El humor de la muerte
Son las palabras de un personaje de Jane Austen: «La gente comete locuras y estupideces para divertirnos y nosotros cometemos locuras y estupideces para divertir a la gente». Se trata de un buen ejemplo de humorismo y una muy compasiva interpretación de la historia, menos solemne que aquella que dice que un apretado tejido de infortunios labra la historia de los hombres.
Los hombres, desde siempre, hemos cometido estupideces tratando de divertir a la gente. Estoy con Jane Austen. Un ejemplo de esto es la vieja creencia de que los epitafios resumían una vida y hasta la justificaban. Desde la antiguedad dásica, la gente se ha esforzado en buscar para sí misma los mejores epitafios. Reconozco que hay diez o doce poetas griegos y latinos que lograron verdaderas joyas. Pero yo me quedo con el que a mí me parece el epitafio más genial, moderno y bien provisto de humor. Lo encontré en un cementerio inglés, y decía simplemente: «Sin comentarios».
El prestigio de los epitafios llevó a pensar que las últimas palabras que uno dice antes de morirse tienen una importancia enorme y que redondean y confieren un sentido a la vida de quien las pronuncia. Así llegó a mitificarse hasta límites increíbles las últimas palabras de Goethe: «Luz, más luz». En realidad, lo que al parecer pedía Goethe no era rnás sabiduría sino que descorrieran las cortinas que le separaban del paisaje.
La moda de acuñar buenas frases finales en el lecho de muerte fue una manía de los románticos. Todo eso cayó hace tiempo ya en el desprestigio, y cabe decir que gente del cine, escritores y músicos contribuyeron a conciencia a que esto sucediera. Gertrude Stein, por ejemplo, que cultivó toda su vida una veta intelectual un tanto rara, no quiso ser menos en el lecho de muerte y viendo que todo para ella se acababa frunció el ceño y dijo: «Cuál es la respuesta?». Nadie se atrevió a decir nada. Entonces ella añadió: «Cuál es la pregunta?». Y se murió. Se murió de esta forma intelectual y sofisticada. Una verdadera tontería.
Una tontería hecha a conciencia fue la de Buster Keaton en su lecho de muerte. Si mis fuentes son veraces el actor cómico tuvo una muerte ejemplar. Alguien, junto a su cama de enfermo, observó: «Ya no vive». «Para saberlo (respondió otro), hay que tocarle los pies. La gente muere con los pies fríos». «Juana de Arco, no», dijo Buster Keaton, y quedó muerto.
El escritor italiano Italo Svevo, minutos antes de morir, pidió un cigarrillo al yerno, que se lo negó. Svevo murmuró: «Sería el último». Al comentar este episodio, el poeta Humberto Saba observó que el humorismo es la más alta forma de la cortesía.
Yo creo que hay que seguir aquella consigna de Stubb, un personaje de Mobby Dick: «No sé muy bien lo que me espera, pero de cualquier modo, iré hacia eso riendo».
He puesto ejemplos de gente de cine y de escritores que abordaron con humor, deliberado o no, sus últimas palabras. Me faltan los músicos. El caso, por ejemplo, de Rossini que, abatido de dolores en el lecho de muerte, interrumpió así la lectura de la extremaunción que hacía un cura: «Padre, tiene usted una voz muy bonita».
Anton Rubinstein, a quien enfermo de un mal estomacal incurable entonces, se le prohibió comer ostras entre otros numerosos platos, pidió champagne y ostras, comió y bebió divinamente, y dijo: «¡Estaban buenísimas!» Y se murió.
Un último ejemplo. Lo cuenta Stravinsky. Su padre, conocido bajo ruso, murió cantando. Sus últimas palabras fueron: «¡Qué bien me siento! ¡Pero qué bien me encuentro!...» .
N.B.: Enrique Vila-Matas ha publicado otros artículos y ensayos en sus libros El viajero más lento (1992) y Para acabar con los números redondos (1997). Otros libros de interés son: La asesina ilustrada (1977, 1996), Historia abreviada de la literatura portátil (1985), Una casa para siempre (1988), Suicidios ejemplares (1991), Hijos sin hijos (1993), Lejos de Veracruz (1995) y Extraña forma de vida (1997).
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