada, porque entonces no sabía que estaba hablando de los salvajes vienvienes.
Aunque lo que vi no fue nada agradable, supe que mi abuela los estaba viendo con los ojos mojaditos de ansias de libertad, y eso, lo comprendí ahora que gracias a ella, ya no soy una esclava.
Leibi Ng
Cimarrón: esclavo negro alzado, escapado hacia los montes y en pie de autodefenza.
Hola, Lebi:
ResponderEliminarMe gustó este cuento. Es uno de los temas que mas me apasiona:"Nuestras raíces". De hecho trabajo en una novela con muchos de estos rasgos.
Saludos
¡Enhorabuena! Yo estoy "picada" porque me compré este fin de semana la novela de Isabel Allende "La isla bajo el mar" y antes me había "quillado" con "La fiesta del chivo" de Vargas Llosa. No he leído la de Allende, pero sé que me va a gustar por los vistazos que le he echado. Ojalá que así como se sigue escribiendo de Trujillo, se empiece a escribir de nuestra rica historia. ¡HAY TANTO QUE DECIR!
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