FÁBULA DE LA MARIPOSITA VERDE

Fernando Ureña Rib es un fuera de serie. Un polifacético innato. No sólo pinta como un maestro, hace de crítico y sabe Dios cuántas cosas más. Pero de vez en cuando escribe sabrosuras como estas. Disfrútenlo
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La mariposita verde tenía, y con buenas razones, ínfulas de grandeza. Su imagen había contribuido a derrocar y edificar gobiernos y a traer esperanza a los desamparados. Se levantó temprano esa mañana y revisó su agenda. Una multitud se reuniría frente al palacio a las diez y luego haría una marcha hacia el congreso, a fin de impedir que los inversionistas extranjeros compraran inmensos campos de arroz para convertirlos en hoteles y campos de golf. 

La mariposita verde recorrió sus cuarteles, ordenó salva de cornetas y salió a prepararse para la batalla.  Debían ser las primeras en llegar. Habían asumido el desafiante papel de guardianes del medio ambiente. Por supuesto, los insectos y demás animales de la selva se burlaban de la mariposita porque ella era demasiado frágil y de vida muy breve para pretender dominar el mundo. Ella replicaba: “Siempre habrá una mariposita verde. Cuando yo muera vendrá otra y me relevará. No se preocupen por mí. Cuando yo no exista, cuando no hayan en el campo maripositas verdes, entonces pueden con razón preocuparse.”

Se empolvó la nariz, extendió su cabellera al aire y retocó sus largas pestañas azules. La mariposita verde sabía que una buena imagen es importante para ganar las luchas políticas. Aunque también las palabras. Es preciso saber qué es lo que el pueblo necesita oír. Practicó frente al espejo su discurso recordando a su predecesora, quien le había enseñado que el líder es sobre todo un actor social. Estudió sus gestos, articuló las palabras abriendo al máximo los labios y las mandíbulas y dejando que el aire se proyectara a todo pulmón en el pequeño camerino de su remolcador.
La convocatoria fue exitosa. Frente al palacio las cámaras habían sido instaladas para transmitir por televisión su discurso.  Inversionistas, congresistas, militares y funcionarios de todo orden temblaban dominados por la ansiedad.  Había una gran expectativa en la explanada frontal.

“Señoras y señores: ¡Ha llegado el momento de decir NO!” Eso fue todo lo que dijo, porque en ese momento un avión fumigador de los campos de arroz, cargado de insecticida, roció sobre el podium su poderosa carga venenosa.

FERNANDO UREÑA RIB

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