Engendro




¡Edgardo! ¡Edgardo Molinar! –se esforzó para que él la viera. Sumergida entre la gente que estaba, como ella, esperando a un pasajero de aeropuerto, se sentía minúscula e insignificante. Él miró sin ver a la multitud, sin posar la mirada en nadie en específico. Cientos de rostros mulatos, un desorden de ojos, narices y bocas mal armonizados. Hizo ademán de retornar; incluso unos pasos cuesta arriba subrayaron su desconcierto, pero cuando la vio con su trajecito azul y las manos haciendo bocina a una voz inaudible, se le iluminó el rostro.
Era mucho más alto. Cuando la tuvo cerca trató de besarla, pero ella, tímida, rehuía sus labios escondiendo el rostro sin atreverse a mirarlo a los ojos, arrepentida de su osadía.
Era la culminación a una relación epistolar de casi un año. Se habían contado secretos y soltado sus anhelos al unísono hasta comulgar y dormir bajo un mismo credo. Esa noche, desnudos bajo un techo blanco de resort, creyeron que la travesía había llegado a puerto.
Lo que pasó no tiene relevancia. Dos amantes repitiendo la historia desde Adán y Eva, pero al día siguiente, al salir a la calle y exponerse ante la gente común, el aura era tan grande, que los ojos sonreían, las bocas les besaban, los autos les hacían guiños y el universo gritaba: “Hey, miren a los amantes". Todos cuantos les miraban, sentían despertar en sus entrañas las simpatías de la fusión. Las fuerzas cóncavas y convexas que interactuaban en el más antiguo acto de acoplamiento; movíanse para nada obscenos. Ni rastro de lujuria en sus miradas, pero a cada paso demostraban vestidos sin apenas tocarse, la pasión contenida que apenas había mostrado su pequeña llama de una primera noche. Muchos años después, ella pensaba que lo único que habían engendrado en tantas uniones sin reproducirse eran alaridos.