ORGULLO DUARTIANO


EL SEDICIOSO

cuento de Virgilio Díaz Grullón

Lo trajeron engrillado y con la escolta reforzada.
Era la hora en que el Capitán Núñez solía descabezar su sueñito cotidiano en el patio de la fortaleza, a la sombra de los muros que se levantaban a ambos lados del enorme portón que daba acceso al recinto.

El ruido de sus pisadas sobre el empedrado y el sonido de las palabras que comenzaban a pronunciarse en el puesto de guardia despabilaron al Capitán Núñez. Se sentó sobre la silla de guano que momentos antes había recostado de la pared. Estaba tenso. Aquel día sus sentidos estaban más alerta que de costumbre.

Y con razón: la noche anterior había escuchado ciertos rumores que lo mantenían intranquilo. Se hablaba de problemas que estaban creando algunos grupos en el Cibao y hasta en la misma Capital. Aunque el Capitán Núñez no conocía los pormenores, sabía que se trataba de maniobras de políticos que pretendían desconocer la autoridad del gobierno.

El Capitán Núñez, formado desde muy joven en la disciplina militar y proveniente de una familia campesina honrada y respetuosa de la ley, sentía revolvérsele el estómago frente a cualquier actitud que atentara contra el orden establecido. Sin ser una persona irascible ni de malos instintos, no podía evitar que le saliera de muy adentro una rabia sorda contra los malagradecidos que intentasen poner en entredicho el mando del General.

Y era que el General no había ido a buscar ese mando. Lo tenía simplemente porque le correspondía por derecho propio. Porque había nacido para ser jefe. Nadie podía discutirle esa condición que se imponía a todos con su sola presencia. Si no hubiese sido por él, ¿cómo andaría el país?, -se preguntaba a menudo el Capitán Núñez. Pero esa era una pregunta retórica. Él estaba claro cual sería la suerte de la República si no contara con la figura providencial del Jefe, que estaba sacrificando los mejores años de su vida en beneficio de sus ciudadanos. "Estaría hecha una mierda, con los políticos jalando cada uno por su lado y el pueblo hundido en la miseria" -se respondía-.

Por otro lado razonaba: "¿quiénes son los enemigos del Jefe...?" -y el mismo Capitán Núñez se contestaba: "Los ambiciosos de siempre". "Aquellos que desean sin tener ningún mérito, alcanzar el poder para usarlo en su propio beneficio", -agregaba-. "Una califa de sediciosos y de frustrados carcomidos por la envidia". Y entre todos ellos, el Capitán Núñez tenía bien identificados a los que consideraba peores: los blanquitos, hijos de papá, que jugaban a ser políticos hablando fino y usando palabras raras con las que engañaban a la gente que no sabía de letras y se dejaba sugestionar con frases bonitas.

Y ahora uno de éstos estaba siendo entregado como prisionero a la casa de guardia, porque las palabras que escuchaba el Capitán Núñez, sin ver a los que las proferían, eran las siguientes:

"Reciba a este preso, teniente, y hágase responsable de su custodia... Y mucho cuidado que es peligroso", -decía una voz.

"Lo conozco bien", -alardeaba la otra voz-, "Nunca se me podrían olvidar esos cabellos rubios y esos ojos azules. Es un sedicioso, con su largo historial de acciones subversivas. Me alegro de que por fin el gobierno se haya decidido a quitarlo del medio".

"Y creo que para siempre", -confiaba la primera voz. "Estamos esperando la orden de fusilamiento de un momento a otro".

"¡Buenas noticias!", se alegraba la segunda voz. "Y pierda cuidado que no le quitaremos los ojos de encima a ese bandido". -Y añadía enfurecida- "Tránquenlo en la última solitaria de la Torre y no le quiten los grillos".

El Capitán Núñez no dispuso de mucho tiempo para observar al prisionero, pero los sesenta segundos escasos que transcurrieron mientras el grupo atravesaba el patio, rumbo a la puerta de entrada de la Torre, le bastaron para comprobar que no se había equivocado en su primera apreciación: el detenido era un ejemplar típico de la casta que más despreciaba.

La sangre comenzó a correr más velozmente en sus venas y la ira le torció la boca mientras observaba la actitud insolente del sedicioso, que ignoraba a sus custodios, caminando dos pasos delante de la escolta -como si fuese él quien la comandara-. Y tenía una forma de mantener la frente levantada y la mirada en alto, que denunciaba su orgullo de ser lo que era y de estar en las condiciones en que se encontraba. Para colmo, llevaba el pelo largo, detestable costumbre de muchos jóvenes de la época, lo que enfurecía al Capitán.

Indignado, se levantó de la silla y caminó hasta el puesto de guardia donde el teniente Gómez, quien pluma en mano e inclinado frente a la tosca mesa de manera que le servía de escritorio, completaba trabajosamente la ficha del prisionero. "¿Vió lo que nos trajeron?" -preguntó éste, interrumpiendo su labor y levantado la cabeza tan pronto su superior traspuso la puerta-. Realmente yo creo que nos hemos sacado el gordo de la lotería".

El Capitán Núñez no podía confesar ignorancia frente a su subordinado, sobre la identidad del prisionero. Así que evadió una respuesta directa.

Para poder continuar el diálogo como medio de obtener mayor información, el Capitán se aventuró a comentar: "Creía que ese hombre había sido expulsado del país".

"Y lo fue" -dijo el teniente-. "Pero volvió clandestinamente hace unos días".

"Es lo que yo digo -dijo el otro enojado y ya más seguro de sí-, "¿para qué carajo los expulsan si, total, vuelven en cuanto les da la gana?".

"Así es, Capitán, -aceptó obsecuentemente el teniente-, no se puede contar con los gobiernos de otros países para mantener a raya a esos sediciosos..."

El Capitán no estaba sacando gran cosa en limpio, de modo que perdió interés en continuar la conversación y dejó que ésta se extinguiera, permitiendo que el teniente reanudara su trabajo con la ficha.

El Capitán caminó entonces hasta la ventana cerrada de la habitación y observaba distraído los ejercicios militares que realizaban torpemente unos reclutas en el fondo del patio.

En su imaginación, se veía a sí mismo comandando el pelotón de fusilamiento del sedicioso, y oía su propia voz ordenando el fuego, y escuchaba la descarga que atronaba el aire, y el prisionero con la rubia melena ensangrentada, desplomado, atravesado por las balas.

Satisfecho del cumplimiento de su deber, regresó a la realidad con el pecho inflado de fervor nacionalista.

El Capitán sintió entonces renacer su curiosidad por saber quién era en realidad el prisionero que, en su mente, él acababa de ajusticiar, en un arrebato patriótico.

Se acercó con disimulo a la espalda del teniente Gómez, sin que éste lo notara, observó sobre su hombro los datos ya completos de la ficha. Se leía:

Fecha de entrada: 3 de septiembre de 1844.
Nacionalidad: dominicana.
Edad: 31 años.
Apellidos: Duarte Díez
Delito: Traición a la Patria.

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