Michael Ende, la realidad de la fantasía

La historia interminable, de novela iniciática a superproducción cinematográfica


Por Jean-Louis de Rambures (1930/2006).

Michael Ende, de 55 años, barba cana y ojos de niño, hijo del pintor superrealista Edgar Ende, vive rodeado por los olivos de los montes Albanos, en las cercanías de Roma, en una gran mansión (Casa Licorna) llena de libros viejos, de objetos raros y de cuadros superrealistas. Su novela La historia interminable, traducida a 27 idiomas hasta la fecha, que ha sido considerada como uno de los libros iniciáticos de nuestra época, ha sido llevada al cine como superproducción y estrenada ya en Estados Unidos y en la República Federal de Alemania, lo que ha provocado las protestas de Ende, que sigue en su camino de "encontrar la realidad a través de la fantasía".


Michael Andreas Helmut Ende(Garmisch-Partenkirchen, Baviera, Alemania, 12 de noviembre de 1929 -Filderstadt-Bonlanden, Baden-Württemberg, Alemania, 28 de agosto de 1995. Fue un escritor alemán.


Nunca una novela hizo correr tantos ríos de tinta al otro lado del Rin desde El tambor de hojalata, de Günter Grass, en 1959. La historia interminable es, ante todo, una especie de marea: más de un millón de ejemplares vendidos en Alemania Occidental desde su aparición, en 1979, y continúa ocupando los primeros puestos en las listas de los más vendidos. Es un fenómeno sociológico, y así, en las grandes Concentraciones del pasado otoño había manifestantes que blandían la novela como si fuese su programa. Constituye asimismo la prueba evidente de la capacidad que tiene nuestro sistema para transformar en dinero lo que ha sido concebido precisamente para criticarlo. A pesar de las protestas del autor, que se considera traicionado y engañado, acaba de estrenarse en Estados Unidos una película -con un presupuesto de 60 millones de marcos (más de 3.000 millones de pesetas)- que, aunque inspirada en la novela de Michael Ende, está concebida a lo ET, El Extraterrestre.

Con todo, La historia interminable es también un acontecimiento literario. Nos encontramos, sin duda, ante una de las novelas más sorprendentes aparecidas en Alemania Occidental -e incluso en Europa- desde la segunda guerra mundial.

Estamos en 1984. El país fantástico que describe usted, ¿no está lejos de nuestra realidad?

Mis libros no son westerns. No hay que matar a los malos al final para que todo vuelva a estar en orden. No ataco a individuos, sino a un sistema (llámele, si quiere, capitalista) que. Está a punto (nos daremos cuenta dentro de 10 o 15 años) de hacernos caer en el abismo. Entre los' monstruos. a los que debe enfrentarse el héroe de La historia interminable hay uno al que toma por una araña gigante hasta que se da cuenta de que está realmente compuesto de abejorros color azul metálico que zumban como un enjambre encolerizado. Yo he llamado a esta criatura Ygramul. Sin embargo, podría haberle dado el nombre de Belcebú, el Señor de las Moscas o de la Multitud, pues con esa palabra se designa a ambas cosas en hebreo.

Soy consciente, en efecto, de que el principio demoniaco de nuestra época reside en la dominación que ejerce la multitud sobre el individuo. Todo comienza con la superpoblación, que hace que la persona se encuentre devaluada frente a la masa, y llega hasta la multiplicación infernal de todos los objetos, que caracteriza a nuestra sociedad industrial. Como usted sabe, en la cábala, el número 1 es el más grande de todos, porque designa la totalidad. Ahí está el origen del monoteísmo. Nos hemos olvidado de eso... Dentro de un sistema como el nuestro, que sólo valora lo que puede contarse, pesarse o medirse, no puede hallarse más que un aburrimiento mortal. Es esa especie de enfermedad de postración que abruma a los personajes de Momo.


P. La imaginación, al poder.

R. Una buena fórmula, aunque debería haberse precisado cuál era ese poder. Hay que conocer no sólo lo que se rechaza, sino aquello por lo que se pretende sustituirlo. Y esta vez no es cuestión de sustituir una ideología por otra. Mire: desde hace 2.000 años estamos haciendo eso y sabemos adónde nos conduce. En mi opinión, no puede hacerse ninguna crítica de la sociedad si no va acompañada de una representación utópica del mundo.

No oculto que al escribir La historia interminable intenté enlazar con ciertas ideas del romanticismo alemán. No fue por dar marcha atrás, sino porque en dicho movimiento abortado hay semillas que necesitan germinar. Desde Newton nos hallamos cruelmente divididos en dos mundos: el de los objetos, llamado real, y el supuestamente ilusorio del yo. Para no seguir siendo un extraño, el hombre debe aprender de nuevo, como Goethe, a llamar de tú a la Luna.

Empezamos a darnos cuenta de que con la física, las ciencias naturales, la tecnología o la sociología es imposible resolver los problemas haciendo como si se desarrollasen independientemente de nuestra conciencia. Nos inquietamos también por la destrucción de ese mundo exterior que constituye nuestro marco vital. Sin embargo, hay otra forma de destrucción de la que no se habla y que es igualmente trágica: la de nuestro mundo interior. Cuando todo se subordina al beneficio, se empieza por explotar a los obreros y después se ataca a las colonias, al medio ambiente. Por último, le toca el turno a nuestro mundo interior.


P. ¿Qué vía propone usted para recuperar la armonía?

R. Cuando nos fijamos un objetivo, el mejor medio para alcanzarlo es tomar siempre el camino opuesto. No soy yo quien ha inventado dicho método. Para llegar al paraíso, Dante, en su Divina comedia, comienza pasando por el infierno. Para descubrir las Indias, Cristóbal Colón levó anclas en dirección a América. Para encontrar la realidad hay que hacer lo mismo: darle la espalda y pasar por lo fantástico. Ése es el recorrido que lleva a cabo el héroe de La historia interminable. Para descubrirse, a sí mismo, Bastián debe primero abandonar el mundo real (donde nada tiene sentido) y penetrar en el país de lo fantástico, en el que, por el contrario, todo está cargado de significado. Sin embargo, hay siempre. Un riesgo cuando se realiza tal periplo; entre la realidad y lo fantástico existe, en efecto, un sutil equilibrio que no debe perturbarse: separado de lo real, lo fantástico pierde también su contenido. Eso lo aprende Bastián a su paso por la ciudad de los emperadores destronados. Al haber perdido hasta el recuerdo del mundo real, los habitantes de dicha ciudad del absurdo se ven obligados a desparramar al azar las letras del alfabeto durante todo el año, esperando que, en el transcurso de la eternidad, acaben por aparecer todos los libros del mundo, entre los que se encuentra, claro está, La historia interminable.

P. ¿No hay en eso una alusión a la Biblioteca de Babel, de Borges?

R. La historia interminable está repleta de alusiones culturales. Y no por falta de imaginación, ya que lo he hecho deliberadamente. En este sentido, el peligro reside no en el universo mental de Bastián, sino en el patrimonio cultural de toda la humanidad. Me he basado en la Odisea, en Rabelais, en Las mil y una noches, en Lewis Carrol y también, aunque en menor medida, en Tolkien, con el que me han comparado los críticos alemanes (ciertamente, los dos debemos mucho a las leyendas célticas de la Tabla Redonda). Me he inspirado en pintores (El Bosco, Goya, Dalí.), en el antroposofismo y en el budismo zen. La cábala, que da un sentido metafísico a los diferentes sonidos, me sirvió de guía a la hora de elegir los nombres de los personajes. Atreju es Atreo, héroe de la mitología griega, cuyo nuevo nombre tiene una sonoridad evocadora de las lenguas indias de América. Pjörnrachzarck, el comedor de piedras, recuerda a Edda, ya que es un gnomo, y al pronunciar su nombre puede oírse el ruido que hace al masticar las piedras. Incluso Fuchur, el dragón de la fortuna, tiene un modelo: Fohi, el dragón de la mitología china.

P. Si he entendido bien, en La historia interminable nada es gratuito. ¿Cómo elaboró el plan del libro?

R. Eso es precisamente lo que intento evitar al precio que sea: hacer un plan. Cuando escribo, pretendo descubrirme a mí mismo. Elaborar un plan significaría introducir en el libro lo que ya sé. Mi método consiste en dejarme guiar sólo por imágenes. Si no hago trampas, acabo por darme cuenta de que cada historia tiene una lógica interior y que no puede desarrollarse de otro modo. Es cierto que eso exige una gran concentración que me conduce, a veces al borde de la locura. No supe hasta el penúltimo capítulo de La historia interminable dónde estaba la salida del país fantástico. Me telefoneaba mi editor: "¿Por dónde vas? Hay que llevar el libro a composición". Yo sólo podía responderle: "No sé cómo terminar la historia". Después de semanas y semanas encontré de repente la solución: para salir del país fantástico no había que ir hacia las fronteras, sino hacia el centro. Había que tomar el camino del interior. Y, créame, sólo al final me acerqué a Novalis.

P. La heroína de Momo es una niña. Bastián es un niño de 10 años. ¿Por qué esa predilección por los héroes infantiles?

R. Hoy día todo el mundo encuentra normal que los escritores penetren en el mundo de las cárceles, en los manicomios o en las minas de carbón. ¿Acaso hay que considerar aparte a los que escriben para el público infantil? Creo que los supuestos adultos no son tan maduros como para percibir que un cuento para niños es también para ellos. Las culturas nacionales han dejado de tener sentido. Hay que encontrar otros vínculos que unan a los hombres, y el mundo de los niños constituye precisamente una nueva comunidad. Si juntamos a tres niños (uno negro, otro asiático y otro europeo), no tendrán ningún problema para comprenderse. Lo mismo ocurre con los cuentos, ya sean africanos, gitanos, rusos o chinos: todos ellos se parecen, y puede encontrarse, con algunas variantes, el mismo cuento de Cenicienta en todos los rincones del mundo. Vea el mérito que tienen los escritores profundos.


P. ¿No es un poco paradójico que un escritor alemán como usted haya decidido exiliarse a Italia?

R. En la crisis de identidad que hoy atravesamos tranquiliza pensar que tenemos a nuestras espaldas 2.000 años de cultura occidental. En Italia se da una continuidad histórica, inconcebible para un alemán, perceptible incluso en el ámbito del idioma: hasta un extranjero como yo puede leer a Boccaccio en su lengua original. Intente usted hacer lo mismo con un autor alemán del barroco y verá lo difícil que le resulta. Al principio envidiaba a los italianos: su lengua me parecía como una alfombra mágica que me transportaba donde yo quería. Hoy he comprendido que es una suerte que los escritores alemanes tengan que partir siempre desde cero, recreando su propia lengua.

P. En alemán, su apellido significa fin; su libro es La historia interminable, o sea, la historia sin fin. ¿Es un juego de palabras?

R. Me di cuenta de ello después de escribir el libro.


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