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OPINION
Por Luis José Chávez periodista y politólogo
El párrafo 1 del artículo 18 del documento sometido al Congreso por el presidente Leonel Fernández dispone que “Las dominicanas y los dominicanos que adquieran otra nacionalidad por acto voluntario no podrán optar por la Presidencia o Vicepresidencia de la República. Podrán ocupar otros cargos electivos o ministeriales, o de representación diplomática del país en el exterior y en los organismos internacionales, si renunciaren a la nacionalidad extranjera por lo menos un año antes de la elección o al momento de su designación”.
Tal como lo expuso recientemente el economista Luis Abinader, “los dominicanos con una segunda nacionalidad se convertirían en ciudadanos de segunda categoría, en una expresión de ingratitud que no se compadece con los valiosos aportes que han ofrecido al país”, ya que aunque tuvieran las obligaciones de todos los demás dominicanos, solo tendrían la opción de ejercer una parte de sus derechos.
La propuesta constitucional anula totalmente la posibilidad de que un dominicano con tal condición aspire a la presidencia de la República, aunque renuncie a la segunda nacionalidad, mientras que para ejercer una función electiva a nivel del congreso o de los ayuntamientos, tendría prácticamente que ser adivino y renunciar un año antes, aunque si le fallara el cálculo se quedaría sin pito y sin flauta.
Sin embargo, la propuesta del artículo 18 también tiene otra lectura. Es una invitación a los miembros de la comunidad dominicana en el exterior con vocación de servicio a la patria a renunciar a la doble nacionalidad para convertirse de nuevo en ciudadanos de segunda categoría en el país donde viven. Es la lógica de perder-perder. Dicho en buen dominicano: “si yo pienso aspirar a un cargo y decido renunciar un año antes a mi segunda nacionalidad, pero el partido o los votantes no me escogen, sencillamente me fuñí, porque probablemente no tendría ni el talante moral para solicitar de nuevo el derecho al que he renunciado”.
Esto anularía de un porrazo la conquista consagrada a propuesta del doctor José Francisco Peña Gómez en la reforma constitucional del año 1994, luego de una intensa negociación con el entonces presidente Joaquín Balaguer. Todos sabemos que el ejercicio de la doble nacionalidad ha permitido a los dominicanos residentes en Estados Unidos y en otras naciones elevar su influencia para mejorar sus condiciones de vida y defender los derechos de su comunidad, sin que ello haya implicado la pérdida de un ápice del sentimiento patrio.
La iniciativa apadrinada por el presidente Fernández podría tener sentido si exigiera que un funcionario electo o designado renunciara a la segunda nacionalidad, pero solo cuando sea un hecho concreto. La reforma podría indicar de manera taxativa que cualquier ciudadano electo o designado en determinada función pública tendría que renunciar a la segunda nacionalidad antes de asumir la posición correspondiente.
Los dominicanos que tantos aportes han hecho a la economía nacional y al mejoramiento de la calidad de vida de los que aún permanecen en su terruño, no deberían ser colocados entre la espada y la pared. Si no podemos darle nada, a pesar de los tantos discursos y promesas, tampoco deberíamos quitarles lo poco que ya tienen.
Digamos un no rotundo a la ingratitud y a la mezquindad.
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