FRAGATA, René Rodríguez Soriano

NO LA TRAJERON LOS VIENTOS ni las aguas (no vino desde el Japón, como Leiko y Mayumi), alborotaba el polvo de los caminos con su paso de ballerina o cierva alada; cantaba en lenguas como las brujas, las rezadoras y las comadronas. La atrapé una mañana con mi Agfa Instamatic en las ruinas de las Cinco Estrellas, deshojaba margaritas y daba de beber a los graffitis desdibujados en los cariados muñones de las cinco columnas. Alguien habló de más, se alborotaron las palomas grises del pasado, y me perdí en el rafagazo de sus ojos.

Recuerdo la inconsciencia con la que echaron abajo las cinco torres; las destrozaron, las trituraron y dieron cuenta de los gladiolos, los lirios y los rosales. Eran los mismos, los mismos energúmenos, que días antes se ataviaban con los colores y las consignas del benemérito de las medallas y los botones y los bicornios emplumados. Eran ellos, los vi también lanzarles piedras y anatemas a los Colón y a los Pichardo, por negarse a negar que renegaran de sus creencias y filiaciones. Ella cruzó, y ni piedras ni palabrotas me tocaron. Llevaba mallas negras, pienso yo que ni siquiera atiné a enfocar las periferias de su celaje.



Con una luz difusa, la divisé otra tarde, cuesta arriba por la calle del mercado. La seguían los niños, y tres o cuatro cometas que lustraban el aire tras el conjuro de sus cabellos, desmesuradamente sueltos y sin gobierno. Acababan de anunciar otro de los tantos golpes de Estado que habrían de sacudirnos después de la caída del tirano. Ella pensaba una canción, y en la torpeza de mis dedos, uno tras otro, se velaban los rollos de película. Ocasión que aprovechaban ellos para saquear las mansiones y los locales del partido, yo sólo iba del Eslava al Pozzoli en mis lecciones de solfeo. Pero eso fue otro día, otro viernes, cuando apostamos con Omar robarle el beso a la Mayumi, frente al piano…

Era mayo y llovía, traían guijarros y larvitas las rigolas, y estallaban las rosas y los lirios en los patios, ella buceaba en los mandados y los manoseos. Cantaba Blanca Rosa Gil o Daniel Santos y todo se mojaba o nos mojaba; pomelos como peces luchaban por brotar de la franela, hacerla trizas y quedar con sus pezones a merced de los perros del deseo. Yo me quedé sin Instamatic, casi sin dedos en la sed de verla y de tocarla, disuelto entre los planos de sus piernas abiertas en la oscuridad del cine. Después, sin rumbo repartí panfletos y proclamas; icé banderas y pancartas, buscándola, inventándola por los vanos del día. Ella tejía al andar alfombras de amapolas, de sueños y ansias locas.

No vino con los últimos refugiados de los devastados aserraderos de los Mera, ni en la caravana de los saltimbanquis que levantaron tiendas por la parte sur del pley y leían cartas, vendían rositas de maíz, algodón dulce, gofio y pegapalos. Nació casi a orillas del río, al final de la callecita que todavía el Ayuntamiento no encontraba muerto ilustre a quien endilgársela; me lo confirmó el viejo Abelardo, en su percudido cuarto oscuro, lleno de ácidos y recuerdos vencidos. Ella tenía un amor que no le cabía en el pecho, siempre entraba a las fiestas por las puertas del servicio y era frugal y generosa como huidizos su mirada y su andar.

Con tanto empeño como repulsión, mi hermana quiso que ella aprendiera a leer y a escribir. Tía Viola y tía Gume le tejieron velos y capuchas para que las acompañara a misa. Yo leía entre sus muslos el alfabeto de los fuegos más calmos, y estallaba mientras sus labios balbuceaban un abc que era tan soso y tan nadero, como la entrega y la solidaridad en que se abanderaban las mojigatas de mis tías y mi insincera hermana. Yo navegaba en unas aguas tan santas y tan locas, como las ganas de volar inciertos mares, aferrado al vaivén de mi fragata, sin gobierno.

Habrían de venir las elecciones, las primeras en más de cuarenta años, y las primeras disensiones y desacuerdos, y las primeras caravanas, y la compradera de votos, y los insultos, y las traiciones, la guardia en la calle; se dividieron y se conciliaron familiares y viejos amigos. Ella ni se inmutaba, correteaba pley arriba y pley abajo, y besaba —¡cómo besaba por las noches a escondidas!— luciendo y sacudiendo los pendientes que habrían de echar de menos nuestras madres y hermanas. ¿Quién ganó, cómo hicimos para zafarnos de la fatídica familia del tirano?

Siete meses después, volvieron ellos con sus turbas de azarosas tropelías, y otra vez los muchachos por las montañas, blandiendo aperos, ardiendo en llamas, sangrando a mares por devolverle el cauce al río, lavar las nubes, plantar malvones y claveles… Subieron los ejércitos, los postulantes, los sacerdotes, los tutumpotes, las comisiones y las organizaciones internacionales para la paz y la concordia.

¡Insoportable! —dijo la radio—, soplaba un viento frío desde la sierra.


Volaron las aves turbias, nadaron peces de fango y larvas albinas que se ensañaron contra la luz del día. Dicen que vieron a un par de mallas grises, rotas y sin gobierno, rielando contra la neblina…. Le decían Japón, tenía los ojos rasgados y sabía más que nadie desatar con sus dedos los nudos del placer y del deseo. Puede verla, pasar la página, y soñar. 

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