Elogio de la Cordura. René Rodríguez Soriano ¡Me encantó!


René Rodríguez Soriano, escritor


Mal, que mal, el bien existe. Nado entre el azul y el cielo, buscando lo que no se me ha perdido. Y, de vez en cuando, aunque me salga espuma o se me brote el guarapo por los metacarpianos –o la sed me supure por las comisuras de las sienes–, para librarme del tedio, escribo. Tengo un resguardo de apasote, chile verde, chirimoyas, pelos de ángel y carey que me cura del pasmo, retruécanos y pasioncillas. Eso me hace muy bien. Sobre todo, si no tengo que cambiarme de camisa ni atusarme el peluquín o maquillarme.



Soy caribeño, nada sonoro me es ajeno, y me gustan, ¡cuánto me gustan! las palabras melódicas como mandarinas y los vocablos fuertes, contundentes. Por ejemplo: pedazo de esperpento, picada de cacata, aguacate con yuca, chocolate de ajonjolí, merluza con gorgojos, jengibre con cazabe o moñito de tusa. Pero lo que de verdad, verdad me gusta es jugar con trabalenguas, perderme en el rejuego silabárico de esas palabras extrañas y, quedarme al final, sin saber qué dije cuando dije, más o menos: que un moñito es un animañito que come mañí moñido o que no es lo mismo el río Missisipi que me hice pipi en el río, como tampoco es lo mismo el trasero de Tapachula que tápate, chula, el trasero...



Todas estas cosas me gustan. Me gustan tanto que, a veces, no sé si me divierto o sufro tratando de construir frases profundas, con alto sentido filosófico, científico. Esta mañana, para ser más específico, me pasé horas y horas sentado frente a una libreta de notas tratando de hacer una oración que definiera el universo. Me gasté alrededor de catorce hojas. Vano intento. Por más que me esforzaba en mi parafernalia, no llegaba más que a meterme en intrincados laberintos que podrían sacar de quicio al más ecuánime de los mortales.


Acudí a mil tratados. Hasta que Darwin, siempre pensativo, siempre canero retardado me hace pensar en sus antepasados y los míos, cada vez que ve o apenas olfatea o presiente que una salchicha o pequinesa de la vecina del Audi 1000, sale a rociar los geranios del jardín y, le cae un cosquilleo –a Darwin, por supuesto– en la cola o en las patas y se le resuda la nariz, se revuelca en los tarros y desordena mis papeles, provocando la ternura de mis pírricos aullidos que, al parecer, muy poco le divierten (¿será porque presiente, como siempre, el postre: mi chancleta, sonora y matancera, posándose sin tapujos en la placidez de su posadera?).


En fin, me gustan los tratados pantagruélicos. Los poemas famélicos. Sincrónicos. Monógamos. Cromosómicos y catalépticos. Plenos de verbos tísicos y mordaces como alcachofas, lechugas hervidas (hará apenas una semana, leí unos versos de un poeta porfiado y comadrero, tan soso y tan nadero como el Baltasar que desbarata Borges. Unos versos, ay, tan molondrones que me internaron en un mundo de sueños zigzagueantes y arbitrarios. Unos versos tan pigmeos y esmirriados que me llenaron las manos de metáforas sebosas y raquíticas, de tropos en almíbar, en punto de caramelo; de símiles, prosopopeyas; de gentilicios y patronímicos apagados y desmadejados. Unos versos, caray, tan enjutos, crustáceos y morrudos, que me dejaron la esperma podrida de gerundios, arabescos y manzanas pomelos gusaneras. Unos versos, unos versos que, ya quisiera usted nunca encontrarlos en su mesa).


Ah... también me gustan las frases esquemáticas, glaciales, lapidarias, anacrónicas, hueras, huecas. Ay, las frases interruptas (Verbigracia: hijuetuma... ¡y las otras que usted sabe!). 

Ya lo dije, me gustan las palabras. Superpuestas. Yuxtapuestas. Montadas en canciones. Cortadas. Entrecortadas. Sojuzgadas por el ritmo. Me gustan las palabras. Las palabras, las palabras me gustan, me enloquecen, me llenan, me placen, me enternecen, me arrullan, me sacan de la cama, me tiran sobre el piso, me lavan, me sacuden, me sumergen, me atrapan.


Mmmm, me llevan y me traen, me matan las palabras, las duras, las cuneiformes, las palmípedas, las contumaces, las esquizoides, las peripatéticas, las enigmáticas. Pero, las que en verdad me ganan, con sobradas razones, son aquellas contundentes, secas, mágicas, definitivas, instantáneas y cáusticas. Las que pautan el final y punto | para Juan Freddy - © Manuel de intrusiones

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